10. LA
MODERNIZACIÓN DE LA SOCIEDAD ESPAÑOLA (1900-1930)
1. La
transformación demográfica
Durante el siglo XIX la población española
creció lentamente como consecuencia de contar con una de las tasas de
mortalidad más elevadas de Europa, semejante a la de Rusia o Rumanía. Sin
embargo, a partir de principios del siglo XX, se produjo el progresivo descenso
de la mortalidad y de la natalidad que ya habían experimentado otros países
europeos desde mediados del XIX. En consecuencia, avanzó en su proceso de transición
demográfica gracias a la modernización de su estructura económica y social.
El
crecimiento de la población
En las tres primeras décadas del siglo XX
la población española se incrementó en 5 millones de personas, pasando de 18,6
millones en 1900, a 23,6 en 1930. Ello significó el mayor aumento de población
experimentado en su historia hasta entonces. Durante estas tres décadas, el saldo
vegetativo anual fue positivo, con la sola excepción de 1918, a causa de la
Gripe Española.
Este crecimiento fue provocado básicamente
por el descenso de la mortalidad logrado gracias a los progresos médicos, la
mejora de las condiciones sanitarias e higiénicas en las ciudades, como agua
potable, alcantarillado o recogida de basuras, y una dieta más regular y
equilibrada. Fue fundamental el gran descenso de la mortalidad infantil: si en
1900 morían en España el 41% de los niños antes de cumplir los 15 años, en 1930
este porcentaje descendió al 23%.
Este fenómeno fue acompañado de una
disminución de la natalidad como consecuencia del menor número de hijos por
mujer. En este cambio influyeron varios factores: el aumento de las mujeres
alfabetizadas, que pasaron de ser tan solo el 32% en 1900 al 63% en 1930, y los
cambios sociales en la familia y el trabajo, sobre todo en las zonas urbanas.
Aunque el descenso de la mortalidad y la
natalidad fue más intenso en las provincias más industriales y urbanizadas, en
el conjunto español la esperanza de vida se incrementó en más de quince años
durante estas tres décadas. Estas transformaciones permitieron aproximarse al modelo
de crecimiento demográfico de los países de Europa occidental.
Éxodo
rural y migración trasatlántica
A finales del siglo XIX se aceleró en
España el éxodo rural y numerosos campesinos comenzaron a residir en las
grandes ciudades o emigraron al extranjero. La población activa agraria pasó de
ser el 66% en 1900 al 46% en 1930.
España participó, aunque algo tarde, de la
masiva emigración europea hacia América que se produjo entre mediados del siglo
XIX y 1929. Este movimiento fue muy intenso entre 1905 y 1914, cuando emigraron
casi dos millones de personas, convirtiéndose la española en la más importante
emigración transoceánica, tras la italiana y la británica. Se calcula que más
de un tercio de los emigrantes españoles no regresó, siendo Argentina, Cuba y
Brasil los destinos principales, aunque Francia, con su colonia de Argelia, fue
también un lugar preferente. Este fenómeno afectó especialmente a regiones como
Galicia, como lo muestra que en 1920 viviesen en Buenos Aires más gallegos que
en Vigo o La Coruña.
A partir de 1914, con el estallido de la
Gran Guerra, disminuyeron las migraciones exteriores y se incrementaron las
interiores, a consecuencia de la creciente demanda de trabajo en las grandes
ciudades españolas. Esta movilidad, muy facilitada por la amplia red ferroviaria,
incrementó los desequilibrios territoriales de población. Tan solo cinco
regiones, Cataluña, Madrid, País Vasco, Canarias y la Comunidad Valenciana,
tuvieron un saldo migratorio positivo durante estas tres décadas, mientras que
Castilla-León, Galicia, Andalucía, Aragón y Castilla la Mancha tuvieron un
saldo negativo muy considerable.
El
creciente proceso de urbanización.
Las migraciones interiores se dirigieron
preferentemente hacia las grandes y medianas ciudades. Madrid y Barcelona
doblaron su población en tres décadas y en 1930 alcanzaron casi el millón de
habitantes ya que la oferta de trabajo en la industria, los servicios y, especialmente,
la construcción atraía mano de obra procedente de las zonas rurales.
El proceso de urbanización fue intenso, los
ensanches diseñados a finales del siglo XIX en las grandes ciudades fueron
llenándose de nuevas edificaciones al tiempo que se realizaban importantes
reformas en los núcleos antiguos como la Gran Vía en Madrid o la Vía Layetana
en Barcelona. Igualmente, se consolidaron importantes centros industriales junto
a Barcelona (Badalona, Sabadell, Terrassa), Bilbao (Barakaldo, Sestao, Éibar) y
en la zona minera asturiana (Mieres y Langreo).
