https://www.nuevatribuna.es/articulo/actualidad/historia-jueces-45-aniversario-constitucion/20231205194509220395.html
Tenía poco más de veinte años, un Seat 850 y un
carnet de conducir apenas estrenado. Un día de lluvia de 1972 atropellé, con
lesiones leves, a una anciana que surgió de entre dos coches en una calle
estrecha. La llevé al hospital más próximo y allí fue atendida y dada de alta
casi de inmediato tras la cura de urgencia. Esa fue la circunstancia que hizo
que meses después se celebrara un juicio para delimitar la indemnización que la
compañía de seguros debería abonar a la víctima. Mi recuerdo de aquel juicio (mi
primer contacto “con la justicia”) es una sucesión de gritos e interpelaciones
dirigidas a mí, sin ningún respeto, por un juez que apenas me permitía
responder a sus preguntas y un abogado, enviado por el seguro para defenderme,
apocado y servil que, con gestos, me invitaba a callar y obedecer a aquel
magistrado fuera de quicio. Era, reitero, en 1972. Era la dictadura.
Cada día que marco en el calendario sin que se
renueve el Consejo General del Poder Judicial,
recuerdo aquella experiencia —incomparable, en su gravedad, con la que vivieron
muchos condenados, sobre todo políticos, de entonces—. ¿Por qué se aviva en mi
memoria la imagen de aquel juez fuera de sí a quien nadie se atrevía a
replicar? Creo que la explicación está en la existencia de un sustrato
fuertemente conservador en el estamento judicial que se mantiene sin apenas
cambios desde el comienzo de la transición hasta hoy. En aquel juez, convencido
de su impunidad para el grito y el insulto, veo a la mayoría de los miembros de
ese Consejo en 2023 participando,
por activa o por pasiva, de la política judicial de la derecha, resistiéndose a
que la soberanía popular expresada en las urnas tenga su reflejo en las
instancias de gobierno de los jueces. Lo más preocupante de la
situación es que la derecha con la que coinciden está muy alejada de la
europeísta y civilizada que rechaza cualquier pacto con el populismo de extrema
derecha. Muy lejos del espíritu que representó Suárez, primero en UCD y después
en un CDS que sufrió también una voladura no sé si controlada. Más bien
recuerda a lo que representó una Alianza Popular baluarte de los “siete
magníficos”, que se dividió ante la Constitución del 78 y cuyos rostros
visibles eran exministros de Franco que nunca abjuraron del Régimen, algunos de
ellos firmantes de sentencias de muerte poco más de dos años antes del
debate constitucional.
No es difícil de entender, desde esa óptica, la
deriva de una buena parte de la judicatura en los años últimos, especialmente
desde que, en 2018, gobierna España una coalición de fuerzas progresistas con
el respaldo de nacionalistas que, curiosamente, estuvieron en el origen de la
Constitución, aunque hoy mantengan posiciones independentistas. Se entiende esa
deriva, que se adentra sin pudor en el campo de la política, con un simple
ejercicio de memoria: la totalidad de la malla judicial procedente del
franquismo, curtida y formada en la aplicación acrítica de la legislación de la
dictadura y en su estrecha relación con el aparato del Estado, pasó, a partir
de 1978, a formar parte de la nueva realidad democrática y constitucional.
Salvo algunos jueces conocidos, o los integrantes de una plataforma jamás
legalizada como Justicia Democrática, la inmensa mayoría de los jueces y
magistrados aplicaron el marco normativo dictatorial sin expresar desacuerdo
alguno. Venían de una estructura judicial que se basaba, en buena medida, en la
represión, a veces brutal, de las libertades. El Tribunal
de Orden Público, la llamada Ley de Vagos y Maleantes,
entre otras muchas normas al margen de la legislación internacional y en muchos
casos émulas de la legislación fascista de países como Alemania o Italia,
funcionaban a pleno rendimiento incluso en los albores de la democracia. Los
jueces que aplicaban aquel cuerpo legal, que avalaban despidos de
sindicalistas, que condenaban a años de cárcel a estudiantes o trabajadores que
habían repartido octavillas, que avalaron la censura sistematizada y llegaron a
ordenar el secuestro y cierre de revistas o diarios y la detención de
periodistas, cooperaron
con eficacia a que en las cárceles de España, a la altura de 1975,
hubiera más de mil presos políticos, condenados en su
inmensa mayoría por ejercer derechos que en Francia, Alemania, Italia y otros
países de Europa Occidental eran consustanciales al estado de derecho y a la
democracia. Esos jueces, con apellidos más que conocidos, nunca fueron
interpelados por la sociedad a lo largo de la transición. Subrayar que en 1976,
en la antesala de la democracia, se
abrieron, por el Tribunal de Orden Público, casi 5.000 causas penales, en
su mayor parte por asociación ilegal, reparto de propaganda, manifestación y
reunión no autorizada, es un dato que hoy escandaliza pero que jamás provocó
una autocrítica ni un gesto de arrepentimiento dirigido a la sociedad por parte
de los jueces que las impulsaban. Jamás fueron acusados por las víctimas de sus
sentencias, ni por las fuerzas políticas cuya ilegalidad legitimaron durante el
franquismo, ni se les reprochó su “hoja de servicios” a un sistema radicalmente
injusto, autoritario, confrontado
con la Declaración Universal de los Derechos Humanos y
fruto de un golpe de Estado. Pese a ello, quedaron, como parte de la política
de reconciliación y de la generosidad de quienes sufrieron tales actuaciones,
como garantes de la aplicación de la legalidad democrática una vez aprobada la
Constitución de 1978.
