martes, 13 de mayo de 2014

La España de la insignificancia tecnológica

La España de la insignificancia tecnológica - Jot Down Cultural Magazine

La España de la insignificancia tecnológica

Pablo Artal

 

Hace unos años [2018] tuve la fortuna de recibir el premio nacional de investigación Juan de la Cierva. Fue un honor que compartí con otros colegas en una ceremonia de entrega de los premios por parte de los reyes. Los periódicos y medios de comunicación de ese día se hicieron escaso eco del acto. No recuerdo ninguno que glosara el trabajo o las investigaciones de ninguno de los premiados. Un periódico de tirada nacional centró su noticia del asunto criticando amargamente que los cinco premiados de ese año fuéramos hombres. Y en algunos medios de naturaleza más ligera, se mencionaba el acto sólo para dar detalles del vestido, azul para más señas, que había llevado la reina ese día.

Les hablo de esta anécdota sin ningún resentimiento y sin haber deseado en su momento una mayor exposición mediática. Es sólo un ejemplo, y creo que bastante significativo, de la escasa relevancia que tiene en nuestro país la ciencia y la tecnología. Por otro lado, nada que sea desconocido a los lectores. [Otro profesor  ya ha tratado el tema de la ciencia como un mal español. Poco más que añadir a sus palabras, salvo decir que, en comparación con su transferencia y el desarrollo de tecnología, la situación de nuestra ciencia podría considerarse una autentica maravilla].

Lo cierto es que la diferencia con los países líderes se agranda al comparar nuestra capacidad de proteger y utilizar el conocimiento. Siendo grande el desamor patrio a la ciencia lo es aún más a la posibilidad de que algún avance hecho aquí prospere y se convierta en un éxito económico.  Esto es una anomalía que produce una sima que nos separa del mundo más avanzado y nos hace realmente diferentes. La manifestación más clara de esta anomalía son las patentes. O mejor dicho el increíble, y ridículo, número de patentes que se producen en España. Es posible que alguno de ustedes le parezca que este asunto no deja de ser menor, y lo cierto es que al menos nadie parece estar muy preocupado por él. Pero un país sin patentes es un país sin futuro. O al menos, un país sin un futuro realmente independiente. Y en nuestro caso, se podría sin grandes reparos poner la frase en presente. Ya somos un país muy dependiente en la mayoría de los ámbitos [como se ve en el concepto déficit energético].

La patente es un derecho otorgado por los diferentes estados para explotar en exclusiva un invento o una tecnología. El titular de la patente tiene la exclusividad del uso de la invención, bien directamente o mediante licencia a terceros para que la exploten. Esto ocurre durante la vigencia de la patente, una vez concedida, que suele ser de veinte años. Tras la caducidad de la patente cualquiera podrá hacer uso de la tecnología sin necesidad del consentimiento del titular, al quedar ya la invención en el dominio público. Un país sin patentes tendrá limitado el acceso directo a los mercados más competitivos y se conformará con reusar tecnologías que tengan más de 20 años o exponerse a litigios si copia las que están vigentes de otros. Casi me resisto a darles algunos datos sobre el número de patentes españolas. Son realmente escandalosos y deberían sonrojar a nuestros políticos, tanto a los presentes como a los pasados. En un año reciente, en el mundo se presentaron más de 240.000 patentes internacionales. De ellas, poco más de 1.400 fueron españolas, un magro 0’5%. Alemania en ese mismo año presento 19.000 patentes. Suponiendo que tiene una población doble que España, su tasa de patentes es siete veces mayor. Lo que puede que les resulte aún más impactante es que muchas de las grandes empresas tecnologías por sí solas presenten más patentes que toda España. Por ejemplo, la empresa china Huawei presentó en ese año más de 4.000, es decir tres veces más que todo nuestro país.

Ya ven que en este asunto seguimos siendo muy diferentes. Las implicaciones las intuyen, pero quizás sea más interesantes buscar las razones. Estoy seguro de que no se trata de una cuestión genética. Entiéndanme bien, los españoles tenemos igual capacidad de inventiva que los suizos o los chinos. De hecho, se publican más artículos científicos de los que nos corresponderían por población. Y muchos de ellos sirven de base para las patentes de hacen otros. Es decir, hacemos un muy mal negocio con nuestra propia investigación.

Nuestras empresas patentan poco, y ahí radica la diferencia, y me temo que indica su debilidad para el futuro. Patentar requiere inventiva y sobre todo una infraestructura y capacidad para aprovechar lo que se patenta una vez convertido en productos únicos y competitivos. Una patente cuesta mucho dinero y la seguridad de que se evitará la competencia es siempre incierta. Las copias o los productos con ligeras variaciones siempre serán una amenaza. Muchas de nuestras empresas se conforman con no ser punteras y sobrevivir con productos menos innovadores, y quizás más baratos. La verdadera amenaza es convertirnos en una sociedad atrasada y dependiente. En la competición global la inventiva bien protegida con patentes es el único atajo para asegurar el futuro. Y cuando hay decenas de empresas de unos miles de empleados que patentan más que 47 millones de españoles, está claro que aún somos tristemente diferentes. [Spain is different!, Manuel Fraga Iribarne, 1960]

¿De dónde nos viene está diferencia? Nuestra historia de autarquía y aislamiento tiene sin duda parte de culpa, pero lo triste es que tras ya muchas décadas de nuestro sistema actual las cosas no se enderezan. En la academia la mentalidad es pacata y nadie apuesta por una valorización de los trabajos que se realizan. A menudo se han hecho patentes por el mero currículo, sin ningún interés en su explotación. La realidad es que aún sigue estando mal visto cuando aparece algún “quijote” que se atreve a salir del tiesto y funda una empresa de base tecnológica, y lo peor es si tiene cierto éxito. Las empresas en España parece que han vivido bien sin innovar, con productos de poco valor añadido basados en mano de obra barata. Qué razones tendrían para adentrarse en el proceloso y competitivo mundo de la avanzadilla tecnológica. Sigue siendo válido el que lo hagan otros y Dios dirá después [¡Qué inventen ellos!, Unamuno, 1906]. Las administraciones públicas tampoco se lo han creído y han apostado con cubrir el expediente. Si la inversión en I+D está muy por debajo de la media europea, al descontar la hecha en centros públicos los números deben ser próximos a los del Tercer Mundo.

[] Me permito terminar con algunas sugerencias que puedan poco a poco revertir el proceso. No confío demasiado en las ayudas públicas, pero para el arranque de los proyectos pueden resultar vitales. La mentorización de los jóvenes científicos con iniciativa en aspectos de gestión empresarial podría ser de utilidad. Los talentos no son completos y una mente privilegiada en su ciencia puede ser muy torpe con los aspectos prácticos. Y como comentario final para mejorar, a España le falta paciencia y le sobra envidia.

 

 













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