a historia, dice Iván de la Nuez, se repite no dos, sino tres veces: primero como tragedia, después como farsa, finalmente como estética.
La historia, decía Mark Twain, no se repite, pero rima.
La historia, decía Antonio Gramsci, enseña, pero no tiene alumnos. Y al no tenerlos —añadimos nosotros—, puede rimar inadvertidamente, e inadvertidamente regresar primero como tragedia, después como farsa, finalmente como estética; y tal vez, después, reiniciar el proceso, conduciendo de nuevo a la tragedia.
Un viejo fantasma puede recorrer el mundo ante los ojos de todos sin ser visto por nadie o casi nadie, o sí, siendo visto, pero percibido como nuevo, original, fresco, inédito. Nada lo es en la historia: todo ha sucedido otras veces; contextos parecidos alumbran fenómenos similares, a veces casi gemelos. Lo viejo puede volverse moderno, ungido por los mismos poderes polémicos que lo nuevo, resucitado por la pasión contradictoria. Esto lo dijo Octavio Paz. Y en nuestros días, un viejo fantasma recorre el mundo no siendo visto, o sí siendo visto, pero pareciendo nuevo, no siéndolo en cambio. Ese espectro anciano es el fascismo. «Ocurrió. Por ende, puede volver a ocurrir». Esto lo dijo Primo Levi. Y el fascismo histórico ocurrió primeramente como clima cultural; la articulación política vino después. Hay que calentar la sartén antes de echar la carne, y la sartén de los haces, las esvásticas, los yugos y las flechas se calienta a un fuego que hoy vemos llamear de nuevo: auges nacionalistas y xenófobos, hartazgo antiliberal y antimoderno (aunque se presente a elecciones y abrace la técnica moderna), fascinación por la idea de imperio, diabolización de la izquierda, prédicas apocalípticas sobre la decadencia de Occidente y contra la revolución sexual, teorías de la conspiración fácilmente avivables por shocks como una crisis capitalista (1929, 2008) o una pandemia (gripe española, COVID-19), anhelos de una política romántica, estetizada, marcial y viril, acompasada a un gusto de época por estéticas malditistas y épicas nietzscheanas del hombre de acción.
Resurge el fascismo, resurge todo él, y lo hace también su ala izquierda, la de los Gregor Strasser y los Ramiro Ledesma, pregoneros, hace una centuria, de una revolución obrerista que no renunciase a piedades tradicionales como la patria, la familia o la fe (Ledesma no era creyente, pero ensalzaba a la Iglesia como institución civilizadora y de orden). Amalgama formidable de paradojas, el rojipardismo hechizaba a sus prosélitos con la posibilidad de conjugar tradición y modernidad, conservadurismo e insurrección, vértigo y certidumbre. Y hoy vuelve a hechizarlos con la misma promesa.
Un rojipardismo nuevo, incipiente todavía, pero inconfundible, se despliega por el momento en forma de conatos, de tentativas espontáneas y desarticuladas. Se da también en España, donde se agita en columnas y cuentas de Twitter de enfants terribles que, en una suerte de hipsterismo antihipster, juegan al juego de la economía de la atención vociferando histriónicas profesiones de fe taurina o antiabortista o vivas a Manolo Escobar o a la Guardia Civil que tienen menos que ver con un interés genuino en el bueno de Manolo o agradecer los buenos oficios de la Benemérita que en epatar a una cierta caricatura del progre. Absorbe, como su ancestro, a militantes de izquierda insatisfechos con la realmente existente, a la que exigen que abrace el trilema de la Francia de Vichy: trabajo, familia y patria, nuevamente a partir del hombre de paja de un progresismo desentendido del trabajo (en lugar de preocupado por adaptar las fraseologías y estrategias de la lucha de clases a las transformaciones del mundo posfordista), odiador de la familia (en lugar de atesorador de una mirada generosa y vigilante que entienda que hay muchos más tipos de familia que la tradicional y que, familias, las hay que son refugio, pero las hay que son cárcel y hasta cámara de tortura) y enemigo de la patria (en lugar de sólo de la orgánica, sacralizada, marcial y consagrada a valores reaccionarios).
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