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Indianos: de España
a América en busca de fortuna
Tiempos malos siempre
se han dado. La zozobra económica es tan común como las personas que, incluso
ante los peores temporales, sacan capa y espada para salir adelante, aunque ello signifique hacer las
maletas.
Las décadas centrales del
siglo XIX no fueron para España un camino de rosas: la industrialización
caminaba a marchas forzadas, el
ferrocarril apenas lograba salvar las sierras de nuestro país, y
el libre comercio era aún una utopía en una sociedad aún anclada a los lazos de
dependencia tradicionales.
El ascenso social estaba
sujeto a la fortuna de los apellidos, y muchos españoles consideraron que la vida era demasiado breve como para no tratar de
mejorarla. La pregunta siempre era la misma: ¿dónde
intentarlo?
La emigración estuvo
prohibida en España hasta
el año 1853, cuando el “Bienio Progresista” canceló la ley prohibicionista que tantos emigrantes clandestinos había provocado. Muchos
vieron entonces la oportunidad que estaban buscando: al otro lado del
Atlántico, las colonias americanas ofrecían la oportunidad de empezar de nuevo.
La mayoría regresaron
años más tarde sin haber amasado las fortunas con las que soñaban en España,
pero algunos entre los centenares de
miles que partieron hacia América lograron tocar con los dedos el sueño colonial del
siglo XIX: se les llamó “indianos”, y esta es su historia.
¿QUIÉNES ERAN LOS INDIANOS?
La primera condición para ser emigrante trasatlántico es habitar a una
distancia abarcable del mar. Esto circunscribe las
regiones al norte -Galicia, Asturias, Cantabria (entonces
[llamada] La Montaña) y el País Vasco–,
las Islas
Canarias, así como una menor pero importante emigración desde Cataluña, el Levante
y Andalucía.
En estas regiones existían burguesías mercantiles cuyos
miembros fueron los primeros en instalarse en ciudades como La Habana o Cartagena de
Indias, pero no representaban a la mayoría de los emigrantes
que abandonaron España.
El perfil del indiano
común respondería al siguiente arquetipo: varón,
entre los veinte y cuarenta años, humilde, soltero y alfabetizado. Esta
última característica será determinante a la hora de ascender en las colonias,
donde la mano de obra “cualificada” (en términos del siglo XIX) no abundaba.
Las provincias más
alfabetizadas de España en 1853 eran aquellas
recostadas junto al Mar Cantábrico: Asturias, Cantabria y
el País Vasco, con un 35% de su población analfabeta en 1860, se encontraban
muy por delante del 88% que no sabía leer y escribir al sur del Duero,
exceptuando la capital, Madrid.
Estas provincias de la
España húmeda recibían a su vez una importante población interior de
castellanos, manchegos, leoneses, andaluces y aragoneses que acudían en busca de oportunidades a los puertos y
minas de Asturias, Santander y Vizcaya, constriñendo las
posibilidades de empleo a los locales.
Ya lo dijo Castelao: “el gallego, antes que pedir,
emigra”. La mayoría de los asturianos, montañeses y vascos
poseía algún familiar lejano o conocido que, durante los años de prohibición,
había emigrado a América y podía engancharles en el negocio. Gracias a las
buenas conexiones de los puertos hispanos con sus colonias, “España vio partir
entre los años 1860 y 1881 a 400.000 personas.”
UNA NUEVA VIDA EN AMÉRICA
El destino de los
españoles en América era, en su mayoría, las
colonias de Cuba y Puerto Rico. En Canarias, el “derecho
de familias”, también llamado '”impuesto de sangre”, imponía a las islas el
envío de cinco familias isleñas a las colonias por cada cien toneladas de
mercancía americana que tocasen los puertos de Tenerife y las Palmas.
Dicho impuesto acabó en
1778, pero dejó una importante conexión
entre las islas y colonias como Venezuela, donde los
canarios continuaron emigrando con la derogación de las leyes anti-emigración
en 1853.
En el Nuevo Mundo, sin
embargo, no encontraron “El Dorado” que
muchos imaginaban. La abolición de la esclavitud en
ultramar era un asunto de vital importancia para España, y en las décadas de
1860 a 1880, la presión internacional (proveniente de EE.UU.
y Reino Unido, paradójicamente) obligó a muchos terratenientes y latifundistas
coloniales a buscar mano de obra
alternativa para las plantaciones cubanas y puertorriqueñas.
