Durante el siglo XVIII, y especialmente en su segunda mitad, se produjo un notable incremento de la población europea. Aun cuando por la imposibilidad de conocer los totales exactos de población, las cifras que se manejan no son sino indicadores de magnitud y tendencias y pueden variar de unos autores a otros, las estimaciones de J. N. Biraben muestran una Europa (Rusia excluida) que pasaría de 95 millones de habitantes, aproximadamente, en 1700, a 111 en 1750 y a 146 en 1800: Se trata, pues, de un crecimiento de más del 50 por 100 en el siglo, que equivale a un ritmo anual del 0,43 por 100. Y si nos fijamos sólo en la segunda mitad, el crecimiento es de casi un tercio (tasa anual: 0,55 por 100). Era el mayor incremento demográfico conocido hasta entonces y cerraba la época del crecimiento discontinuo, en que cada etapa de expansión era seguida por otra de estancamiento o descenso -con lo que aquéllas no dejaban de ser simples recuperaciones-, inaugurando la del crecimiento sostenido, que persiste en la actualidad. Los historiadores, al referirse a ello, hablaban todavía no hace muchos años de la revolución demográfica iniciada en el siglo XVIII. La reciente multiplicación de los estudios de demografía histórica, sin embargo, no ha permitido apuntalar dicha interpretación. Por el contrario, hoy se subraya más la modestia del crecimiento de la población durante el Setecientos comparado con el que tendrá lugar en el siglo siguiente y, sobre todo, la esencial permanencia del denominado régimen demográfico antiguo. Las modificaciones producidas en el XVIII, valoradas en su justa medida, no aparecen sino como los tímidos comienzos de la transición al régimen demográfico moderno -o, simplemente, transición demográfica-, realizada en un proceso lento, complejo y diverso, según los países, y que no se afianzará definitivamente hasta muy avanzado el siglo XIX. Parece cierto que la población crecía no sólo en Europa. La búsqueda de una explicación de conjunto no se ha mostrado, sin embargo y por el momento, muy fecunda: únicamente el posible debilitamiento de las epidemias en general, quizá por desconocidos procesos biológicos, o bien modificaciones climáticas, que influirían en la mejora general de las cosechas, podrían afectar a todo el globo. Dadas las actuales dificultades para avanzar más por este camino, limitaremos nuestra exposición al caso europeo, mejor conocido, y donde, por otra parte, encontraremos diversidad de situaciones fruto de la conjunción de factores no siempre idénticos. Porque, si bien el crecimiento de la población europea fue prácticamente general, la diversidad entre los distintos países J.-P. Poussou habla de crecimientos más que de crecimiento-, incluso entre las regiones de un mismo país, como corresponde a una realidad socio-económica aún muy fragmentada, fue grande, y, aunque un tanto artificiosamente, podríamos señalar tres grandes grupos. En el bloque de mayor crecimiento estarían los bordes orientales de Europa, por una parte; Irlanda, por otra. Prusia oriental, por ejemplo, pasará de 400.000 a 880.000 habitantes; Pomerania, de 210.000 a 400.000, aproximadamente; Silesia, de 1 millón a 1,7 millones. Hungría, que sobrepasaba ligeramente los 4 millones de habitantes en 1720, llegará a algo más de 7 millones en 1786. El Imperio ruso pasó de unos 15 millones hacia 1720 a más de 37 millones a finales de siglo. En el otro extremo de Europa, Irlanda, con algo más de 2 millones de habitantes a principios de siglo y 5 millones, aproximadamente, hacia 1800, duplicaba ampliamente su población. En un plano intermedio, pero superando el crecimiento medio, podemos situar a Inglaterra-Gales, que de poco más de 5 millones de habitantes en 1700 pasa a 5,7 millones a mediados de siglo -el ritmo es todavía moderado- y, en una gran aceleración, a algo más de 8,5 millones en 1800. Y también a los Países Bajos austriacos: de algo más de 1,5 millones de habitantes a principios de siglo, se aproximarán a los 3 millones en 1790. Finalmente, hubo otros países de crecimiento más moderado. Son, por ejemplo, Francia -el país más poblado de Europa-, que contaría con 22 millones de habitantes, aproximadamente, en 1700, 24,5 millones en 1750 y sólo algo más de 29 millones en 1800; España, que pasaría de 7,5-8 millones de habitantes a 10 millones, aproximadamente, a lo largo del siglo y con un desequilibrio regional en favor de la periferia; o el conglomerado de Estados italianos, con 13,2 millones de habitantes en 1700, 15,3 millones en 1750 y algo menos de 18 millones al acabar el siglo, siendo en este caso el Reino de Nápoles la zona que creció a mayor ritmo. Las peculiares circunstancias socio-económicas de cada país pueden ayudar a explicar los diferentes ritmos y pautas de crecimiento. Aunque los mayores incrementos de población no tienen porqué corresponder necesariamente a los países de mayor crecimiento económico o con transformaciones más importantes en este campo. Así, por ejemplo, la elevada tasa de crecimiento irlandés durante la segunda mitad del XVIII estaría relacionada con la demanda de sus productos agrarios desde Inglaterra, la roturación de tierras y la difusión de la patata como alimento básico en la isla, lo que permitió mantener una población creciente a niveles de mera subsistencia y en un equilibrio precario... que terminará por romperse con la Gran Hambre de mediados del XIX, causante de una elevadísima mortalidad y del éxodo masivo en los años siguientes. En Pomerania, Prusia oriental y Silesia se combina la todavía inconclusa recuperación de los trágicos efectos de la Guerra de los Treinta Años con la decidida acción colonizadora y de atracción de inmigrantes por parte de Federico II. En la base del gran crecimiento húngaro está también la inmigración y recolonización de la Llanura tras su reconquista a los turcos. Al hablar de Inglaterra y los Países Bajos austriacos hay que hacer referencia, necesariamente, al proceso de crecimiento económico que estaban experimentando, así como el caso francés, de crecimiento ralentizado, suele explicarse por el excesivo tradicionalismo de su economía. Al final del siglo que estudiamos, en un mundo muy desigualmente ocupado, había continentes enteros prácticamente vacíos. En Oceanía apenas había presencia humana, América no llegaba a 0,6 habitantes/km2 y África tenía una densidad de 3,4 habitantes/km2. También en el Viejo Continente había, por el Este sobre todo, zonas inmensas casi despobladas. En conjunto, las tres cuartas partes de la superficie emergida terrestre sólo estaban ocupadas por la quinta parte de la población. El contraste era brutal: en China y la península indostánica (décima parte de la superficie) vivía algo más de la mitad de la población mundial. Y Europa (3,6 por 100 de la superficie global) concentraba al 15 por 100 de la población mundial, alcanzando una densidad media de 30 habitantes/km2. Los mecanismos demográficos mediante los que se produjo el crecimiento parecen ser bastante generales, observándose un ligero descenso de la mortalidad frecuente, pero no sistemáticamente acompañado de cierto incremento de la fecundidad -elemento este último, sin embargo, decisivo en algún caso concreto-. Pero todavía, insistimos, dentro del antiguo régimen demográfico, cuyas características generales vamos a recordar.
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