El crecimiento de población fue alto en la
mayoría de las provincias costeras mientras que el estancamiento o retroceso se
produjo en las del interior, excepto en Madrid, Zaragoza y Valladolid. A pesar
del creciente éxodo rural, el proceso de urbanización avanzaba lentamente: en
1930 solo el 15% de los españoles vivía en ciudades de más de 100.000 habitantes
mientras el 70% residía en localidades de menos de 20.000 habitantes y las principales
ciudades, Madrid y Barcelona, no llegaban al millón de habitantes.
A pesar de esta modernización demográfica y
en términos comparativos con los países vecinos europeos, España presentaba una
de las densidades de población más bajas del continente, una distribución muy
desigual entre la costa y el interior y un bajo porcentaje de población urbana.
2. La modernización económica
España superó
con relativa facilidad la crisis derivada de la pérdida colonial de 1898.
Durante las tres primeras décadas del siglo XX, experimentó una notable
modernización de su estructura económica gracias a la aplicación de la
electricidad y la introducción de nuevas tecnologías. Este hecho, favorecido
por la llegada de capitales exteriores, posibilitó el aumento y diversificación
de la producción industrial así como el desarrollo de los servicios. El sector
agrario, pese a seguir siendo mayoritario, perdió peso dentro de la economía e
inició su transformación. La neutralidad española durante la Primera Guerra
Mundial fue básica para impulsar estos cambios.
El impacto del cambio energético
La electricidad
fue un factor clave para el crecimiento económico del siglo XX. Su aplicación
se extendió a las más variadas actividades humanas, al ofrecer una energía
limpia y barata que podía transportarse y distribuirse con facilidad.
En España se
produjo una importante demanda de electricidad a partir de 1910 y fue entonces
cuando se fueron sustituyendo las pequeñas compañías eléctricas, vinculadas a
la generación térmica de electricidad para iluminar las ciudades, por grandes
compañías con capital extranjero. Se construyeron importantes centrales
hidroeléctricas y extensas redes de distribución que permitieron la expansión
industrial y de los transportes. El gran crecimiento de la producción y del
consumo eléctrico producido entre 1914 y 1930 significó la rápida sustitución
del carbón en la mayoría de las industrias.
Junto a la
electricidad, fue también fundamental la incorporación de otra fuente primaria
de energía, el petróleo y sus derivados (gasolina y plásticos), que impulsó una
revolución en los transportes al aplicarse a la navegación y posibilitar el
surgimiento del automóvil y de la aviación. La introducción de las tecnologías
industriales más modernas afectó a todos los ámbitos de la vida social, desde
el residencial (ascensores, electricidad y agua corriente) al industrial y a
los servicios.
También se
avanzó en la mejora de la transmisión de la información. A partir de la década
de 1860, se produjo la expansión del telégrafo y, en la década de 1920, del
teléfono y de las emisiones de radio. La difusión de estos avances se concentró
en las ciudades de mayor tamaño y resultó casi inexistente en el mundo rural.
Asimismo, su implantación fue más lenta que en otros países: en 1930, el número
de telegramas enviados era menos de la mitad que en Italia.
La
diversificación industrial
En las tres primeras décadas del siglo XX,
el producto industrial per cápita aumento en un 60%, con una tasa media de
crecimiento anual del 1,6%. Al mismo tiempo, la estructura industrial se
diversificó con la aparición de nuevas industrias y la consolidación de las ya
existentes. Sin embargo, se mantuvo la preponderancia de las industrias de
bienes de consumo sobre las de bienes de equipo, aportando las primeras, casi
la mitad del total de la producción industrial.
El desarrollo industrial fue desigual
ya que mientras los nuevos sectores experimentaron un crecimiento muy
considerable, los sectores más tradicionales tuvieron un ritmo más lento. Entre
los primeros, el textil catalán continuó su expansión, pero comenzó a perder
peso. Las industrias alimentarias también retrocedieron a pesar de la expansión
de la industria conservera del pescado, ubicada en el litoral atlántico y en el
cantábrico, y la de los productos agrícolas desarrollada en Navarra. La
industria química se consolidó gracias a la fabricación de fertilizantes,
medicamentos, pinturas y explosivos y la siderúrgica vizcaína creció
considerablemente a partir de la creación de Altos Hornos de Vizcaya (1902), el complejo siderúrgico español
más importante. En Cantabria se constituyó la empresa siderúrgica Nueva Montaña S.A. (1899) y en Sagunto
(Valencia) surgió Altos Hornos del
Mediterráneo (1923).
