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Michael Moore y el sistema educativo en Finlandia
https://www.youtube.com/watch?v=1ZbGlDMF7HQ
Couthon regresó a París y el 21 de diciembre fue elegido presidente de la Convención. Contribuyó al procesamiento de los hebertistas y fue responsable de la ley del 22 Pradial, la cual establecía que en caso de comparecer ante un tribunal revolucionario, el acusado sería privado de recursos tales como el de abogado o testigos, con el pretexto de abreviar lo máximo posible el proceso. Durante la crisis que precede a 9 Termidor, Couthon demuestra
Rafael Feito Alonso
14 junio, 2016
De nuevo, la disputa sobre la financiación de los centros privados ha saltado a la palestra con motivo de la política educativa que se está aplicando en la Comunidad Valenciana. Recientemente, José Antonio Marina -quien parece haberse convertido en la principal fuente inspiradora de las posibles veleidades reformistas del actual Ministerio de Educación- saltaba a la palestra considerando obsoleto y, en consecuencia, innecesario tal debate. Su texto contiene una serie de afirmaciones que requieren alguna que otra matización.
Al comienzo de su artículo, Marina afirma que el único pacto educativo conseguido recientemente en España es el del artículo 27 de la Constitución. Cierto es que tal pacto existió. Sin embargo, no fue más allá de dejar las espadas en alto, puesto que ya al mismo tiempo que se consignaba este acuerdo, la derecha de aquel entonces –básicamente la UCD de Adolfo Suárez- había sacado a la luz el proyecto de ley de lo que en la primera legislatura constitucional, en 1980, sería el Estatuto de Centros Escolares –LOECE-, el cual fue poco menos que laminado tras su paso por el Tribunal Constitucional. Por tanto, poco duró la alegría –si es que hubo alguna vez tal sentimiento- del consenso.
Marina recuerda que existe –y así lo consagra nuestra Constitución- la libertad de enseñanza, la cual comporta, según sus propias palabras, el derecho de que “los padres elijan el modelo de educación de sus hijos”. Hasta aquí de acuerdo. Sin embargo, lo que se pretende por parte de los defensores de la libertad de enseñanza es que el Estado se haga cargo de la financiación de tal elección. Esto, dicho de este modo y sin más matizaciones, sería una locura. Ningún Estado puede asumir este compromiso. De ser así, en una misma localidad –incluso de pequeño tamaño- habría que sostener, llegado el caso, una escuela para los Testigos de Jehová, otra para los musulmanes, otra para los católicos y así hasta llegar a cubrir todas las posibles confesiones religiosas –siempre y cuando la religión sea equivalente al modelo de educación-. No obstante, y esto conviene subrayarlo, lo que dice nuestra Constitución (art 27.3) es que los “poderes públicos garantizan el derecho que asiste a los padres para que sus hijos reciban la formación religiosa y moral que esté de acuerdo con sus propias convicciones”, lo que, en la práctica, se ha traducido en la posibilidad de elegir o no la clase de religión. Por tanto, debe quedar absolutamente claro que el Estado no está obligado a financiar centros privados.
De paso, Marina nos obsequia con la idea que la libertad de enseñanza consiste, en primer lugar, en la posibilidad de que “los ciudadanos abran centros educativos”. Sin duda, pueden hacerlo. De hecho, algún centro creado por ciudadanos –como el Trabenco de Leganés- se incorporó a la red pública cuando España se convirtió en una democracia. Sin embargo, en la práctica la inmensa mayoría de los centros concertados son de la Iglesia –en sus muy diferentes manifestaciones- o de empresas privadas.
El actual sistema de conciertos –de financiación pública de la escuela concertada-, señala Marina, procede de la LODE, aprobada en 1985. A renglón seguido, indica lo siguiente (la negrita corresponde al original):
El Estado financia centros educativos de titularidad privada, siempre que se adecúen a las condiciones fijadas por las leyes. Hay dos fundamentales: tienen que ser gratuitos y tener los mismos criterios de admisión que las escuelas públicas.
