EL PRECIO DE LA
DEMOLICIÓN FISCAL
Un sistema tributario
sólido y progresivo significa que contribuya más quien más tiene y más gana, y
que contribuya con una porción mayor de su riqueza y su ganancia
Ricardo Rodríguez
Técnico de Hacienda y escritor, eldiario.es junio 2020
Casi
todos hemos escuchado en alguna ocasión aquella idea de Oliver Wendell Holmes
según la cual los impuestos son el precio de vivir en una sociedad civilizada.
Tal vez la experiencia del último cuarto del siglo pasado y el arranque del
presente nos debería hacer añadir que solamente una sociedad civilizada es
capaz de sostener un sistema tributario justo y que la erosión del sistema tributario
es también, aunque a menudo no lo parezca, síntoma de crisis civilizatoria.
Si contemplamos
la historia de la humanidad con perspectiva amplia, nos daremos cuenta de que
constituyen una excepción los periodos en los que se logró que la mayoría de la
población alcanzara un grado aceptable de bienestar. Fuera de la época de gran
prosperidad en las sociedades occidentales avanzadas que comenzó a declinar con
la crisis del petróleo, lo usual a lo largo de los siglos ha sido que sólo una
élite pudiera permitirse una existencia no amenazada constantemente por la
estrechez material.
Una columna
decisiva de esta prosperidad es la existencia de un sistema tributario sólido y
progresivo, lo que significa no solo que contribuya más quien más tiene y más
gana, cosa que ya se logra en un sistema proporcional, sino que contribuya con
una porción mayor de su riqueza y su ganancia. Y es este, jamás resulta ocioso
recordarlo, el mandato que emana del artículo 31 de la Constitución de 1978.
Un difícil
y frágil consenso
La aceptación
mayoritaria de tal sistema, siquiera sea como mal necesario, entraña un nivel
muy elevado de conciencia cívica y un difícil y por desgracia frágil consenso
en torno a la democracia económica.
Se trata
nada menos que de entender que hemos de aportar una parte sustancial del fruto
de nuestro trabajo o del beneficio de nuestros negocios para el sostenimiento
de los gastos comunes, y que la medida de nuestra contribución no es lo que
personal y directamente vayamos a recibir a cambio, pues el impuesto no es un
precio, sino la cuantía de nuestra riqueza. Contribuimos en la medida de
nuestra capacidad y nos beneficiamos todos, pues es ese nuestro derecho como
ciudadanos, en la medida de nuestra necesidad.
Es por
esto que el artículo 2 de nuestra Ley General Tributaria define el impuesto
como el tributo que se exige sin contraprestación individual alguna, como consecuencia
de la realización del hecho, el acto o el negocio que ponga de manifiesto la
capacidad económica. No es por cierto anecdótico que recientemente el
economista Juan Ramón Rallo, director del Instituto Juan de Mariana, afirmase
que esta definición prueba que todo impuesto, sin excepción, es confiscatorio.
Indica la profundidad del ataque al cimiento del Estado de bienestar acometida
desde muy influyentes círculos intelectuales.
España comenzó
a construir de manera muy tardía en comparación con nuestros vecinos europeos
un sistema tributario moderno y ese retraso, se ha venido arrastrando hasta
nuestros días, entre otras razones porque, sin haberse terminado de culminar la
obra, comenzó a desmontarse a partir de los años noventa.
La reforma
fiscal de 1977, que pretendía dar soporte a un avanzado Estado social y que
diseñó una estructura tributaria similar a la de los más prósperos países
europeos, se inspiraba en el proyecto auspiciado por el profesor Enrique
Fuentes Quintana desde el Instituto de Estudios Fiscales, cuya presentación a
Franco en 1973 había provocado la destitución fulminante del ministro del ramo.
A lo largo del régimen franquista había habido dos importantes reformas
fiscales, en 1957 y en 1964, pero aún el día de la muerte del dictador subsistía
un sistema deslavazado, rotundamente ineficaz para controlar el fraude
generalizado y obtener recursos suficientes y con un peso desmesurado de la
imposición indirecta que lo hacía profundamente regresivo.