Entre las nuevas industrias
sobresale el rápido crecimiento de la industria eléctrica, especialmente entre
1923 y 1930. La producción de electricidad se concentró, sobre todo, en el
grupo Barcelona Traction, conocido popularmente como La Canadiense por el origen de su capital, y en las industrias
hidroeléctricas vinculadas a la banca de origen vasco. La industria metalúrgica
tuvo en el automóvil y los electrodomésticos dos sectores en expansión. La
empresa automovilística pionera en España fue la Hispano Suiza (1904), especializada en la fabricación de vehículos
de lujo y la venta de automóviles. Esta empresa conoció un notable crecimiento
al finalizar la Primera Guerra Mundial debido al descenso de los precios, al
aumento de la renta y a la mejora en la red de distribución del combustible.
También se crearon empresas
de refinado y distribución de petróleo como la compañía Campsa, fundada en 1927. En la década de 1930 se produjo la
difusión de los primeros electrodomésticos, como los aspiradores, las neveras
eléctricas, la radio y el teléfono, aunque al principio eran pocos los
domicilios españoles que los poseían. La construcción experimentó un gran
empuje a partir de la consolidación de la industria del cemento, con la
creación de la empresa Asland en
1928, especializada en cemento Portland.
Aumento
de las inversiones y de los servicios
Un elemento decisivo para este crecimiento
económico fue la llegada de capitales procedentes del exterior, principalmente
de Francia, Gran Bretaña, Alemania, Estados Unidos y Bélgica, que se
invirtieron fundamentalmente en los sectores eléctrico, químico, metalúrgico, ferroviario,
telefónico, automovilístico, bancario, petróleo y cemento. Igualmente, fueron relevantes
las remesas de los emigrantes españoles desde América, así como el retorno de capitales
españoles desde Cuba, Puerto Rico y Filipinas.
El sector servicios experimentó un crecimiento
considerable gracias al proceso de urbanización de las grandes ciudades y a la
creciente demanda de servicios básicos como la educación, la sanidad, los
transportes (tranvías o metro en Madrid y Barcelona) y las comunicaciones (telégrafo,
teléfono y radio), así como la exigencia de una administración pública más
eficiente y activa. También surgieron nuevas entidades bancarias (Hispano
Americano, Vizcaya, Español de Crédito, Urquijo, Arnús y Central), cajas de
ahorro y compañías de seguros y de navegación como la Transmediterránea.
Hubo igualmente un importante impulso
oficial a nuevas infraestructuras, como la extensión de la red de carreteras,
que entre 1910 y 1930 dobló su longitud, y la construcción o ampliación de
puertos y de embalses y presas para producir electricidad. Los ferrocarriles experimentaron
un considerable empuje gracias al inicio del proceso de electrificación.
La red telegráfica, fundamental para el
intercambio rápido de información, aumentó de 29.000 km a casi 41.000 km y
mejoró sensiblemente la calidad de las transmisiones. También en la telefonía
creció notablemente el número de abonados: en 1900 eran poco más de 13000 y en 1930
se aproximaban a los 222.000. En gran medida, este aumento fue debido a la
creación, en 1924, de la empresa pública Compañía Telefónica Nacional de
España.
La
lenta transformación del sector primario
Durante el primer tercio del siglo XX, y a
pesar de su progresiva pérdida de peso en el conjunto de la economía, el sector
agrario continuó siendo el predominante tanto por su población activa como por
el volumen de su producción. La agricultura cerealística, más tradicional y
escasamente productiva, persistió en coexistencia con sectores más dinámicos y
exportadores, como los productos típicamente mediterráneos. A principios de siglo,
el cereal, especialmente el trigo y la cebada, ocupaba el 76% de las tierras cultivables,
los viñedos el 8% y los olivares el 6,5%. Treinta años después se habían ampliado
las tierras dedicadas al cereal y se había reconstruido parcialmente la
producción vinícola, tras la fuerte crisis de la filoxera a finales del siglo
XIX.
Los sectores más dinámicos se relacionaban
con la exportación de los productos mediterráneos (fruta, hortalizas y aceite),
la introducción de nuevos productos (patata y remolacha azucarera) y el
desarrollo de la ganadería, cuya producción se duplicó a consecuencia del
incremento del consumo de carne y del desarrollo del sector lechero. En el
periodo de 1900-1930, la producción agraria aumentó a un ritmo del 1,9% anual acumulativo
y en 1930 la agricultura significaba el 75% de la producción agraria, la ganadería
el 18%, los bosques el 4% y la pesca el 2%.
Pese a estas transformaciones, en 1930 el
sector cerealístico aún tenía un peso excesivo y su productividad era muy baja.
Además, en términos comparativos europeos, la utilización de abonos y
fertilizantes químicos era aún escasa y muy lenta la introducción de los avances
en maquinaria agrícola. Por todo ello, persistían las grandes fluctuaciones
anuales sobre el volumen de las cosechas, aún excesivamente dependientes de la
climatología.