Marina parece obviar el que sin duda fue el principal elemento y, en definitiva, el caballo de batalla de las diferentes plataformas pro-libertad de enseñanza: el Consejo Escolar de centro. La derecha no dudó en considerar que las competencias de este órgano equivalían a la configuración de un sistema autogestionario, especialmente en el caso de los centros concertados. En todos los centros sostenidos con fondos públicos –es decir, los estatales y los concertados-, el máximo órgano de gestión y control es el Consejo Escolar. En el caso de los concertados asume las competencias de elegir al director del centro propuesto por el titular (y, de no haber acuerdo, de entre una terna igualmente propuesta por el titular), contratar y despedir al profesorado y supervisar el proceso de matriculación de nuevos alumnos. Un Consejo con estas competencias podría propiciar tanto la paulatina contratación de un profesorado como el acceso de un alumnado poco o nada identificados con el ideario del centro. Finalmente, y tal y como explico en otro lugar, todo quedó en agua de borrajas –tanto para los centros públicos como los concertados- y, de un modo u otro, las competencias –especialmente para el caso de padres y alumnos- de los Consejos Escolares han sido ninguneadas de múltiples maneras por las entidades titulares en los concertados y por el corporativismo del profesorado en los públicos.
A partir de aquí resulta difícil entender el desdén de Marina sobre este debate. Esto es lo que dice:
De la documentación revisada se desprende que la mayoría de los enfrentamientos que dificultan el acuerdo son muy viejos. Eso es malo, porque los avatares históricos añaden capas de complejidad, agravios, derrapes, malentendidos, que dificultan el tratamiento riguroso de los problemas
Esto mismo, se me ocurre, es lo que podría haber dicho la nobleza antes de la Revolución Francesa para oponerse a las ansias de cambio de la mayor parte de la población. El hecho de que un problema no se haya resuelto desde hace muchos años no tiene por qué impedir que sea abordado rigurosamente.
Para rematar la faena, no tiene desperdicio este argumento, más bien frailuno, consistente en el fácil recurso a fuentes de autoridad.
De hecho, como han reconocido dos prestigiosos sociólogos de la educación -Julio Carabaña y Mariano Fernandez-Enguita-, la polémica pública/concertada es anticuada.
Llegados aquí, ¿qué cabría hacer? Nos guste o no, los centros concertados ofrecen una opción que satisface a más de una cuarta parte de las familias españolas. Los centros concertados, a diferencia de los públicos, tienen la posibilidad de contar con un profesorado relativamente afín, lo que es la base de cualquier proyecto educativo. En los centros públicos, una singular interpretación de la libertad de cátedra permite que cada profesor ponga en práctica su particular proyecto educativo, de modo que en este caso más que promover la libertad de elección de centro lo que habría que impulsar es la libertad de elección del profesor por parte de los alumnos y/o de sus familias. Tal y como están las cosas, y salvo las escasas consabidas excepciones, no existe libertad de elección de centro público –más allá de matricular a los hijos en este o aquel centro- puesto que el tipo de educación que reciban los alumnos dependerá de los profesores que le caigan en suerte (algunos, sin duda, muy buenos, pero esto no está ni mucho menos garantizado). Mientras que en la escuela pública no se tenga claro que el centro es una organización y no un mero agregado de profesores, el discurso de la libertad de enseñanza seguirá resultando atrayente (véase en este vídeo –en torno al minuto seis- el sinsentido de la elección de centro en un país –Finlandia- en el que los centros públicos son excelentes).
Antes de avanzar, un aviso para navegantes. Desde la derecha educativa se está planteando –como explican Patricia Villamor y Miriam Prieto en este interesante artículo publicado en la cada vez más relevante Revista de la Asociación de Sociología de la Educación- una ficción de elección escolar. En el caso de la Comunidad de Madrid, esta publicita como criterios de elección de centro los programas que ella misma promueve, obviando los proyectos que autónomamente pudieran elaborar los propios centros –por ejemplo, trabajar sin libros de texto-. Que esto lo haga una administración que presume de liberal –como se encarga de anunciar a los cuatro vientos la maverick Aguirre-, clama al cielo.