El corporativismo, la conciencia de formar parte de un colectivo
“elegido”, el alto grado de endogamia, el origen social de sus integrantes, la
desconfianza hacia la soberanía popular y la visión del colectivo judicial como
un territorio por encima del poder legislativo, de los representantes elegidos
por los ciudadanos, se añadieron, en los años de democracia, a la situación
heredada del franquismo. Por supuesto, de un modo sutil, no siempre explícito,
y no en todo el colectivo judicial. No es descabellado preguntarse por qué,
casi 45 años después de restablecerse la democracia, no se ha renovado
profundamente el poder judicial ni se han cortado, de modo tajante, los hilos
conductores que lo unían, política, emocionalmente y en conciencia de casta, al
sustrato ideológico de la dictadura. Baste decir que varias generaciones de
jueces formados en aquel régimen han seguido, de modo escalonado, ejerciendo en
democracia: los más jóvenes de entonces, nacidos entre 1940 y 1950, cuyo acceso
a la judicatura fue anterior al bienio 1977-1978 (tenían entre 27 y 37 años
aproximadamente al llegar la democracia) alcanzan en la tercera década del
siglo XXI la edad de jubilación tras ocupar, en los años más recientes, puestos
esenciales en el escalafón. Es decir: han
influido de un modo poderoso en la formación de un ecosistema judicial
asfixiante, muy marcado por el más profundo
conservadurismo, con patente de corso para actuar contra quien no respire su
visión de la sociedad. No en vano en la asociación más comprometida con la
lucha por las libertades, Jueces para la Democracia, sólo integra al 10 % de la
magistratura, —su antecedente en el tardofranquismo, Justicia
Democrática, jamás fue legalizada— mientras que la
Asociación Profesional integra a una amplia mayoría de jueces y en su actuación
no oculta su identificación con las posiciones políticas de la derecha hasta
llegar a intervenir como si de un partido político se tratara.
Las consecuencias de ese proceso están a la vista:
desde la doble ofensiva contra el juez Baltasar Garzón (caso Gürtel de un lado
y memoria histórica de otro) como responsable de actuaciones a favor de la
profundización en la democracia y contra la corrupción, hasta “el estado de
rebelión” y atrincheramiento en un CGPJ caducado en 2016, pasando por la
negativa a atender reclamaciones de víctimas de la dictadura (incluso de
torturados por miembros de la BPS con nombres y apellidos), por torpedear
(aunque sin éxito) la exhumación de los restos de Francisco Franco de
Cuelgamuros, o por decisiones alegales, directamente políticas, utilizando las
ruinas del CGPJ para
hacer pública una proclama contra el gobierno en base a una ley que
desconocían como la Ley de Amnistía. Es decir, una
declaración puramente política, al margen de cualquier connotación profesional.
En este 45 Aniversario de la Constitución es conveniente y saludable
dejar en el aire algunas preguntas: ¿Es de extrañar, dada la sensibilidad
mayoritaria en la judicatura, el empeño, en el borde de la insumisión, en
exigir un sistema corporativo, endogámico, que excluya a la soberanía popular,
en el nombramiento de los órganos de gobierno de los jueces? ¿Cómo explicar el
bullicio, próximo a la algarada directamente política, contra una Ley no
existente que se troca en silencio
elusivo cuando la proposición de ley, sin rastros de
inconstitucionalidad, se hace pública? ¿Van a pedir
disculpas por el despropósito? Y por último: ¿Desde qué lógica perversa es
admisible que, aplicando la venda antes que la herida, sectores de la
judicatura, alimentados por irresponsables declaraciones políticas, aludan al
Tribunal Constitucional como “tribunal de parte” ante la posible declaración de
constitucionalidad de la Ley de Amnistía? ¿No le sería aplicable el mismo
calificativo al Constitucional que, en 2010, declaró inconstitucionales
artículos del renovado Estatut de Cataluña que están vigentes en los estatutos
de otras comunidades contribuyendo al tropel de violaciones constitucionales
que se produjeron en el otoño de 2017 en esa Comunidad autónoma? No fue bajo un
gobierno progresista, que yo recuerde, todo aquello.
Hasta aquí mi pequeña historia de jueces que se resisten a entender a
fondo a un país diverso. Ni, pese a sus proclamas, a considerar que la
soberanía popular que la Constitución consagra, reside en el
parlamento, en la representación de los ciudadanos elegida en las urnas.