Los
principales problemas agrarios
El obstáculo más importante para el
desarrollo de una agricultura moderna era la gran desigualdad en la propiedad
de la tierra. La gran propiedad, que predominaba en el centro y el sur del
país, era muy conservadora y se mostraba reacia a la introducción de nuevas
técnicas. Esta situación provocaba la existencia de numerosos campesinos sin
tierra, los jornaleros, dependientes de un trabajo temporero, que a duras penas
les permitía mantener a sus familias. En contraste, en buena parte del norte
peninsular, la mediana y pequeña propiedad era mayoritaria y existía un
numeroso campesinado arrendatario. Todos ellos tenían dificultades para superar
la producción de subsistencia, que no generaba los beneficios suficientes para poder
introducir reformas y modernizar las explotaciones.
A estas dificultades, se sumaba la escasa
productividad agrícola provocada por la propia climatología y los limitados
cultivos de regadío, hechos que convertían los productos españoles en poco
competitivos en el mercado internacional. La llegada desde finales del siglo XIX
de grandes cantidades de productos agrícolas -sobre todo cereales- y ganaderos procedentes
de Estados Unidos, Argentina, Australia y Rusia, a precios muy inferiores de
los españoles, obligó a los gobiernos a imponer aranceles para proteger la
producción nacional. Esta política no estimuló la productividad, por lo que el
sector cerealístico español fue cada vez menos competitivo a escala
internacional y más dependiente de la protección gubernamental.
Los gobiernos, pese a ser conscientes de
los graves problemas de la agricultura española y de la pobreza de gran parte
del campesinado, no actuaron de forma resolutiva. Apenas se atrevieron a cuestionar
las formas de propiedad de la tierra o los contratos de arrendamiento. En 1902
se elaboró un ambicioso Plan de Obras Públicas para ampliar las tierras de
regadío, pero su aplicación fue tan lenta que apenas alteró la situación
existente. Por ello, no es de extrañar que el campo español se convirtiese,
sobre todo a partir de 1910, en una zona de graves conflictos sociales y que la
tendencia por parte del campesinado pobre a emigrar se incrementara notablemente.
3. La
creciente intervención del Estado
La
escasa recaudación de la Hacienda pública
El siglo XX heredó los problemas de la
Hacienda del siglo anterior. La insuficiencia recaudatoria, los gastos cada vez
más elevados del Estado y el pago de la deuda pública comportaban que en la
mayoría de los años el presupuesto del Estado concluyera en déficit. A
principios del siglo XX, tras la guerra de Cuba, el total de la deuda superaba
al conjunto de la renta nacional y pagar sus intereses suponía el 34% del presupuesto
anual. Solo en nueve ocasiones, entre 1900 y 1930, los presupuestos
consiguieron acabar con superávit.
Esta precariedad económica estaba provocada
por las reticencias de los diferentes gobiernos de la Restauración a realizar
reformas tributarias que configurasen un sistema fiscal más moderno y
equitativo. Existía una tributación reducida y desequilibrada, más centrada en
los impuestos indirectos (consumos, aduanas y tasas) que en los directos
(personas, propiedad y empresas), ya que estos últimos suponían menos del 30%
de lo recaudado. De este modo, a principios del siglo XX el conjunto del gasto
público apenas llegaba al 10% del producto interior bruto, siendo el español
uno de los estados europeos con menor presión fiscal.
Además, en los presupuestos del Estado
persistía una distribución que privilegiaba los gastos en defensa y seguridad,
mientras eran reducidas las partidas para educación, sanidad, vivienda y
urbanismo. La guerra en Marruecos, la existencia de un ejército excesivamente
numeroso y la reconstrucción de la marina de guerra fue la principal causa de
este desequilibrio y del endeudamiento del Estado. La inversión en obras
públicas, aunque experimentó un notable incremento, era muy baja en términos
comparativos europeos.
Proteccionismo
y nacionalismo económico
Una de las características de la economía
española durante este periodo fue la restricción de la competencia entre
empresas y la constante intervención del Estado en la economía. A menudo, las
propias empresas establecían acuerdos para fijar precios y repartirse el
mercado mediante cuotas. La política proteccionista, si bien favorecía ciertos
sectores agrarios (cereales), industriales (textil, siderurgia y cemento) y
mineros (carbón), encarecía los precios, restringía la demanda, no ayudaba a
incrementar la productividad y limitaba las posibilidades de exportación. Solo
durante la especial coyuntura de la Primera Guerra Mundial, la balanza comercial
española con el exterior experimentó beneficios.
El intervencionismo económico del Estado se
concretó en leyes y aranceles, como las de 1906 y 1922, que gravaban la
importación de los productos protegidos, y también en ayudas fiscales,
subsidios, medidas y encargos oficiales. La Ley de Protección a la Industria de
1907 estableció que en los contratos del Estado prevalecerían los productos
fabricados en España. Esta opción por una política proteccionista se concretó
en una mayor intervención pública en favor del mercado interior con inversiones
en carreteras, ayudas al transporte de mercancías por ferrocarril y control de
precios.