La mejor solución sería dar cumplimiento a lo que ya planteó Maravall en la tramitación parlamentaria de la LODE: centros públicos y concertados forman parte a igual título de la red pública de escolarización. Este es uno de los graves problemas de este país: se hace una ley pero luego no hay instancias que se encarguen de hacerla cumplir. ¿Qué pueden hacer un padre y una madre que acuden a matricular a su hijo en un centro concertado en el que les indican que hay que abonar –lo quieran o no- una cuota mensual? ¿O que el centro es católico y todos tienen que acudir a clase de religión? Los centros concertados se las han apañado para tener el tipo de público que desean. En su inmensa mayoría, cobran a las familias –lo quieran estas o no, tal y como se puede ver en este vídeo- una cuota mensual que como mínimo supera habitualmente los 80€. Desde los centros concertados se aduce que sin esa cuota no podrían funcionar. Como el Estado no les concede la cuantía que precisan, resulta más fácil conseguirla echando mano del bolsillo de las familias, lo que de paso les permite conformar una clientela socialmente homogénea. Esto se refuerza con el uso endogámico del punto de libre asignación en las solicitudes de matrícula para favorecer a los hijos de antiguos alumnos, lo que se explica eneste reciente artículo.
En definitiva, no resulta socialmente tolerable que los centros concertados escolaricen –incluso en las mismas zonas- a un porcentaje significativamente menor de niños de minorías étnicas o de bajo estatus socioeconómico que los centros públicos. De seguir haciéndolo así, no habría justificación para que continúen recibiendo subvenciones estatales.
23 diciembre, 2013
Sin que el personal concernido (en particular, el profesorado) se haya enterado, por la escasa difusión dada, estamos en período oficial de información pública y debate sobre los nuevos currículos de la LOMCE. La web (http://www.mecd.gob.es/servicios-al-ciudadano-mecd/participacion-publica/curriculo-basico.html)tieneincluso una dirección para enviar propuestas o sugerencias (hasta el 3 de enero), aunque se dude cómo puedan ser oídas. De ahí –quizás– el desinterés. Todo indica que es, más bien, aparentar que ha habido un proceso de debate público, al hacerlo coincidir con el periodo vacacional de Navidad, que una articulación real de la participación de los agentes, como –por ejemplo– se hizo Francia con motivo de la nueva ley educativa y su currículo (“socle commun” de conocimientos y competencias”).
Resulta una novedad –nunca se había hecho– integrar Educación Primaria, Secundaria y Bachillerato en un solo Real Decreto (http://www.mecd.gob.es/servicios-al-ciudadano-mecd/participacion-publica/curriculo-basico.html), donde las materias aparezcan todas ordenadas simplemente por orden alfabético, independientemente de la etapa a que pertenezcan. Por un lado, un decreto así sólo puede ser válido para las tres etapas si se mueve en un plano de generalidades; por otro, las materias sueltas demandan un marco coherente no sólo en el que incluirse (curso, etapa y horas), sino de sentido y coherencia. Por lo demás, este RD en borrador regula todo el currículo, desde los “Programas de Mejora del Aprendizaje y el Rendimiento” a los criterios de promoción. Otro RD (http://www.mecd.gob.es/ servicios-al-ciudadano-mecd/participacion-publica/formacion-profesional-basica.HTML) paralelo se dedica a la FP básica, estableciendo ya los primeros 14 títulos. Como se sabe, hay prisa en hacerlo, para aparentar disminuir el abandono escolar temprano.
Los Anexos del Real Decreto sobre el currículo recogen las distintas materias, según la división establecida de Troncales y Específicas (las de “libre configuración autonómica” quedan a cargo de cada Administración autonómica), desde Primaria a Bachillerato. Cada una tiene, como viene siendo habitual, una introducción sobre el sentido de la materia y sus grandes orientaciones. Novedad en nuestro contexto es la introducción en los currículos de todas las asignaturas, junto a los bloques de contenido y a los criterios de evaluación, de los “estándares de aprendizaje”, término procedente del ámbito anglosajón y muy extendido, por influencia, en América Latina, pero alejado de nuestro lenguaje pedagógico habitual. Los estándares de aprendizaje evaluables están llamados a constituirse en el currículo real: marcarán el referente de indicadores para las evaluaciones, promoción y pruebas de reválidas. Son “la cola que menea al perro”, según la expresión de Hargreaves. Según indica el RD, “tienen que ser observables, medibles y evaluables ya que contribuyen y facilitan el diseño de pruebas estandarizadas y comparables”. Por tanto, serán lo que se evalúe en las pruebas externas, convirtiendo todo el currículo en “enseñar para las pruebas” (TTT: Teaching to the test, que dicen los americanos).