La reforma
de 1977 introdujo como pieza central un Impuesto sobre la Renta de las Personas
Físicas concebido como tributo directo, personal y progresivo que gravaba la
totalidad de las rentas percibidas por igual y se apoyaba a su vez en otros dos
importantísimos impuestos directos: el de Sucesiones y Donaciones, que recae
sobre las ganancias patrimoniales obtenidas a título gratuito y cumple una
función básica en la persecución de la igualdad de oportunidades, paliando el
ensanchamiento de las desigualdades generación tras generación, y el Impuesto
sobre Patrimonio, que detecta el coste de oportunidad de la riqueza acumulada en coherencia con la
función social de la propiedad enunciada en la Constitución y ayuda además a
controlar las fuentes de renta del IRPF. El sistema se completa con el Impuesto
sobre Sociedades que grava la renta de las personas jurídicas, el de
Transmisiones Patrimoniales, que recae sobre las que se producen entre
particulares y, tras nuestra plena incorporación a la Comunidad Europea, el IVA
y los Impuestos Especiales como expresión fundamental de la imposición
indirecta.
Se ha
de retener bien la idea de sistema, porque el conjunto constituye un edificio
racional articulado sobre las cuatro manifestaciones básicas de capacidad
económica: la renta, el patrimonio, el consumo y el tráfico. Y, durante los
primeros años de la Transición, al menos acerca de los cimientos del edificio
existía consenso. Pero esto comenzó a cambiar en los años noventa.
No es
difícil resumir algunos de los hitos del desmantelamiento del sistema
tributario de entonces a la actualidad. Se ha ido desplazando de modo abrumador
el peso de la recaudación de los impuestos directos a los indirectos. Desde que,
a mediados de los noventa, el Impuesto de Sociedades pasara a configurar su
base imponible sobre el resultado contable de las empresas, el juego de
contabilidad y fiscalidad, amén del abuso de las deducciones, ha ido
agujereándolo de manera creciente. La desaparición de la transparencia fiscal
ha propiciado la eclosión de entidades patrimoniales y profesionales como vías
de elusión del fisco, hecho al que se alude luego cínicamente para justificar
la supresión de gravámenes eludidos. Desde la Ley de 206 el IRPF ha
cristalizado como tributo dual, que privilegia las rentas del capital sobre las
de trabajo. Y la competencia fiscal entre Comunidades Autónomas, en una carrera
insensata que a la larga destruye el sostén de los servicios públicos para
todos, ha transformado Sucesiones y Patrimonios en tributos residuales.
La hegemonía
del liberalismo
No es
ajena a esta realidad la hegemonía del neoliberalismo en el mundo, por
supuesto. Abanderada de la revolución conservadora, la derecha se ha entregado
sin más a la demolición. Pero tampoco la izquierda ha ofrecido gran
resistencia, obsesionada a menudo por la creación de nuevas figuras tributarias
que podrían ser útiles como complemento pero carecen de capacidad para sustituir
a los grandes impuestos.
Lo más
desolador, con todo, es el alarmante deterioro de la conciencia fiscal de gran
parte de la ciudadanía. En especial trabajadores, autónomos y profesionales de
rentas medias que han ido perdiendo poder adquisitivo al tiempo que son
testigos atónitos de la corrupción y del deterioro de los servicios públicos. No
se debería desdeñar su indignación, que la extrema derecha sí trata de explotar
para sus fines. El Estado de bienestar sólo puede subsistir si garantiza que
toda la población, y no solo los muy desamparados, puedan acceder a servicios y
bienes públicos de calidad a cambio de su aportación.
La actual
crisis de la COVID-19 nos ha mostrado en toda su crudeza cuánta era nuestra
desnudez. Deberíamos aprender ya que el sostenimiento de los servicios públicos
puede ser asunto de vida o muerte. Necesitaremos con seguridad medidas fiscales
extraordinarias, como la propuesta del impuesto a la riqueza de los economistas
Landais, Saez y Zucman de la que algunas organizaciones políticas y sociales se
han hecho eco. Pero a medio plazo estamos obligados a reconstruir de raíz un
sistema tributario suficiente. De lo contrario, el precio a pagar podría ser
demasiado alto.
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