UN COMERCIO
EXTERIOR DEFICITARIO
La balanza
comercial española del periodo fue generalmente negativa, excepto el paréntesis
de la Primera Guerra Mundial. Se exportaban fundamentalmente productos agrícolas
(naranjas, vino, aceite), conservas, minerales, metales y algunos bienes de
consumo. Se importaba carbón, maquinaria, algodón y productos químicos, lo cual
generaba un déficit comercial.
EL IMPACTO DE LA
CRISIS DE 1929
La crisis se dejó
sentir, sobre todo, en los sectores de la economía española que orientaban
parte de su producción al comercio exterior, entre ellos los productos
agrícolas de exportación (vino, cítricos, aceite de oliva) y los minerales.
La caída de la
demanda internacional comportó el retroceso de las exportaciones españolas,
aunque el descenso fue menor que en otros países exportadores de materias
primas y productos agrarios. La depreciación de la peseta frenó la caída
exportadora al reducirse los precios de los productos en moneda extranjera. También
se paralizó la emigración a América, que constituía una válvula de escape para
frenar el aumento del paro agrario.
La
política económica nacionalista de la dictadura
La dictadura de Primo de Rivera pretendió
impulsar un crecimiento económico en el cual el Estado ejercía un gran
protagonismo. Se predicaba un nacionalismo económico antiliberal, que mostraba
un afán notable por la regulación de las relaciones económicas: control del mercado,
multiplicación de los trámites burocráticos, etc.
En esta dirección, se reforzó la política
proteccionista y se diseñó un entramado institucional corporativista con la
integración de vincular los principales grupos empresariales al régimen dictatorial.
Se dictaron medidas protectoras a la industria y a la defensa del mercado
interior y se reservaron a las empresas nacionales las compras del sector
público. En 1926, se creó del Comité Regulador de la Producción Industrial, que
impuso restricciones a la competencia al exigir la autorización del gobierno
para fundar o ampliar empresas.
Se crearon nuevos monopolios, como la
Compañía Telefónica Nacional de España (1924), concedido a la empresa
norteamericana ITT, y la Compañía Arrendataria del Monopolio de Petróleo
Sociedad Anónima (CAMPSA), otorgado a un consorcio de bancos españoles en 1927.
También se crearon bancos públicos, como el Banco de Crédito Local y el Banco Exterior.
Las inversiones en obras públicas (carreteras, pantanos y regadíos) aumentaron notablemente,
así como las subvenciones a las empresas ferroviarias y marítimas. Para incrementar
los rendimientos agrícolas e impulsar los regadíos, se crearon las Confederaciones
Hidrográficas.
Fueron años de una falsa prosperidad ya
que, si bien hubo crecimiento económico y aumento del empleo, los excesivos
gastos del Estado provocaron un constante déficit presupuestario y el
incremento espectacular de la deuda pública (en 1930 era un 35% superior a la
de 1923). Por otro lado, tampoco prepararon la economía española para la competencia
internacional ni favorecieron un mercado interior más productivo y competitivo.
4.
Hacia una sociedad de masas
Como consecuencia de las transformaciones
económicas, la sociedad española inició el camino hacia la modernización y la
implantación de una sociedad de masas. Las clases protagonistas de la
industrialización, la burguesía y el proletariado, se consolidaron, mientras se
reducía el campesinado y aumentaba el peso social de las nuevas clases medias
urbanas.
La
persistencia del mundo rural
A pesar de la modernización de la economía
española, la sociedad seguía considerando el patrimonio rústico como una fuente
de riqueza y un signo de prestigio social. Entre los grandes propietarios
agrarios persistía la vieja aristocracia que, con el proceso industrializador,
aumentó su patrimonio con la compra de nuevas tierras. También se convirtieron
en propietarios algunos sectores de la burguesía financiera, que adquirieron
patrimonios rurales con la intención de diversificar sus inversiones y rentas.
Aunque escasa, existía una pequeña burguesía agraria que provenía de antiguos
propietarios o arrendatarios.
En La Mancha, Andalucía y Extremadura,
existía una poderosa oligarquía agraria que controlaba grandes latifundios. En
Castilla y León predominaba la pequeña y mediana propiedad, al igual que en
Aragón, Cataluña y Valencia. En general, los propietarios agrarios gozaron de
una gran influencia y, entre este colectivo, se reclutaban políticos, como
diputados a Cortes, senadores o alcaldes, y el personal de la Administración pública,
como los gobernadores civiles.
