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'Perrhijos'
Juan Manuel de Prada, 4 de junio de 2022
Leo en
estos días un reportaje donde se proclama la consolidación de un nuevo «modelo
de familia multiespecie», donde los niños son sustituidos por mascotas, muy
especialmente por perros. En España, el número de perros (9,3 millones) supera
holgadamente el de niños menores de quince años (apenas 6,7 millones); y en
algunos lugares, como Madrid, los perros triplican a los niños.
Inevitablemente, este ‘modelo de familia multiespecie’ está favoreciendo
fenómenos jurídicos y sociales que hasta hace poco nos parecerían más bien
ocurrencias propias de un esperpento: las parejas que se divorcian firman
convenios de ‘custodia compartida’ sobre sus perros; los testamentos los
incluyen en lugar predominante; y se organizan grotescos velatorios para
despedirlos.
Evelyn Waugh escribió una sátira feroz titulada Los
seres queridos, cuyo protagonista se emplea en una empresa
dedicada a brindar servicios funerarios de primera calidad para mascotas:
enterramientos de canarios, embalsamamiento de perritos, cremación de gatitos cuyas
cenizas son después arrojadas al aire desde una avioneta, etcétera. Y, en los
aniversarios de la muerte de sus mascotas, los clientes reciben en casa una
ridícula tarjeta, muy jubilosamente decorada, en la que pueden leer que su
mascota está feliz en el cielo, meneando la cola. Menos partidario de la sátira
que del exabrupto, Léon Bloy compara las tumbas de un cementerio de pobres,
«incultas, abandonadas por completo, áridas como la ceniza», con las tumbas de
un cementerio de perros que los ricos han erigido en una isla del Sena, para
enterrar allí a sus mascotas domésticas, con tumbas de mármol, monumentos
suntuosos y epitafios ridículos. Y Bloy se pregunta entonces «si la tontería,
decididamente, no es más odiosa que la misma maldad»; y también si es «el
resultado de una idolatría demoníaca o de una imbecilidad trascendental».
Tal vez sea el resultado de una combinación de ambas. Puesto
a catalogar las diversas expresiones del amor humano, C. S. Lewis se detenía a
analizar la naturaleza del afecto que a veces profesamos a los animales,
mediante el cual subsanamos «la atrofia del instinto que nuestra inteligencia
impone, nuestra excesiva autoconciencia, las innumerables complicaciones de
nuestra situación, la incapacidad de vivir en el presente». Pero, con
frecuencia, ese afecto encubre otras intenciones: «Si usted necesita que le
necesiten –prosigue Lewis–, y en su familia, muy justamente, declinan
necesitarle a usted, un animal es obviamente el sucedáneo. Puede usted tenerle
toda su vida necesitado de usted. Puede mantenerle en la infancia
permanentemente, reducirlo a una perpetua invalidez, separarlo de todo lo que
un auténtico animal desea y, en compensación, crearle la necesidad de pequeños
caprichos que sólo usted puede ofrecerle». De este modo, la mascota se
convierte en el sumidero de nuestro egoísmo, en ese simulacro de hijo que no se
queja, que no lanza reproches, que no nos amonesta, que no nos suelta de vez en
cuando una terrible verdad. Lewis no llega a designar la forma de depravación
que anida al fondo de este afecto egoísta a los animales, aunque se atreve a
proponer que «quienes encuentran en ellos un consuelo frente a las exigencias
de las relaciones humanas deberían examinar sus verdaderas razones».
Mucho menos contemporizador que C. S. Lewis, Joseph Roth, en La
cripta de los capuchinos, se atreve a lanzar una reflexión
incómoda: «Siempre me ha parecido que los hombres que aman a los animales
emplean en ellos una parte del amor que debieran dar a los seres humanos; y me
di cuenta de lo justa que era esta apreciación cuando comprobé casualmente que
los alemanes del Tercer Reich amaban a los perros lobos, a los pastores
alemanes. ¡Pobres ovejas!, me dije». Una apreciación que hoy se vuelve mucho
más nítida y enojosa que en la época del Tercer Reich. Pues nuestra generación,
que encumbra a sus mascotas a la categoría de hijos (unos hijos que no pueden
interpelarnos, que no pueden sacarnos los colores, que no pueden acusarnos, que
no pueden escupirnos en la cara), asume que la vida humana ha dejado de ser
inviolable, asume que no todos los seres humanos son dignos de protección, ni
en todas las etapas de su vida. Como nos recuerda Chesterton, tras el
ideal de tratar a los animales como si fuesen seres humanos, se esconde el
secreto anhelo de tratar a los seres humanos como si fuesen animales.
Es el resultado de una imbecilidad trascendental, pero también de
una idolatría demoníaca. Y es el emblema de una época sin futuro, condenada al
basurero de la Historia; que, por supuesto, tendrá el atildado aspecto de aquel
cementerio de mascotas que sublevaba a Bloy. Pues la abyección gusta de
expresarse mediante la cursilería.
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