Si quisiera torturar a mi peor enemigo, lo obligaría a subirse a unos stilettos y andar con ellos todo
el día. Al resto de la gente le deseo la comodidad de tener los pies en el suelo protegidos por zapatos
en los que les quepan enteros. Y aunque la reina Letizia tenga el cargo institucional que tiene y sufra
la presión mediática que sufre, nada me gustaría más que verla andar con mullidas zapatillas,
anchas bailarinas, reconfortantes espardeñas o blandas venecianas. Lo bárbaro es aceptar que una
mujer, a estas alturas de la historia, en pleno siglo XXI, tenga que someterse a todo tipo de torturas
físicas por el simple hecho de ser la esposa de su marido. Un marido que se desplaza con toda la
planta bien asentada y no tiene pinta de que le duelan los metatarsos. ¿Qué extraña lógica es esa
según la cual una tiene que sacrificar hasta la salud por ser consorte? Y es que la cultura estética
dominante en Occidente es la que han impuesto los sádicos que disfrutan viendo sufrir a las
mujeres. Mediante el poderoso mundo de la moda, han cambiado nuestros gustos y preferencias
hasta el punto de que se celebra el estilo masoquista de Letizia, que es el estilo de la mayoría de las
que nacimos con un sexo tan equivocado que no podemos, según los estándares de belleza,
permitirnos el lujo de andar sin los huesos y los nervios comprimidos en esos corsés de puntera
estrecha sobre los que nos invitan a sostenernos durante jornadas enteras para transmitir una regia
apariencia de ingravidez. Qué absurdo es que tengamos que seguir con la humillación pública que
es esta sofisticada tortura inventada por hombres que no nos quieren. Busquen alguna imagen de
Manolo Blahnik y descubrirán que él suele calzar unas slippers de lo más apetecibles.
En su libro Beauty and Misoginy, la feminista Sheila Jeffreys sostiene que solo el sesgo
etnocéntrico de los occidentales hace que no percibamos como prácticas perjudiciales las de la
belleza en esta parte del mundo. Los pies vendados de las aristócratas chinas, el engorde forzado de
las mauritanas, los cuellos estirados de las mujeres jirafa o la mutilación genital nos parecen
aberraciones propias de pueblos primitivos; pero cortar narices sanas, rellenar pechos y nalgas,
promover el hambre y las restricciones alimentarias hasta la inanición o regalar dolorosas
operaciones estéticas a menores de edad no nos escandaliza en absoluto. Los salvajes son siempre
los otros, aunque nuestros sean unos cánones de belleza perversos y tremendamente misóginos.
NAJAT EL HACHMI, https://elpais.com/opinion/2024-04-26/los-pies-vendados-de-la-reina.html
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