Los purificadores
por Mario
Vargas-Llosa
ELPAIS, Madrid, 23 de enero de 2000
http://aaargh.vho.org/espa/enemigo/llosa.html
Hace veinte o treinta
años si había un hecho histórico que el mundo entero reconocía a rajatabla era
el Holocausto, el exterminio de seis millones de judíos por el régimen nazi y
sus vasallos. Una mayoría lo condenaba con horror, y, sin duda, una minoría de racistas
fanáticos lo celebraba en secreto. Pero nadie, con sentido común, se hubiera
atrevido a negar que la Shoa ocurrió, pues las pruebas y testimonios del
incalificable genocidio eran abrumadores. En plazo tan breve, las cosas han
cambiado. Y, en una demostración más de los poderes de la ficción, y su
capacidad para contaminar de fantasía y mentira todos los aspectos de la vida
-incluida la Historia-, el Holocausto ha pasado a ser una verdad controvertida,
a la que una corriente intelectual y política que recluta sus adeptos no sólo
en los márgenes extremistas sino, también, en sectores respetables y
prestigiosos de la inteligentzia,
pone en tela de juicio y rebate, como una fabricación ideológica.
Ha puesto el tema de actualidad el
juicio, entablado en Londres, por el historiador británico David Irving contra la
norteamericana Deborah Lipstadt, que,
en su libro Denying the Holocaust: the Growing Assault on Truth
and Memory ("Negando el Holocausto: el ataque creciente contra
la verdad y la memoria") acusa a Irving de antisemitismo y de
"haber aplaudido el internamiento de los judíos en campos de
concentración". El historiador dice que estas acusaciones son falsas,
equivalen a un linchamiento profesional, y exige reparaciones. En verdad,
Irving, especialista en temas alemanes y autor de varios libros sobre el Tercer
Reich, es mucho más sutil y peligroso que un antisemita explícito: es un
anti-anti nazi, que es la manera más inteligente de seguir promoviendo, en los
tiempos modernos, el odio y la guerra contra los judíos.
En sus libros y
conferencias no niega que murieran algunos millones de judíos durante la guerra
mundial; niega que Hitler hubiera
firmado un solo documento ordenando el genocidio, e, incluso, ofrece por el
Internet mil dólares a quien pruebe que está errado. Niega también que
existieran cámaras de gas, las que, a su juicio, podrían haber sido construidas
por los polacos, después de la guerra, para atraer turistas. Los campos de
exterminio nazi, como Auschwitz, eran simples campos de trabajo donde, durante
la contienda, claro está, "murió mucha gente". El Holocausto sería
una leyenda, fabricada de pies a cabeza por los lobbies judíos, y por razones
políticas, entre ellas la defensa de los intereses de Israel.
Tesis similares a las
del historiador británico han circulado también por Francia, a través de varias
plumas. Una de ellas, la del historiador Robert Faurisson, que, en una tesis doctoral,
pretendió demostrar la inexistencia de las cámaras de gas. Su libro dio origen
a una sonora polémica, y terminó en un proceso en el que Faurisson fue
condenado a una multa de cien mil francos por violar la ley francesa "contra
el racismo y la negación de los crímenes contra la humanidad" aprobada en
1972. Pero el más famoso de los "negacionistas" -o anti-anti nazi-
francés es el veterano Roger
Garaudy, antiguo ideólogo del Partido Comunista, convertido primero al
cristianismo y ahora al islamismo, cuyo libro, Los mitos fundadores de la
política israelí, también condenado por los tribunales franceses y alemanes
por negar el Holocausto, se ha convertido en una
especie de Biblia contemporánea del novísimo anti-semitismo, el que se enmascara
detrás de ropajes menos impresentables: anti-sionismo, nacionalismo,
cristianismo, anti-comunismo.
En el último número de Les Temps Modernes aparecen tres ensayos
escalofriantes sobre la ofensiva intelectual que, en dos países de la Europa
Central -Hungría y Rumanía-, cuna del más rancio y virulento antisemitismo,
llevan a cabo los anti-anti nazis, multiplicando las iniciativas para purificar
la historia reciente de sus países de toda responsabilidad en la Shoa, y, al
mismo tiempo, para reivindicar, limpiada, la imagen de gobiernos, líderes y
partidos políticos que colaboraron con Hitler y contribuyeron de manera
decisiva con las deportaciones y matanzas de judíos. El profesor George Voieu, de la Universidad de
Bucarest, revela, por ejemplo, la influencia que el libro de Roger Garaudy
ejerce entre los intelectuales nacionalistas rumanos, que lo citan con respeto,
como una fuente valiosa de consulta, y una baza en su campaña a favor de la
rehabilitación histórica del mariscal Ion Antonescu, el dictador aliado de Hitler y diligente proveedor
de los campos de exterminio nazis con judíos rumanos, que fue ejecutado en 1946
por crímenes de guerra. No sólo el mariscal es objeto de estos empeños; también
un partido fascista y antisemita, la Guardia de Hierro (asimismo conocida como
La Legión del Arcángel Miguel), creada en 1927 por Corneliu Zelea Codreanu, y que ayudó a Antonesco a tomar el poder
en 1940, reaparece en el debate histórico revisionista, con el rostro mejorado,
como una fuerza política que, pese a sus errores, defendió la religión y la
identidad rumana cuando se hallaban en peligro de extinción.
Por su parte, en la
misma revista, Randolph L. Braham,
pasa revista a los esfuerzos intelectuales que tienen lugar en Hungría para
exonerar al gobierno de Horty, otro leal aliado de Hitler durante el conflicto
mundial, de los 600.000 judíos húngaros asesinados en los campos de
concentración con la entusiasta colaboración de las autoridades magiares.