Es preciso advertir que establecer los “estándares de aprendizajes”, en aquellos países que los están haciendo (como Chile [http://rinace.net/riee/numeros/vol2-num1/art2.pdf]) es un proceso complejo y una tarea muy costosa. En el caso de Chile han participado un amplio grupo de expertos nacionales e internacionales, sometidos a consulta de los actores implicados y, finalmente, aprobados por el Consejo Nacional de Educación. Por eso solo se han establecido para algunos cursos y grados, en un proceso –sujeto a revisión– que durará mucho tiempo. Como dice un experto, como Gillermo Ferrer (http://m.preal.org/ detalle.asp?det=1524), su establecimiento precisa del debate, de compromisos entre los diferentes grupos de interés. De ahí la ingenuidad de sacar todas las materias, con todos sus estándares, creyendo que por publicarlos en el BOE ya se implementarán (fielmente). Debieran leer algo sobre los procesos de reformas educativas, o aprender de Chile, de donde parecen haber “copiado” la definición de estándares: “lo que el alumno debe saber y saber hacer en cada asignatura”.
En este contexto, se habla de competencias básicas, pero quedan reducidas a las competencias de PISA (matemática, lingüística y científica), que son las que cuentan en las evaluaciones individualizadas (3º y 6º Primaria y en Secundaria). Así, por una parte, se declara –sin ambages– que “toda la reforma educativa se basa en la potenciación del aprendizaje por competencias, como complemento al tradicional aprendizaje de contenidos”, o que “el rol del docente es fundamental, pues debe ser capaz de diseñar tareas o situaciones de aprendizaje que posibiliten la resolución de problemas”. Pero en los currículos de cada materia, prácticamente, están ausentes. Cuando se refieren a “competencias transversales” (art. 6), junto a citar las TIC o los valores cívicos, se subraya que los “objetivos, competencias, contenidos y criterios de evaluación de la formación [estarán] orientados al desarrollo y afianzamiento del espíritu emprendedor, a la adquisición de competencias para la creación y desarrollo de los diversos modelos de empresas y al fomento de la igualdad de oportunidades y del respeto al emprendedor y al empresario, así como a la ética empresarial”. Todo indica, que es el valor de las asignaturas aisladas el que domina (como haber dividido “Conocimiento del medio” en Primaria), en lugar de un planteamiento más globalizador e integrado, propio de un enfoque por competencias básicas. Si de verdad se quisiera potenciar un enfoque competencial, las reválidas deberían tener dicho enfoque, pero mucho nos tememos que, de acuerdo con lo anterior, sean los contenidos los que dominen.
En este contexto la cacareada autonomía de los centros docentes para desarrollar el currículo –a la que se dedica el art. 11– queda como una declaración retórica discursiva, que se queda corta –¡cabe recordarlo!– con el art. 56 de la Ley General de Educación de 1970, que declaraba “Los centros docentes gozarán de la autonomía necesaria para establecer materias y actividades optativas … adoptar nuevos métodos y establecer sistemas peculiares de gobierno y administración”. La verdadera autonomía de la LOMCE no está en el currículo, con toda esta recentralización, sino en la competición entre centros para conseguir clientes, según la “calidad” ofrecida a la clientela. De ahí la contradicción entre querer dar más autonomía a los centros para asegurar el éxito educativo y recentralizarla hasta niveles increíbles.
Finalmente, todo queda abierto a la regulación final que tendrán que hacer las respectivas Administraciones educativas. Algunas de ellas (Cataluña, Andalucía, Canarias y Asturias) han mostrado públicamente su decisión de no implementar fielmente la LOMCE. Por eso, cabe hacer desarrollos diferenciados o, cuando menos, retrasar su regulación (y, por tanto, su aplicación). Con la inestabilidad de esta regulación, llamada a derogarse con un próximo cambio de gobierno, las grandes editoriales de libros de texto –como les advertía Mario Bedera– se pensarán mucho si aventurarse en la elaboración y publicación de los nuevos textos de las asignaturas.
Un viejo problema sin resolver
En los últimos días la escuela concertada ha ocupado más de una portada en los periódicos y es posible que juegue un papel importante en la campaña electoral del 26-J. Recientemente, el Gobierno de la Comunidad Valenciana ha decidido tomar dos importantes decisiones. Por un lado, se han reducido las asignaciones presupuestarias de la escuela concertada para el próximo curso y se ha llevado a cabo una oferta pública de empleo para maestros y profesores en la escuela pública. Por otro lado, se han eliminado del baremo de puntuación para la elección de escuela los criterios de padres antiguos alumnos y el criterio discrecional que podía decidir la escuela (1 punto cada uno). Las reacciones no se han hecho esperar. La Mesa por la Educación en Libertad (que agrupa a diversas organizaciones de escuelas concertadas) organizó una importante movilización en Valencia el 22 de mayo para defender la prevalencia de los conciertos en lo que consideraba un “ataque a la libertad de elección”. Esta campaña fue secundada por importantes agentes políticos de varios partidos y sindicatos y contó con una declaración explícita de apoyo del Presidente en funcionesMariano Rajoy.
