La España de la insignificancia tecnológica - Jot Down
Cultural Magazine
La España de la insignificancia tecnológica
Pablo Artal
Hace unos
años [2018] tuve la fortuna de recibir el premio nacional de investigación Juan
de la Cierva. Fue un honor que compartí con otros colegas en una ceremonia de
entrega de los premios por parte de los reyes. Los periódicos y medios de
comunicación de ese día se hicieron escaso eco del acto. No recuerdo ninguno
que glosara el trabajo o las investigaciones de ninguno de los premiados. Un
periódico de tirada nacional centró su noticia del asunto criticando
amargamente que los cinco premiados de ese año fuéramos hombres. Y en algunos
medios de naturaleza más ligera, se mencionaba el acto sólo para dar detalles
del vestido, azul para más señas, que había llevado la reina ese día.
Les hablo de
esta anécdota sin ningún resentimiento y sin haber deseado en su momento una
mayor exposición mediática. Es sólo un ejemplo, y creo que bastante
significativo, de la escasa relevancia que tiene en nuestro país la ciencia y
la tecnología. Por otro lado, nada que sea desconocido a los lectores. [Otro
profesor ya ha tratado el tema de la ciencia como un mal español. Poco
más que añadir a sus palabras, salvo decir que, en comparación con su
transferencia y el desarrollo de tecnología, la situación de nuestra ciencia
podría considerarse una autentica maravilla].
Lo cierto es
que la diferencia con los países líderes se agranda al comparar nuestra
capacidad de proteger y utilizar el conocimiento. Siendo grande el desamor
patrio a la ciencia lo es aún más a la posibilidad de que algún avance hecho
aquí prospere y se convierta en un éxito económico. Esto es una anomalía
que produce una sima que nos separa del mundo más avanzado y nos hace realmente
diferentes. La manifestación más clara de esta anomalía son las patentes. O
mejor dicho el increíble, y ridículo, número de patentes que se producen en
España. Es posible que alguno de ustedes le parezca que este asunto no deja de
ser menor, y lo cierto es que al menos nadie parece estar muy preocupado por
él. Pero un país sin patentes es un país sin futuro. O al menos, un país sin un
futuro realmente independiente. Y en nuestro caso, se podría sin grandes
reparos poner la frase en presente. Ya somos un país muy dependiente en la
mayoría de los ámbitos [como se ve en el concepto déficit energético].
La patente
es un derecho otorgado por los diferentes estados para explotar en exclusiva un
invento o una tecnología. El titular de la patente tiene la exclusividad del
uso de la invención, bien directamente o mediante licencia a terceros para que
la exploten. Esto ocurre durante la vigencia de la patente, una vez concedida,
que suele ser de veinte años. Tras la caducidad de la patente cualquiera podrá
hacer uso de la tecnología sin necesidad del consentimiento del titular, al
quedar ya la invención en el dominio público. Un país sin patentes tendrá
limitado el acceso directo a los mercados más competitivos y se conformará con
reusar tecnologías que tengan más de 20 años o exponerse a litigios si copia
las que están vigentes de otros. Casi me resisto a darles algunos datos sobre
el número de patentes españolas. Son realmente escandalosos y deberían sonrojar
a nuestros políticos, tanto a los presentes como a los pasados. En un año
reciente, en el mundo se presentaron más de 240.000 patentes internacionales.
De ellas, poco más de 1.400 fueron españolas, un magro 0’5%. Alemania en ese
mismo año presento 19.000 patentes. Suponiendo que tiene una población doble
que España, su tasa de patentes es siete veces mayor. Lo que puede que les
resulte aún más impactante es que muchas de las grandes empresas tecnologías
por sí solas presenten más patentes que toda España. Por ejemplo, la empresa
china Huawei presentó en ese año más de 4.000, es decir tres veces más que todo
nuestro país.
Ya ven que
en este asunto seguimos siendo muy diferentes. Las implicaciones las intuyen,
pero quizás sea más interesantes buscar las razones. Estoy seguro de que no se
trata de una cuestión genética. Entiéndanme bien, los españoles tenemos igual
capacidad de inventiva que los suizos o los chinos. De hecho, se publican más
artículos científicos de los que nos corresponderían por población. Y muchos de
ellos sirven de base para las patentes de hacen otros. Es decir, hacemos un muy
mal negocio con nuestra propia investigación.
Nuestras
empresas patentan poco, y ahí radica la diferencia, y me temo que indica su
debilidad para el futuro. Patentar requiere inventiva y sobre todo una
infraestructura y capacidad para aprovechar lo que se patenta una vez
convertido en productos únicos y competitivos. Una patente cuesta mucho dinero
y la seguridad de que se evitará la competencia es siempre incierta. Las copias
o los productos con ligeras variaciones siempre serán una amenaza. Muchas de
nuestras empresas se conforman con no ser punteras y sobrevivir con productos
menos innovadores, y quizás más baratos. La verdadera amenaza es convertirnos
en una sociedad atrasada y dependiente. En la competición global la inventiva
bien protegida con patentes es el único atajo para asegurar el futuro. Y cuando
hay decenas de empresas de unos miles de empleados que patentan más que 47
millones de españoles, está claro que aún somos tristemente diferentes. [Spain is different!, Manuel Fraga
Iribarne, 1960]
¿De dónde
nos viene está diferencia? Nuestra historia de autarquía y aislamiento tiene
sin duda parte de culpa, pero lo triste es que tras ya muchas décadas de nuestro
sistema actual las cosas no se enderezan. En la academia la mentalidad es
pacata y nadie apuesta por una valorización de los trabajos que se realizan. A
menudo se han hecho patentes por el mero currículo, sin ningún interés en su
explotación. La realidad es que aún sigue estando mal visto cuando aparece
algún “quijote” que se atreve a salir del tiesto y funda una empresa de base
tecnológica, y lo peor es si tiene cierto éxito. Las empresas en España parece
que han vivido bien sin innovar, con productos de poco valor añadido basados en
mano de obra barata. Qué razones tendrían para adentrarse en el proceloso y
competitivo mundo de la avanzadilla tecnológica. Sigue siendo válido el que lo
hagan otros y Dios dirá después [¡Qué inventen ellos!, Unamuno, 1906]. Las
administraciones públicas tampoco se lo han creído y han apostado con cubrir el
expediente. Si la inversión en I+D está muy por debajo de la media europea, al
descontar la hecha en centros públicos los números deben ser próximos a los del
Tercer Mundo.
[] Me
permito terminar con algunas sugerencias que puedan poco a poco revertir el
proceso. No confío demasiado en las ayudas públicas, pero para el arranque de
los proyectos pueden resultar vitales. La mentorización de los jóvenes
científicos con iniciativa en aspectos de gestión empresarial podría ser de
utilidad. Los talentos no son completos y una mente privilegiada en su ciencia
puede ser muy torpe con los aspectos prácticos. Y como comentario final para
mejorar, a España le falta paciencia y le sobra envidia.
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