Aunque el éxodo rural había hecho disminuir
el número de campesinos, estos todavía representaban un porcentaje superior al
de las sociedades europeas más industrializadas. Dentro de este grupo social,
existían notables diferencias: unos eran medianos y pequeños propietarios,
otros eran arrendatarios en condiciones muy diversas y había una gran masa de
jornaleros, algunos de los cuales eran simplemente temporeros. En Galicia eran
frecuentes los subarriendos de las propiedades (foros y subforos). En Cataluña,
los campesinos disfrutaban de una mediana propiedad o de contratos de
arrendamiento estables. En Extremadura, tenían un gran peso los yunteros,
pequeños arrendatarios, y, en Andalucía, eran muy numerosos los jornaleros.
Los
grupos urbanos
El aumento de las clases urbanas,
burguesía, clases medias y proletariado significó la irrupción de la denominada
sociedad de masas. En las ciudades, la estratificación social se percibía en la
segregación por barrios, en los diferentes hábitos y valores sociales y en sus prácticas
lúdicas y culturales.
En España, la burguesía industrial era
relativamente escasa en comparación con otros países industrializados y la
integraban básicamente los industriales textiles catalanes y los siderúrgicos
vascos. El desarrollo industrial del primer tercio del siglo XX hizo crecer la importancia
de este grupo, consolidando también una burguesía financiera que aumentó su peso
con los nuevos negocios. Estos grupos sociales ligados a la industria y a las
finanzas se integraron en las clases altas.
El desarrollo comercial, financiero y
administrativo comportó el desarrollo de las clases medias, compuestas
básicamente por los profesionales liberales (abogados, médicos, ingenieros,
arquitectos), los empleados públicos (administración del Estado, enseñanza, sanidad),
los de servicios ( compañías de seguros, banda, electricidad, gas, transporte)
y los del comercio (pequeños establecimientos y grandes almacenes).
Los obreros industriales constituían el grueso
de las capas populares urbanas. Su número había aumentado considerablemente
como consecuencia del desarrollo industrial y del éxodo rural de las primeras
décadas del siglo XX. La mayoría de los asalariados se concentraba en determinadas
zonas, como Cataluña, País Vasco Asturias y Madrid. Sus condiciones de vida eran
mejores que las de los jornaleros agrícolas, pero debían soportar largas
jornadas laborales, sueldos insuficientes y viviendas insalubres en barrios
carentes de las infraestructuras básicas. El advenimiento cíclico de crisis
económicas, con el consiguiente aumento de los precios y del paro, empeoraba su
situación, provocando protestas obreras y conflictividad social.
El progreso educativo y cultural
Una de las
transformaciones más relevantes de inicios del siglo XX fue la mejora en la
cualificación educativa de los españoles. En 1900 solo el 45% de la población
estaba alfabetizada y en 1930 la proporción superaba el 70%. Este progreso
educativo estuvo acompañado de la mejora del sistema educativo con un aumento
de los recursos y del alumnado en la educación reglada y con la proliferación
de centros especializados en la formación profesional. En educación superior,
el avance fue también destacable, aunque restringido a lo que se denominaban
las minorías selectas.
El aumento de
la alfabetización originó una mayor demanda de ocio cultural. Se produjo un
moderado desarrollo del hábito de la lectura, que se evidenció en el aumento
del número de libros editados y en la aparición de colecciones de novela breve
dirigidas a un público popular. La mejora de los medios técnicos, con rotativas
y linotipias, favoreció la expansión de la prensa escrita, que se evidenció en
el incremento de la tirada del número de ejemplares. La nueva prensa de masas
se convirtió en un instrumento de relación entre los ciudadanos y el poder: a
través de la prensa se creaban los estados de opinión, se difundían argumentos
críticos y se favorecía la progresiva formación de una opinión pública
independiente que pasó a ser cada vez más influyente.
5. Las nuevas mujeres del siglo XX
La condición femenina
empezó a cambiar con el siglo XX, aunque con lentitud y con bastantes problemas
y obstáculos.
La persistencia de la discriminación legal
La legislación consagraba
la discriminación de la mujer, que no solo estaba privada de derechos
políticos, sino que estaba también subordinada al padre o al marido. Las desventajas
eran mucho más contundentes en el caso de las mujeres casadas que en el de las
solteras.
Al contraer matrimonio, la
mujer perdía automáticamente la mayoría de sus derechos legales y pasaba a
depender absolutamente de su cónyuge. Necesitaba su permiso para hacer negocios
y el marido tenía autorización para administrar sus bienes. Sin su aprobación,
la mujer no podía vender ni hipotecar la propiedad que había aportado al matrimonio
y tampoco podía, por sí misma, aceptar o rechazar una herencia.
El Código Civil establecía
que las mujeres debían obedecer a sus maridos y castigaba la desobediencia con
penas de cárcel de entre cinco y quince años. Las mujeres debían residir con
sus maridos y no podían abandonar el hogar sin su permiso. La separación
matrimonial solo se autorizaba en casos muy graves, como el abandono familiar,
y no se permitía un segundo matrimonio a los separados. Además, el adulterio de
la mujer era castigado a nivel penal más severamente que el del hombre.