Este giro en el debate político nos plantea un viejo problema de nuestro sistema educativo que lleva sin resolverse desde que el Gobierno socialista regularizara en 1985 la inclusión de la mayoría de centros gestionados de forma privada en la red de centros sostenidos con fondos públicos. Este debate, anquilosado desde hace tiempo, ha adoptado diferentes disfraces y formas, ya sea el de la religiosidad de la escuela concertada, el de la libertad de elección que aporta la escuela concertada a las familias o el debate sobre la autonomía de los centros concertados.
La financiación y los criterios de elección
A principios de los años 80, España tenía un problema enorme de falta de cobertura y fragmentación, por lo que la regularización de las escuelas privadas era un paso necesario para llegar a un sistema educativo más cohesionado. Sin embargo, en los análisis de cómo se implementó dicha regularización existe un importante consenso en torno a la falta de financiación de los conciertos, algo que no debería haber ocurrido en base a lo previsto por la LODE[1].
La comparativa de financiación entre escuela pública y escuela concertada es un tema que siempre ha levantado controversia. Cuando se han evaluado las diferencias de costes entre escuelas públicas y concertadas, se observa que el gasto público (y el gasto total) por alumno es más bajo en las segundas que en las primeras. Es cierto que los docentes de la escuela concertada son menos por alumno y trabajan más horas pormenores salarios, una medida que apunta a una mayor eficiencia. Sin embargo, la composición socioeconómica y geográfica del alumnado por tipo de centro nos indica que la prestación de servicios (y por tanto las necesidades educativas) no es del todo comparable para uno y otro. Por ejemplo, como apuntan Gurrutxaga y Unceta (2010) las escuelas concertadas, más concentradas en zonas urbanas, tienen más alumnos, lo cual genera una serie de economías de escala en la prestación de servicios. Pero más importante aún, la composición de un alumnado de entornos más favorecidos en términos socioeconómicos y con menos necesidades educativas especiales requiere de menos servicios adicionales de refuerzo, orientación y apoyo por parte de profesores y orientadores. A falta de una comparativa más detallada que nos permita controlar estas y otras cuestiones, las diferencias observadas en gasto público no son suficientes como para evitar que en el caso de la escuela concertada, las familias tengan que pagar cantidades no menores de sus bolsillos en concepto de “aportaciones voluntarias”, “servicios extra-escolares”, y otros. Y esta cuestión podría haberse acentuado durante la crisis, con incremento del gasto privado de las familias en educación. Como hemos defendido desde este blog, la escuela concertada tiene un déficit de financiación que podría rondar los 2.100 millones de euros.
Otro debate fundamental sobre la escuela concertada es el de su calidad. Se ha argumentado muchas veces que la escuela concertada obtiene mejores resultados que la pública. Sin embargo cuando se han analizado los resultado en las evaluaciones externas en Comunidades Autónomas como Madrid, Cataluña o pruebas internacionales como PISA o TIMSS, la investigación social es clara y aplastante: las diferencias en desempeño de alumnos de escuela concertada y pública se explican fundamentalmente por las diferencias en composición socioeconómica del alumnado y no por variables que tengan que ver con la calidad educativa de los centros.
Mientras tanto, en 2006, la Ley Orgánica de Educación aprobó el marco legal para que cada Comunidad Autónoma desarrollara su propia normativa sobre libertad de elección de centro que la Constitución estipulaba en su artículo 84. En la LOE se planteaba un sistema de puntuación que permitía la elección de centro en igualdad de oportunidades y de forma equitativa de forma que como reza el artículo 84.3 “En ningún caso habrá discriminación por razón de nacimiento, raza, sexo, religión, opinión o cualquier otra condición o circunstancia personal o social”. El objetivo era frenar cualquier tipo de discriminación y si cabe, plantear una discriminación positiva con niños provenientes de hogares con ingresos más bajos. Pero como ya hemos dicho muchas veces, el diablo está en los detalles. La aplicación de dicha ley a nivel autonómico permitía cierta flexibilidad que algunas CCAAs no desaprovecharon. En la Comunidad de Madrid o la Comunidad Valenciana, por ejemplo, se introdujeron criterios que otorgaban un punto del baremo a hijos de antiguos alumnos (un mecanismo que frena la movilidad social) y otro punto en un criterio a decidir por el centro.
