OPINIÓN La película Serpico, dirigida en 1973 por Sidney Lumet y protagonizada por Al Pacino, relata las vivencias personales de Francesco Vincent Serpico, que fue oficial de policía del Departamento de Policía de Nueva York y el primer agente en declarar como testigo contra la corrupción policial. El drama personal de Serpico comienza cuando rehusa aceptar sobornos de los criminales, una práctica habitual entre sus compañeros. A partir de esa decisión, los demás policías rehúsan trabajar con él porque, en su opinión, ya no es de fiar. Pero Serpico no se arredra. Y tras ser testigo de numerosas prácticas violentas, extorsiones, sobornos y otras formas de corrupción policial, decide denunciar la situación, lo que a punto está de costarle la vida. Por qué nadie hace lo correcto La historia de Serpico es un ejemplo de lo costoso que resulta oponerse individualmente a la malas prácticas cuando están institucionalizadas. En estas situaciones en las que ya no rigen las reglas formales –es decir, la ley– sino otras informales, los sujetos toman sus decisiones en función de las expectativas, es decir, anticipando qué es lo que harán los demás. Si el individuo se convence de que todos se plegarán a las malas prácticas, renunciará a hacer lo correcto porque descontará que le supondrá graves perjuicios, la exclusión y, en los casos más extremos, la muerte. Cuando de arriba hacia abajo los miembros de una sociedad actúan bajo el “síndrome de Serpico”, resulta casi imposible detener la degradación. El círculo vicioso de las expectativas, ese anticipar cómo actuarán los demás para obrar en consecuencia, se constituye en un robusto mecanismo que sólo es posible desactivar si existen palancas lo suficientemente consistentes a las que los ciudadanos honrados puedan aferrarse. Estas palancas son unas instituciones fuertes, neutrales e impersonales, como pueden ser la Justicia independiente, un Parlamento que realice su función de fiscalizar al Gobierno, organismos reguladores y contrapoderes independientes y, por supuesto, medios de información que denuncien los excesos sin distinción, sin jugar al intercambio de fichas. Desgraciadamente, en la práctica España carece de esas instituciones neutrales. La Justicia, en sus más altas jurisdicciones, no parece independiente; el Parlamento está sometido a la voluntad de los jefes de los partidos y los diputados se limitan a apretar un botón; los órganos reguladores son dirigidos por personas seleccionadas por los políticos; y los grandes medios de información se someten a las consignas partidistas para obtener licencias y cuantiosos beneficios en un mercado cautivo. Por lo tanto, lo que tenemos en realidad es un modelo político sometido a un robusto equilibrio de expectativas. Un sistema que, con el tiempo, ha escapado a todo control externo. Y los gobernantes sólo atienden a sus necesidades y a las de los grupos de intereses, no a las del país. Esta es básicamente la crisis española. Promocionar al menos ejemplar Hoy, la política es la expresión del tacticismo de quienes ocupan la jefatura de los partidos. Y a la estela de su robusto mecanismo de expectativas, toman decisiones todos los demás. Los parlamentarios no rinden cuentas a sus electores sino a quienes les colocan en las listas; los jueces con aspiraciones saben bien lo que les conviene si no quieren dejar de ascender. Y tanto a unos como a otros, no se les promueve en función de sus cualidades sino porque favorecen al Poder. Incluso, se promociona a los menos ejemplares, porque los pecados cometidos en el pasado constituyen un mecanismo de seguridad adicional. Y lo mismo puede aplicarse a todos los que aspiran a ocupar un alto cargo en el sistema institucional español. Teniendo en cuenta todo lo anterior, cuando se alude a Ciudadanos y a la “necesaria” alianza con Rajoy, la cuestión de fondo no es si debe o no apoyar un gobierno del PP, sino si al hacerlo no sucumbirán al resistente sistema de expectativas que hoy tiene en el Partido Popular, y muy especialmente en Mariano Rajoy, a su más decidido defensor; es decir, la cuestión es si en Ciudadanos están dispuestos a ser el Serpico español o, por el contrario, terminarán haciendo lo que los demás. Si atendemos a los antecedentes, no hay demasiados motivos para el optimismo. Ya el programa electoral de Ciudadanos de la pasada campaña sufrió una devaluación considerable. Además de ceder a lo políticamente correcto en cuestiones cruciales, las medidas de política ordinaria ganaron protagonismo en detrimento de las propuestas de reformas institucionales, que, sin ser ideales, estaban expresadas con mucha más nitidez en el anterior. Y diríase que en Ciudadanos poco a poco van interiorizado que, para tocar poder, hay que someterse al sistema de expectativas que rige la política española. Rivera debe concretar qué es “su” regeneración Lo peor, pues, no sería que Ciudadanos pactara con el PP un acuerdo de legislatura sino que se convirtiera en un peón más. Y que, so pretexto de que lo importante es lo urgente, Rajoy neutralizara cualquier intento de dotar al sistema institucional de esas poderosas palancas que la democracia necesita. En este sentido, ayer Albert Rivera advirtió al Rajoy que “tan legítimo es que unos partidos no quieran regenerarse como que nosotros no queramos formar parte de ese Gobierno”. Y lo hizo justo cuando Ciudadanos y el PP alcanzaban un primer acuerdo que marca el camino del desbloqueo de la investidura: sumar sus fuerzas para constituir la Mesa del Congreso. Sin embargo, hace ya demasiado tiempo que Rivera habla de regeneración en abstracto, sin concretar, sin ponerle nombres y apellidos. Y eso da qué pensar. Es sabido que Mariano Rajoy no quiere oír hablar de reformas que afecten al modelo político, ni siquiera está dispuesto a reconocer un secreto a voces: que la división de poderes en la práctica no existe. Y no es especular demasiado deducir que lo que quiere Mariano es contar con Ciudadanos para formar Gobierno y, luego, llegar a acuerdos puntuales en política ordinaria sólo cuando suene la campana; pero en lo demás, marear la perdiz. Además, Rajoy cuenta con un poderoso pretexto que le va a permitir distraer la política constitucional: las exigencias de la Unión Europea de reducción del déficit y, habida cuenta de que nadie va a meter mano al gastos estatal, la necesidad aplicar nuevas subidas de impuestos. Sólo con eso se irá gran parte de la legislatura, la calle se agitará y la polémica estará servida en los medios de información. Y Rajoy aprovechará para ignorar la regeneración, tal y como hizo la pasada legislatura. Así pues, si Rivera quiere de verdad tomar la iniciativa y demostrar que no va de farol, debería poner por escrito en qué consiste exactamente su regeneración, hacerlo público y colocar a Rajoy frente al espejo antes de negociar. Y no me refiero a ese horror de 350 soluciones para 350 problemas, que figuraba en la portada de su pasado programa electoral. Porque pactar una nueva ley de educación, incluso una reforma laboral maravillosa no es lo que España necesita, por más que lo pueda parecer. Son los cimientos de la casa los que precisan una profunda revisión. ¿Se atreverá Rivera a enunciar tres o cuatro frases que definan su proyecto de regeneración antes de sentarse a la mesa con Rajoy? Pronto lo sabremos. A Serpico ser fiel a sus principios casi le cuesta la vida. Pero al menos pudo aferrarse a unas instituciones norteamericanas sólidas y solventes. En España, ni Rivera ni nadie las tendrá a su disposición. De hecho, se trata de su instauración. Ahí es nada. Seamos pues moderadamente pesimistas.
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