http://www.lavanguardia.com/opinion/articulos/20110430/54147015246/el-lider-y-su-pueblo.html
Hoy, 30 de abril, se cumplen sesenta y seis años del suicidio de
Adolfo Hitler en la cancillería del Reich. Aquel día, Hitler almorzó con
sus colaboradores inmediatos, se despidió de los habitantes del búnker
y, a eso de las tres y media, se retiró con su mujer –Eva Braun– a sus
aposentos, donde –ante un retrato de su madre y otro de Federico II–
tomó, con Eva, sendas ampollas de cianuro y él, además, se descerrajó un
tiro en la sien. Poco después, sus cuerpos fueron incinerados. Al
evocar este suceso, que cierra el episodio más tremendo de la historia
alemana, me pregunto como otras veces si fue Hitler quien sedujo,
hipnotizó y llevó por mal camino a la nación alemana, o fue esta la que,
en crisis profunda, encontró en Hitler el líder capaz de encarnar en
aquel momento las ideas y aspiraciones de buen número de alemanes. Es la
misma pregunta que se hace Marlis Steinert, biógrafo de Hitler, cuando
dice que el sentimiento más extendido entre los alemanes después de la
debacle fue que se les había mentido, que los habían engañado; pero
¿quién había mentido a quién, y quién había engañado o se había
engañado? Lo cierto es que Hitler “se alimentó de las fantasías de
austriacos y de alemanes hasta la identificación completa y se apropió
de sus sueños, prometió concretarlos y restituir a Alemania una grandeza
y una prosperidad que harían desaparecer sus frustraciones”, y, a tal
fin, “nación, raza, pueblo, Estado, se confundían para él en un mismo
concepto”.
Hay que precisar, no obstante, que este concepto no era
inclusivo sino excluyente. Hitler sólo contaba con los que llamaba
“buenos alemanes”, entre los que no estaban quienes no eran de “buena
sangre” aria –judíos, eslavos y gitanos–, ni tampoco los afectados por
incapacidades y enfermedades hereditarias, los asociales, los cristianos
activos –protestantes y católicos– y los marxistas empecinados –en
especial los intelectuales–. Con la aristocracia y la alta burguesía
–“las doscientas familias”– la relación de Hitler era compleja: estas le
despreciaban pero lo utilizaron. Definidos así los campos, se percibe
con claridad que Hitler no fue un superhombre en negativo, capaz por sí
solo de arrastrar a un pueblo de tan alto nivel cultural, riqueza
consolidada e influencia notoria como era –y es– el alemán. Hitler
recogió las sueños, frustraciones y deseos de revancha de muchos “buenos
alemanes” con tal éxito inicial que, cuando sobrepasó el límite
tolerable, fue imposible pararlo: ya había destruido el Estado como
sistema jurídico. ¿Cómo sucedió esta tragedia?
Sebastian Haffner es duro con su pueblo. Cuestiona que tenga el valor
cívico –el arrojo– necesario para tomar decisiones autónomas y actuar
según la propia responsabilidad, por ser esta una rara virtud en
Alemania, tal y como sentenciara Bismarck en su día. Esta característica
hizo posible que germinase en el nazismo aquella determinación grupal
ciega e imparable de querer lograr lo que se quiere, fundada en la idea
de que sólo “es justo lo que nos conviene”, por lo que resulta lícito
hacer tabla rasa de todo lo demás. Sin embargo, aún tuvo que ocurrir
algo más para que el triunfo de los nazis se consumase: la traición
cobarde de los dirigentes de todos los partidos y organizaciones en
quienes confió el 56% de los alemanes, que votó en contra de los nazis
el 5 de marzo de 1933. “La conciencia histórica mundial –escribe
Haffner– no ha tenido muy presente este hecho terrible y decisivo: los
nazis no tuvieron especial interés en destacarlo, ya que esto les habría
obligado a rebajar considerablemente el valor de su victoria, y en
cuanto a los propios traidores… bueno, estos sí que no tenían el más
mínimo interés en sacar a relucir este asunto. No obstante, sólo esta
traición puede explicar de una vez por todas el hecho, a primera vista
inexplicable, de que una gran nación, que al fin y al cabo no sólo está
compuesta de cobardes, cayese en semejante vergüenza sin oponer ninguna
resistencia”.
Decía Francisco de Quevedo que sólo existe un método infalible para
que las mujeres sigan a un hombre por la calle: que este se ponga a
andar delante de ellas. Así suele suceder con los líderes, que no son
genios forjadores de historia y moldeadores de pueblos, sino gentes del
común que intuyen determinada deriva social y se ponen al frente de ella
halagando al pueblo y capitalizando su empuje. De lo que resulta que el
líder sólo aparece cuando la situación está madura para ello, por
haberse consolidado una determinada exigencia social que exige pasar a
la acción. Se percibe que ha llegado este momento cuando los miembros de
la élite influyente de un país, que nunca han creído en nadie ni en
nada salvo en sí mismos y en lo suyo, comienzan a asumir como propio un
ideal que recoge un difuso sentir colectivo. Es en este instante cuando
suena la hora del líder, quien asumirá un protagonismo histórico
destacado, por mediocres que sean sus cualidades y opaco que sea su
talante. Para bien o para mal, pero esta es otra cuestión.
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