El lento progreso en la educación
En las primeras décadas del
siglo XX, se experimentó un progresivo avance de la enseñanza femenina en todos
los niveles educativos. En 1909, se extendió la escolaridad obligatoria hasta
los doce años, para ambos sexos. En 1910, se promulgaron algunas medidas
legales que ponían fin a situaciones discriminatorias, como el reconocimiento
del derecho de las mujeres a matricularse en la universidad sin la obligación
de solicitar un permiso especial o la posibilidad de acceder a las oposiciones
en iguales condiciones que los hombres.
En este período, también
aumentó notablemente la tasa de alfabetización de las mujeres, pasando de un
25,1%, en 1900, a un 50,1%, en 1930. Igualmente, creció la matrícula de mujeres
en el bachillerato y, en 1929, se abrieron dos institutos femeninos de segunda enseñanza
en Madrid y Barcelona.
Las
nuevas profesiones
La mayoría de las mujeres que trabajaban a
principios del siglo XX lo hacían en el campo, en la industria (confección,
tejido, alimentación o tabaco) o en el servicio doméstico. La feminización
laboral encontraba dificultades a causa de una legislación pensada para los hombres
e incluso por las reticencias de algunos sindicatos obreros a aceptar la contratación
de mujeres casadas. Muchos patronos solo contrataban a mujeres solteras o viudas
y la remuneración de la mujer era inferior a la del hombre, incluso en la
industria y los servicios.
Con las transformaciones económicas del
primer tercio del siglo XX, surgieron profesiones como telefonista o
mecanógrafa, que fueron desempeñadas por mujeres y que exigían un aprendizaje
previo. Mayor formación requerían las de bibliotecaria, maestra o enfermera, también
desempeñadas principalmente por mujeres. Para proveer la creciente demanda de estos
empleos se crearon academias y escuelas especializadas.
Estas nuevas profesiones se convirtieron en
un instrumento de independencia y ascenso social de las mujeres debido a unas
mejores condiciones salariales. El magisterio se feminizó y en los años 30 ya
era similar el número de hombres y mujeres que ejercían esta profesión,
mientras que más del 90% de todo el personal de las bibliotecas eran mujeres.
Hasta 1918 no se autorizó el acceso de la
mujer al funcionariado, aunque algunos cuerpos continuaron siendo
exclusivamente masculinos, como el de jueces, magistrados o fiscales.
La
nueva mujer urbana
En las grandes ciudades, empezó a surgir un
nuevo tipo de mujer, más instruida, autónoma y activa en la esfera laboral y
también en la pública. El cine y las revistas gráficas difunden un modelo de
mujer moderna diferente del tradicional, tanto en la forma de vestirse y de moverse
en sociedad, como por su voluntad de ser independiente en el terreno laboral.
Fue cambiando el modo de vestir de las
mujeres: desaparecieron los corsés, las faldas eran más cortas y de colores
vivos y el peinado más atrevido. Los medios de comunicación, ya en los años 20
y 30, difundían la imagen de una nueva mujer que fumaba, conducía, llevaba pantalón,
jugaba al tenis, frecuentaba bares y cabarés y bailaba el tango o el
charlestón. Si bien eran una minoría, la aparición de estas mujeres más
modernas y liberadas fue denunciada por los sectores más tradicionales por
considerar escandalosas sus conductas.
Las
primeras feministas
En España, en las primeras décadas del
siglo XX, arrancó un incipiente movimiento feminista a través de grupos y
organizaciones que centraron sus reivindicaciones en la igualdad legal, el
derecho a la educación y al trabajo y la demanda de igualdad política. En 1918,
se creó en Madrid la Asociación Nacional de Mujeres Españolas (ANME), formada por
mujeres de clase media, que contó con dirigentes como María Espinosa, Clara Campoamor
y Victoria Kent, que plantearon la demanda del sufragio femenino. En 1919, se publicó
La condición social de la Mujer de Margarita Nelken y la Cruzada de
Mujeres Españolas convocó la que se ha considerado la primera manifestación
sufragista en España.
6.
Andalucía en el primer tercio del siglo XX
La
situación agraria a inicios del siglo XX
En 1900, el 70% de la población activa
andaluza se hallaba ocupada en la agricultura, y el sector secundario solo
empleaba al 15% de los trabajadores. Se trataba de una agricultura con graves
problemas estructurales, entre los que destacaban el latifundismo, el mantenimiento
de los sistemas tradicionales de cultivo y los bajos índices de mecanización y
abono de las tierras. Todo ello generaba bajos rendimientos y productividad,
por lo que el exceso de mano de obra, los bajos niveles salariales y los altos
índices de paro persistieron.
