Con
los de la vieja escuela. En Peleliu y en Okinawa
Los
hombres emplearon ese período de calma en registrar las mochilas y los
bolsillos de los enemigos muertos a la caza de souvenires. Se trataba de
un asunto truculento, pero los marines lo ejecutaban de un modo muy metódico.
Revisaban las cintas de los cascos en busca de banderas, vaciaban las mochilas
y los bolsillos y extraían los dientes de oro. Los sables, revólveres y
cuchillos de haraquiri [suicidio ritual] eran muy apreciados y los cuidaban con
esmero hasta que pudieran enviárselos a su familia en casa o vendérselos a
algún piloto o marinero por un jugoso precio. Los fusiles y otras armas más
grandes por lo general se inutilizaban. Pesaban demasiado para llevarlas. Las
tropas de retaguardia las recogerían después. Los hombres de las compañías de
fusiles se lo pasaban muy bien bromeando sobre los espeluznantes relatos que
aquella gente, que nunca había visto un japonés vivo y a la que no le habían
disparado, contaría probablemente tras la guerra.
Los
hombres se regodeaban, comparaban y a menudo intercambiaban sus premios.
Constituía un ritual brutal y espantoso como ha ocurrido desde la antigüedad en
campos de batalla donde los contrincantes son presa de un profundo odio mutuo.
Era incivilizado, como lo es todo en la guerra, y se llevaba a cabo con aquel
salvajismo particular que caracterizó el enfrentamiento entre los marines y los
japoneses. No se trataba simplemente de buscar souvenires o saquear al
enemigo muerto; más bien eran como guerreros indios arrancando cabelleras.
Mientras
le quitaba una bayoneta y una vaina a un japonés muerto, me fijé en un marine
que se encontraba cerca. No pertenecía a nuestra sección de morteros, pero
había pasado por casualidad y quería participar en el botín. Se acercó a mí
arrastrando lo que supuse que era un cadáver. Pero el japonés no estaba muerto.
Había sido herido de gravedad en la espalda y no podía mover los brazos; de lo
contrario, habría opuesto resistencia hasta su último aliento.
La
boca del nipón resplandecía con enormes dientes con fundas de oro, y su captor
los quería. Apoyó la punta de su Ka-Bar [cuchillo de combate] contra la base de
un diente y golpeó el mango con la palma de la mano. Como el japonés pataleaba
y se retorcía, la punta del cuchillo rebotó en el diente y se hundió en la boca
de la víctima. El marine lo insultó y le abrió las mejillas hasta las orejas de
un tajo. Puso un pie sobre la mandíbula inferior del infortunado y lo intentó
de nuevo. La sangre manó de la boca del soldado. Este emitió un gorgoteo y se
sacudió como loco. Grité:
—Mátalo
para que no siga sufriendo.
La
única respuesta que obtuve fue que me insultara. Otro marine se acercó
corriendo, le metió una bala en el cerebro al soldado enemigo y puso fin a su
dolor. El carroñero refunfuñó y continuó extrayendo tranquilo sus premios.
Tal
era la increíble crueldad que podían cometer hombres decentes cuando se veían
reducidos a una existencia salvaje en su lucha por la supervivencia en medio de
la muerte violenta, el horror, la tensión, la fatiga y la mugre. Nuestro código
de conducta hacia el enemigo se diferenciaba de manera drástica del que
prevalecía detrás, en el puesto de mando de la división.
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