De particular a particular
04/03/2012 00:00
Todavía
hay quien supone que fumar en pipa le convierte en intelectual. Es una
presunción ilimitada ahora que hay individuos que desean ser amortajados en
chándal. Es como si hubiesen pasado siglos desde que la última voluntad de
algunos consistió en ser enterrados con hábito de ermitaño. Incluso hubo un
tiempo en que los adolescentes leían a escondidas y eso les llevaba a aspirar a
ser Robinson Crusoe o Sherlock Holmes, vivir en la copa de un árbol, navegar
por mares remotos o indagar los grandes misterios del universo. Entonces fumar
en pipa era un atributo de hombres pensativos, un poco solitarios, digamos que
artistas. Fumaban en pipa algunos profesores, en muestra de una capacidad
reflexiva que no estaba al alcance de la masa adolescente que a lo sumo
consumía cigarrillos rubios en los lavabos del patio de recreo. La pipa era
indicativo de madurez, de ciertas cualidades mentales, de un ser muy a su modo
sereno e inteligente.
¿Cómo soñar sin
leer? Al leer uno encontraba el camino para desear ser el capitán Nemo, héroe
templario, centurión romano o explorador de fosas volcánicos sin fondo. En
algún momento aparecían las ideas, las formas de conocimiento y la experiencia
leída de lo que es historia. Pasábamos, es un decir, de Peter Pan a Julio
César. Leíamos unas primeras biografías y algunos textos accesibles sobre el
pasado de Grecia y Roma, sobre Carlos V o Lincoln. Uno navegaba por el Amazonas
en canoa y se oía el chasquido de los cocodrilos deslizándose en busca de su
presa. Descubrimos que había seres desgraciados habitando entre las gárgolas de
Notre Dame. Y así fuimos siendo lo que teníamos que ser. La lectura algo tiene
que ver con la cuestión del sentido de la vida. También tiene que ver con la
madurez sobre todo si la alternativa no es otra que el infantilismo de la
PlayStation.
A lo mejor nos indujo a leer un profesor
que fumaba en pipa. Eso es: la pasión de leer casi siempre sería una
transferencia de particular a particular. De padre a hijo, de hermana a
hermano, de un profesor a un alumno. Estas cosas funcionan poco si se quieren
hacer por aspersión, como lanzando nubes de sustancia fertilizadora desde una
avioneta de vuelo bajo. Es por la misma razón que en una biblioteca solo son
fundamentales los libros, en su mayor abundancia, nunca excesiva, y el
silencio. Lo que se llaman actividades paralelas son una pérdida de tiempo y
dinero. Son el peaje de lo lúdico. La lectura, por contra, es la gran paradoja
de algo perfectamente serio y a la vez profundamente divertido.
Del fracaso de nuestro
sistema educativo uno de los rasgos más grotescos es que no haya sido capaz de
explicar a los alumnos que el pequeño esfuerzo que representa ponerse a leer un
libro tiene grandes compensaciones en relativamente poco tiempo. Son
compensaciones que pueden durar una vida. Tienen un valor vital y espiritual,
pero también utilitario, como haber memorizado la tabla de multiplicar. En
tediosas sesiones de clase de aritmética la repetición con sonsonete de las
tablas de multiplicar grababa en nuestra memoria, por un elemental efecto
mnemotécnico, el dos por dos son cuatro, seguramente hasta la fecha de hoy. A
veces uno duda sobre el siete por ocho o el seis por nueve pero no hasta el
punto de tener que recurrir a una calculadora. No creo que tuviéramos muchos
otras cosas que hacer en aquellos años de preadolescencia. El tiempo dedicado a
memorizar las tablas de multiplicar era un tiempo muy bien aprovechado. Tanto
como buscar palabras en el diccionario o ubicar la Patagonia en un atlas. Luego
vendrían el álgebra, traducir del latín, el placer de redactar o comprender que
el pensamiento podía organizarse en sistemas.
No es que en los años cincuenta fuésemos
una gran generación de lectores. Saldrían uno o dos por clase. Eso ya es mucho,
pero también es importante que el resto quedase en igualdad de condiciones,
sabiendo leer, con un vocabulario más amplio que el actual y, dicho sea de
paso, con nociones ortográficas y caligráficas más sólidas que las que depara
un sistema muchísimo más caro, de más duración y universalidad. Algunos quizás
se lo deban a un profesor de gramática que fumaba en pipa y tenía la capacidad
de sugerir el significado perenne de la lectura. De particular a particular.
Tal vez nos hiciera leer el viaje de la balsa Kon-tiki, el diario de Anna
Frank, La isla del tesoro o aquella colección de cuando los grandes hombres
eran niños. Luego atinamos a leer unos primeros poemas, un poco como quien
entra a tientas y a ciegas en la cueva del tesoro.
Hoy vemos pasar los autobuses y la figura
de alguien con la cabeza inclinada sobre un libro tiene trazos de estampa
antigua. Tantas reformas educativas, tantos planes de estudio y lectura para
que todos leamos menos. Han fracasado incluso los métodos de lectura que
pretendían saltarse lo que se consideraban prácticas pedagógicas obsoletas y
que haría falta reinstaurar ipso facto. Nos ha ido fallando aquel buen profesor
que fumaba en pipa.
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