Sin embargo, durante las primeras décadas
del siglo XX se produjo un proceso de modernización, plasmado en la
introducción de nuevos cultivos y técnicas, el incremento de la mecanización y
el empleo de fertilizantes químicos. Pero difícilmente puede afirmarse que estas
novedades dieran lugar a una verdadera reforma agraria, que tuvo que esperar a
la llegada de la Segunda República, en 1932.
La
modernización de la industria andaluza
El sector minero andaluz, de grandísima
importancia por la producción de plomo y cobre, conoció una modernización
impulsada por empresas de capital extranjero (sobre todo francés y británico).
Se produjo, además, un cambio geográfico, con la explotación de nuevas cuencas
en Peñarroya (Córdoba) y Linares (Jaén), favorecido por la apertura de una serie
de líneas de ferrocarril que permitieron llevar el carbón cordobés a la cuenca
de plomo jienense, y la producción de plomo del interior a la costa. La minería
del cobre, localizada básicamente en los yacimientos onubenses de Tharsis y
Riotinto, siguió un modelo de desarrollo similar al del plomo.
Las nuevas empresas extranjeras transformaron
radicalmente la explotación de las minas, modernizaron las instalaciones y
llevaron a cabo una explotación intensiva que produjo un rápido incremento de
la producción y la productividad. Si ya era cuantiosa la inversión, todavía
mayores fueron los beneficios obtenidos por dichas compañías, que levantaron en
Andalucía verdaderos enclaves coloniales. Sin embargo, la transformación de la
mayor parte de la producción en el exterior impidió que los beneficios de la
explotación minera redundaran en Andalucía.
La crisis de los “sectores líderes” (siderurgia,
textil...) de la primera industrialización se vio compensada en Andalucía con
la modernización de la industria agroalimentaria. Sectores como el de la
elaboración de vinos, aguardientes y licores (Cádiz); azúcar (Granada y Málaga);
aceite y harina (Córdoba y Sevilla) o conservas de pescado (Huelva) acometieron
un proceso de modernización y capitalización que trajo consigo la incorporación
de adelantos técnicos, tanto en el cultivo como en la transformación y
comercialización de la producción.
Como excepciones al dominio de las
industrias agroalimentarias, se desarrollaron la industria cerámica y del
vidrio en Sevilla o el sector naval en la bahía gaditana.
Realizaciones
económicas en la década de 1920
En Andalucía, la dictadura de Primo de
Rivera dejó a su paso un buen número de obras públicas y de infraestructuras,
que constituyeron el mejor escaparate del régimen. La parte occidental de
Andalucía se vio muy beneficiada por este tipo de medidas. Se mejoraron las
instalaciones portuarias y las comunicaciones marítimas en ciudades como Cádiz,
Huelva o Sevilla, lo que condujo a su modernización, vinculada al comercio
internacional.
En esta época, la construcción y
reacondicionamiento de carreteras, de líneas de ferrocarril y de escuelas, y la
mejora de las dotaciones higiénico-sanitarias alcanzaron un especial relieve,
con la recuperación de proyectos que no habían encontrado financiación hasta
entonces. Pocas fueron las ciudades y pueblos andaluces donde no se
emprendieron obras de pavimentación, construcción o reparación de casas
consistoriales, mercados, mataderos, alcantarillado, etc. No obstante, ese
intenso esfuerzo de modernización incrementó de manera notable el endeudamiento
de las haciendas municipales, cuyo crédito y recursos quedaron desde entonces
gravemente hipotecados y comprometidos.
Junto a las obras públicas, la política
económica de Primo de Rivera logró reactivar ciertos sectores económicos.
En Cádiz, por ejemplo, una serie de
encargos y proyectos para diversos ministerios logró sanear los Astilleros
Echevarrieta, la Sociedad Española de la Construcción Naval de Matagorda y La
Carraca, constituyéndose el complejo industrial de San Carlos. En Almería se
reactivó la producción de mármol y se estimuló la exportación agrícola, con la
constitución de la Cámara Oficial Uvera. En cambio, la creación, a finales del
año 1927, de la Confederación Hidrográfica del Guadalquivir no tuvo ninguna
repercusión importante, pues las primeras fases de organización coincidieron
con la caída de la dictadura.
El símbolo más emblemático de la gestión de
Primo de Rivera en Andalucía fue la celebración de la Exposición Iberoamericana
de Sevilla. Este certamen, al igual que la Exposición Internacional de
Barcelona, superó en brillantez cualquier predicción, aunque solo fuera capaz
de satisfacer la meta artística y cultural que los organizadores habían
previsto. Paradójicamente, las dos exposiciones, inauguradas con gran
solemnidad en 1929, acabaron simbolizando el ocaso de la dictadura de Primo de
Rivera.
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