También en ese caso, la llave maestra de la operación es el chantaje
nacionalista. Los 'purificadores' históricos silencian los intentos de reabrir
el debate sobre la responsabilidad de la sociedad y las autoridades de Hungría
en el exterminio de esa comunidad, acusando a quienes lo intentan de
"traidores" que calumnian al pueblo húngaro presentándolo como
fascista.
Los purificadores no han
ganado la batalla, desde luego, y es dudoso que la ganen. Pero, poco a poco,
han ido consiguiendo que una realidad histórica reciente, incontrovertible y
atroz, la aniquilación de seis millones de judíos, vaya moviéndose del dominio
de la historia, que se supone objetivo y científico, al sinuoso e inestable de
la política, que subjetiviza los hechos y los disuelve con facilidad en
escurridizas sombras chinescas. Es un gran éxito de los anti-anti nazis que
mucha gente erice sus antenas críticas cuando se habla de la Shoa, porque teme
que este tema encubra una defensa cerrada, acrítica, del Estado de Israel,
temor que es un puro disparate, claro está. También lo es suponer que los
horrores del Gulag comunista anulan los del Holocausto nazi. Las ideologías que
inspiraron ambos crímenes contra la humanidad eran distintas, pero la
vertiginosa crueldad y la descomunal estupidez reflejada en esas matanzas no se
pueden juzgar ni condenar comparativamente, porque no existió entre ellas la
menor relación de causa a efecto, como tratan de probar los purificadores nazis
(o los comunistas deseosos de atenuar los extremos del Gulag agitando el
espectro de las cámaras de gas). Hitler no exterminó a los judíos para
defenderse de la URSS, sino porque los consideraba una raza inferior y vil; y
los asesinatos de Stalin no tenían como objetivo defender al socialismo contra
la amenaza nazi, sino acallar las críticas y blindar su poder absoluto. El Gulag
y Auschwitz sólo pueden relacionarse como dos manifestaciones de los excesos
monstruosos a que puede llegar el fanatismo cuando se alza con el control
totalitario de una sociedad.
Sin embargo, en los tres
ensayos de Les Temps Modernes se
advierte que, junto con los argumentos chovinistas y nacionalistas, los
purificadores se valen con mucha frecuencia del Gulag como una explicación, un
atenuante, y hasta un eximente, del Shoa. Éste es, más o menos, el aberrante
razonamiento. Los horrores de los campos de concentración nazis hay que
enmarcarlos dentro del contexto de una lucha contra el comunismo, una fuerza
creciente que amenazaba extenderse por toda Europa y esclavizarla. Muchos
dirigentes, agitadores y responsables comunistas, tanto en la URSS como en Europa
Central y, por supuesto, en Alemania, eran judíos. Esto explica que la lucha
contra el comunismo, por la defensa de la soberanía nacional, la religión
cristiana y la cultura propia se tiñera a veces de lamentables ribetes
antisemitas. Y los espantosos crímenes que se cometían, en nombre del marxismo
y la sociedad sin clases en la URSS de Stalin, explican -aunque no los justifiquen- los extremos
exagerados a que llegó el Tercer Reich.
Este razonamiento es
aberrante, ante todo, porque es falso. El exterminio de los judíos no fue
decidido por razones políticas sino racistas, es decir, con prescindencia total
de lo que ocurría con la URSS, un régimen con el que Hitler no tuvo empacho,
incluso, en aliarse por un tiempo. Y, por lo demás, la verdadera magnitud de
los crímenes de los campos de concentración soviéticos no fue conocida sino
después de la segunda guerra, entre otra razones, porque, como relata Solzjenitzin en el Archipiélago
del Gulag, las peores matanzas en aquellos centros de exterminio estalinianos
tuvieron lugar no antes sino después de la derrota del nazismo. Pero, aun si no
hubiera sido así, aun si, como sostienen los purificadores, el Holocausto
hubiera sido una "reacción desproporcionada" a las violencias
cometidas por Stalin, ¿en qué forma disminuiría o entibiaría este hecho la
apocalíptica crueldad de aquel crimen colectivo cometido contra seis millones
de personas, buen número de las cuales eran niños y ancianos, por el mero hecho
de pertenecer a una colectividad cultural y étnica distinta?
El Holocausto es uno de
esos hechos que nos dejan anonadados, que parecen, por su salvajismo y
enormidad, fuera del alcance de la razón humana. Y, sin embargo, no es cierto.
Fue, más bien, el resultado de unas ideas y convicciones perfectamente claras,
a las que el poder absoluto y el fanatismo permitieron llevar a la práctica. La
sociedad alemana tuvo la responsabilidad mayor, por haber aceptado a Hitler y
al nazismo, que nunca ocultaron sus propósitos racistas, pero el antisemitismo
no fue, ni es, una enfermedad alemana, sino una plaga muchísimo más extendida,
y con raíces, todavía no extirpadas, en sociedades tan cultas y democráticas
como la francesa o la sueca, según han venido a recordarlo incidentes muy
cercanos. Para entender la Shoa es imprescindible investigar a fondo el origen
y la expansión de aquel virus antiquísimo, y sus constantes metamorfosis, así
como la responsabilidad de cada sociedad y cada pueblo con lo sucedido en
Auschwitz. Pero no está ocurriendo, y, por eso, la operación purificadora de
los Irving, Faurisson, Garaudy y muchos otros, continúa, impertérrita, su tarea
de convertir la historia en ficción y de alcanzar una cierta legitimidad en
nombre de la defensa de la soberanía cultural. Así, por ejemplo, un prestigioso
intelectual húngaro, Sandor Csoôri (citado
por Randolph L. Braham) acusó, no hace mucho, a "la comunidad liberal
judía húngara de querer 'asimilar' a los magiares a su manera de ser y de
pensar".
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