Fueron sobre todo los emigrantes canarios quienes se dedicaron al
cultivo y recolección de tabaco y caña de azúcar mientras
en Madrid, la “Gloriosa Revolución” de 1868 expulsaba a una monarquía acusada
de apoyar a los esclavistas españoles.
Muchos indianos, como
Antonio López, Marqués de Comillas, se opusieron enconadamente a la progresista
'Ley Moret' de 1870, que concedía la
libertad a los nacidos hijos de esclavos en las colonias de Cuba y Puerto Rico: la
esclavitud era, desgraciadamente, un negocio muy próspero en la España del
siglo XIX.
La otra cara de la moneda
la dibujaban aquellos emigrantes provenientes de las provincias más
alfabetizadas de la España húmeda. Los indianos norteños presentes en Cuba y
Puerto Rico ocupaban labores en el comercio,
la construcción, el artesanado y los servicios debido a su
mínima educación, y fueron quienes lograron
insertarse en la élite colonial cubana, mientras que
gallegos y canarios ocuparon los estratos medios y bajos de la población.
Siempre había
excepciones, como los hermanos García Naveira de
Betanzos, emigrados a Argentina a finales de 1870, ricos
gracias a la actividad mercantil, pero las estadísticas revelan que los
indianos retornados a España con grandes fortunas bajo el brazo procedían en su
mayoría del oriente de Asturias, la Montaña, Vizcaya y Guipúzcoa.
Muchos de los bancos,
grandes corporaciones y gigantes alimentarios de nuestro día a día comenzaron
su andadura en las Américas, y basta
mencionar el apellido Bacardí, o buscar la historia del ron Havana Club para
ser conscientes de la pervivencia de las empresas indianas. La mayoría, sin
embargo, añoraban su tierra natal, y en cuanto hicieron fortuna, regresaron a
sus localidades de origen, donde dejarían “un legado que aún es bien visible en
el norte: las casonas de
indianos.”
REGRESO A
ESPAÑA: LAS CASONAS DE INDIANOS
Todo aquel que haya
podido visitar el norte de España habrá visto en las afueras de sus pueblos grandes palacios de color predominantemente blanco,
con jardines donde siempre crecen palmeras, y una riqueza
arquitectónica que desentona con las coquetas pero humildes casas de piedra de
Cantabria, Asturias, Galicia
y el País Vasco.
El Palacio de la Teja, en
Noriega, supone un ejemplo perfecto de este recurrente vecino de las carreteras
del norte de España. Hay pueblos como Amandi, junto a la ría de Villaviciosa,
que cuentan entre sobrias calles con ostentosas viviendas como Les Barraganes,
y aldeas diminutas como Berbes
(Ribadesella) con gran densidad de casas indianas de estilo montañés que
evidencian el destino emigrante de sus antepasados.
El cementerio de Colombres (Ribadedeva)
es un museo al aire libre de panteones neoclásicos pagados por las fortunas cubanas retornadas al verde
asturiano, al igual que sucede en la cántabra Comillas, una
oda al modernismo impulsada por las ganancias del tabaco, el
azúcar y las maderas coloniales.
Los indianos no sólo
trajeron a España la arquitectura colonial y el gusto por lo ostentoso: también fundaron escuelas, hospitales, compañías
mercantiles y universidades que hoy en día siguen
funcionando.
Santander debe su
hospital al esfuerzo primigenio del Marqués de Valdecilla, el modernismo
catalán a las inquietudes arquitectónicas de burgueses
enriquecidos en Cuba, y
la electricidad al esfuerzo de los indianos por dotar de luz a los pueblos y
aldeas que les habían visto nacer pobres.
Aquellos emigrantes que
no gozaron de la misma suerte en América volvieron más tarde con kilos de
experiencia bajo el brazo, y a pesar de regresar con los bolsillos vacíos, trajeron de las colonias el gusto por el color, las
recetas e ingredientes de los platos americanos, la música y el espíritu
aventurero que les guió hasta el Caribe. No debemos
olvidarlos: ricos y pobres, prósperos y no tanto, “todos fueron indianos.”
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