La falta de financiación y los mecanismos de elección reducen la mal llamada “libre elección” por el lado de la demanda: no todo el mundo puede elegir libremente. Pero hay una tercera barrera de entrada en cuanto a la libre elección. Si seguimos tirando de este hilo e imaginamos la red de escuelas como un mercado con consumidores (los padres) y ofertantes de servicios (los centros), la oferta de la escuela concertada sigue estando mayoritariamente controlada por organismos religiosos. En 2007, un 74% de los alumnos de centros concertados estaban matriculados en centros católicos. A día de hoy, este modelo de oferta pedagógica no parece reflejar las preferencias educativas y pedagógicas en una sociedad plural y democrática.
¿Cómo rompemos el mal equilibrio?
La escuela concertada cubre aproximadamente un 30% de la oferta de nuestro sistema educativo. El hecho de que el acceso sea dependiente del estatus socioeconómico de los niños ha generado una coalición de votantes en torno a una política que les beneficia sustancialmente, pero es una solución de políticas públicas que acaba fragmentando el sistema y aumenta la segregación socioeconómica o étnica, lo cual puede tener efectos sobre el abandono educativo vía contagio. Además, nos distrae del debate sobre la calidad educativa, los proyectos pedagógicos de los centros, las políticas docentes, el currículo y la evaluación del sistema, y lo más importante, que es el aprendizaje de los alumnos.
Para que este mal equilibrio de escuelas concentradas exista, requiere un óptimo de financiación de los conciertos por parte del Ministerio y las CCAAs, que no puede ser ni demasiado alto (se eliminarían barreras de entrada) ni demasiado bajo (subiendo las aportaciones de padres, estrecharíamos la base de la “constituency” de votantes), lo cuál implicaría la privatización total de la financiación –volviendo al modelo previo a 1985-. El sistema educativo les permite pagar lo que para ellos es un modesto copago en vez de pagar más impuestos que eliminen las barreras de entrada. Bajo esta premisa, el problema de fondo no es tanto la titularidad de la escuela concertada, sino cómo se financia y quien puede acceder a ella.
Las dos decisiones de la Generalitat Valenciana tienen una intencionalidad clara de romper este equilibrio, pero es probable que se queden a medias. La eliminación de los baremos en la elección de escuela es una medida imprescindible a la que los defensores de la libre elección en igualdad de oportunidades (que también recoge la LOMCE) no deben renunciar. Sin embargo, la cuestión de la financiación presenta enormes dificultades a corto plazo. Las importantes restricciones presupuestarias a las que se enfrentan las Comunidades Autónomas obliga a tomar cualquier decisión en clave de una guerra de escuela pública vs. concertada, con perdedores inmediatos de estas políticas que pueden tener que cambiar a sus hijos de centro (algo que la investigación social apunta como una de las medidas más perjudiciales para el aprendizaje). Al margen de la decisión que se tome con la titularidad, sin aumentos de presupuesto, en la práctica cada euro adicional que va a la financiación de la escuela pública sale de la concertada. Y viceversa.
Ante esta disyuntiva, la Generalitat Valenciana ha decidido decantarse por fortalecer la oferta de escuela pública, lo que dadas las circunstancias no es un ataque al modelo de titularidad de la escuela concertada per sé, sino una elección política condicionada por la restricción presupuestaria. Estos vaivenes pueden ofrecer mucho juego mediático en la creciente polarización política, pero siguen ocultando el verdadero problema de fondo en el falso debate de escuela pública vs escuela concertada, que no es otro que el del mal equilibrio resultante de la extraña financiación de nuestro sistema educativo.
[1] Dicho esto, una vez descentralizado el gasto y la gestión pública de la educación no universitaria, es importante resaltar que esta cuestión es responsabilidad compartida de Gobierno central -quien decide las asignaciones a cada CCAA- y Comunidades Autónomas -quien según su mandato político asignan de su presupuesto las cantidades de gasto público a la partida de educación-.
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