En el foso
Emmanuel Carrère
ELPAÍS, 17 de octubre de 2021
Lo que a mí me gusta de los conciertos es mirar las caras
de la gente. Aquella noche estaban alegres, todos estábamos bien. Buena energía
(Clarisse). El foso estaba lleno, había quizá mil personas dentro, cuando
empezó el tiroteo nos aplastamos contra las barreras. Me alcanzó una bala, no
sé cuál de los tres la disparó (Aurélie). Como yo estaba delante del escenario,
miraba a los músicos, vi su pánico, los vi huir por los bastidores. Al principio
pensé: es un tarado que ha venido a tirar al azar (Lydia). Intenté decirme, van
a tomar rehenes, si hacemos lo que nos piden todo irá bien, pero no, está claro
que han venido a matarnos y pensé, es totalmente demencial, voy a morir en un
concierto de rednecks californianos por el que he pagado 30’7 euros por la
entrada (Clarisse). Quise saltar una barrera pero todo el mundo empujaba, me
encontró atrapado por la pierna, pregunté si alguien tenía un cuchillo para cortármela
(Lydia). Lo que más duele es que te pisoteen (Amandine). Lancé a mi mujer al
suelo, me arrojé encima, todo el mundo en el foso se tumbó. Después de las
primeras ráfagas vi a un hombre atlético que disparaba hacia el suelo. Avanzaba
tranquilamente, uno o dos pasos y un tiro, uno o dos pasos, un tiro. No llevaba
capucha. Al darme cuenta de esto, de que tenía la cara al descubierto,
comprendí que todos íbamos a morir (Thibault). Enseguida me vi dentro de una
charca de sangre caliente, no comprendía cómo podía haber tanta, tan rápido (Amandine).
Supe que me habían herido gravemente cuando quise retirar de la cara el zapato
de una persona que estaba encima de mí. Percibí que mi mejilla se me había
desgajado entera y me colgaba a lo largo de la cara. Metí la mano derecha
dentro de la boca para recoger los dientes y evitar tragármelos porque así
corría el riesgo de toser y llamar la atención de los terroristas (Gaëlle).
Pensé: “Ya está, es aquí, es ahora. Esta respiración es la última vez que
respiro”. Lo único que me calmaba era pensar que no tenía hijos (Thibault).
Habían encendido todas las luces y yo diría que sentían cierto gusto al matar a
la gente (Amandine). Eran muy jóvenes, serenos. Hubo un momento en que a uno de
ellos debió de encasquillársele el cargador y otro le ayudó a desatascarlo
bromeando, como un buen compañero en el polígono de tiro (Edith). Pararon para
recargar y después de eso fue menos seguido, más directo a un blanco: bala a
bala, apuntando. Un grito un tiro, otro grito otro tiro, un tiro cada vez que
sonaba un móvil (Pierre-Sylvain). Yo ya no quería sufrir, acepté la idea de que
iba a morir a los 32 años, en medio de gente de mi edad que tenía igual que yo
una hermosa vida por delante, asesinada por hombres que disfrutaban disparando
(Amandine). Un hombre se levantó y dijo: “Basta ya, ¿por qué hacen esto?”. Lo
mató uno de los tiradores (Edith). Le oí decir: “Pues para vengar a nuestros
hermanos en Siria, echad la culpa a vuestro presidente Hollande”, y yo no sé lo
que pasa en Siria, yo estoy aquí para pasar un buen rato con Nick, que es el
amor de mi vida, y le pregunto: “¿Te han dado?”. Sí, en el vientre, le duele,
le duele al respirar y entonces le meto mi boca en la suya para darle aire y
luego él se muere (Helen). Soltó este discursito sobre Siria como si le
importara un bledo, como una lección que has aprendido y en la cual no crees,
lo único que les excitaba era dispararnos. Lamentable (Edith). Si te mueves
mueres. Fingimos que estamos muertos. Los móviles suenan sin parar, con esos
sonidos tan reconocibles de iPhone y que me hielan la sangre seis años después
(Lydia). El que disparaba con el arma en la cadera bajó el cañón, se la puso al
hombro y empezó a apuntar hacia abajo, cada vez a una diana concreta, para
matarnos uno por uno. Me hirieron. Miré a Hélène. Ya no tenía nariz y tenía un
agujero en el lugar del ojo derecho (Pierre-Sylvain). Conseguí subir al palco, había
un hombre detrás de la fila del fondo, me escondió debajo del asiento (Edith).
Yo llevaba una camiseta blanca, pesaba 120 kilos, una diana estupenda. Me puse
delante de Edith pensando que así quizá la protegería (Bruno). Oía la matanza
sin verla, acurrucada detrás de Bruno en postura fetal, aguardando la muerte.
Vi que se abría la puerta en un extremo del palco. El tipo estaba a tres o
cuatro metros, muy tranquilo, con unas zapatillas de deporte blancas (Edith).
Yo me dije: “Vaya, que pancho está, parece tranquilo”. Y luego levantó el brazo
y disparó desde el palco hacia el foso (Bruno). Y entonces hubo aquella
explosión espantosa. Era ya espantosa, yo pensaba que no podría haber otra más
espantosa, pero aquello era un grado aún más alto del horror, me dije que era
como el 11 de septiembre: el primer avión y, después, el segundo avión (Aurélie).
Había pingajos de carne por todas partes. Pensé que ya no quedaba leche en la
nevera y que no había pagado el comedor escolar de mi hija (Edith). Vi volar
lentamente al caer sobre nosotros unas plumas que comprendí enseguida que eran
las plumas de su anorak (Amandine). Recuerdo el pantano viscoso en el que chapoteábamos,
el olor a pólvora y a sangre y después la explosión, los pedazos del kamikaze
que empezaron a caernos encima. Vi en una alucinación a mi hijo diciendo: “Mamá,
tienes que levantarte, tienes que salir” (Gaëlle). Un amigo de Bruno vino a
nuestro encuentro, le dijo que la situación se calmaba un poco, que era el
momento de huir. Bruno me dijo que me fuera con ellos. Yo le dije que no podía
moverme y él dijo: “Vale, me quedo contigo”. Y se quedó conmigo. Con una
perfecta desconocida. Chapó, Bruno (Edith). Oí gritar a los policías: “Evacúen
a los sanos”, y un hombre que se levantaba me vio la pierna y me dijo que lo
sentía muchísimo pero que no podía ayudarme (Amandine). Fue al incorporarme
cuando vi la carnicería. La luz cegadora, blanca. El montón de cuerpos, de un
metro de alto, me recordó las imágenes de la matanza de Guayana. Todo el foso cubierto
de cuerpos enmarañados, imposible distinguir entre muertos y vivos. Y encima de
ellos las volutas de humo: una imagen imposible de imaginar, incomprensible (Pierre-Sylvain).
Un chico me ayudó a incorporarme, me ayudó a caminar hasta el exterior y luego
volvió al Bataclan para ayudar a otros supervivientes (Aurélie). Nos hicieron
levantarnos y caminar hacia la salida en fila india, con las manos sobre la
cabeza, y nos dijeron que no mirásemos, pero yo no pude evitarlo. La enorme
charca se sangre negra y espesa. Todos aquellos cadáveres que una hora antes
estaban bebiendo y bailando. Vi el cuerpo de una muchacha rubia, preciosa, lo
único es que tenía los miembros mal colocados. El policía me dijo: “Siga
adelante, ya no hay nada que hacer” (Edith). Yo apretaba mi bolso, tenía mucho
miedo de perderlo porque dentro llevaba mi tarjeta sanitaria y la necesitaría
cuando estuviese en el hospital (Coralie). Supe más tarde que el joven cirujano
que me orientó hacia el quirófano con la esperanza de que me reconstruyeran la
cara era un amigo de la infancia: no me reconoció (Gaëlle). Cuando salí, vi a
Bruno quitando trozos de carne del pelo de una mujer que lloraba (Edith). Más
tarde, justo antes de morir, mi padre me dijo: “Tú y yo consolamos a los demás
de las desgracias que nos suceden”. Yo habría preferido no tener que consolaros
(Amandine).
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