miércoles, 26 de abril de 2023
Julio 2014: N.º 24: El nacimiento del islam
The Rashidun army was the core of the Rashidun Caliphate's armed forces during the Muslim conquests of the 7th century, serving alongside the Rashidun navy. The Rashidun army maintained a high level of discipline, strategic prowess and organization.
In its time, the Rashidun army was a powerful and very effective force. The size of the Rashidun army was initially 13,000 men in 632, but as the Caliphate expanded, the army gradually grew to 100,000 men by 657.
https://www.artstation.com/artwork/nQK8dO
sábado, 22 de abril de 2023
1936 Drogas en la Guerra Civil
https://www.publico.es/politica/drogas-guerra-civil-franquismo.html#analytics-noticia:relacionada
Fumetas, morfinómanos,
borrachos y cocainómanos en el frente nacional y republicano
Por
Henrique Mariño, 20 de febrero de 2021
Los borrachos eran señalados con el dedo en la retaguardia
republicana, despreciados por entregarse a los efluvios de Baco mientras los
milicianos arriesgaban su vida en el frente. Tampoco gozaban de prestigio los
falangistas que se ajustaban el correaje para pegar unos tiros y luego regresar
a los bares de sus localidades a ponerse ciegos. La propaganda de ambos bandos durante la guerra civil censuró el
consumo desmesurado de alcohol, si bien los defensores del gobierno legítimo atacaron con mucha más dureza esa
práctica, sobre todo si tenían edad militar y habían evitado el fragor de la
guerra.
El Luchador se burlaba de los "héroes del bar"
que combatían en "el frente del... mostrador", mientras que el
Comisario General de Guerra advertía en 1937 que si los soldados estaban ebrios
era imposible que cumpliesen con su deber: "Difícilmente podrá́ un
combatiente meter un tiro en la cabeza del enemigo que avanza si por cada
enemigo ve dos o tres y no sabe cuál de ellos es el verdadero". Empinar
el codo implicaba el riesgo de que se fuesen de la lengua, por lo que tanto las
autoridades civiles como las militares consideraban el alcoholismo como
"el mejor aliado de la quinta columna", en referencia a los
"enemigos emboscados" en la zona republicana.
José Millán-Astray y Francisco Franco, declarado
abstemio, llegaron a prohibir el alcohol en la Legión porque lo consideraban un
"veneno" que alentaba la indisciplina y las deserciones, pero
tuvieron que recular por las protestas, de modo que los legionarios podían
beber a placer siempre que permanecieran firmes y bravos. Tenían, pues, que
"aguantar como un hombre", una máxima que fue "la raíz de la
masculinidad combatiente chulesca y castiza", en palabras de Jorge Marco,
autor de Paraísos en el infierno. Drogas
y guerra civil española, donde subraya que, frente a ese
"signo de virilidad combatiente", fueron los católicos los que
criticaron sin ambages los lingotazos.
Aunque la propaganda y la realidad diferían,
la prensa rebelde también atacó a los "zánganos" que
"derrochaban valor" en los bares, sobre todo los jóvenes. "No
sabían hacer otra cosa que apurar cañas de cerveza y vasos de licores
exóticos, aplaudir en el cine escenas de guerra y lucir trajes dernier cri para
cautivar corazones de niñas frívolas", criticaba en 1937 el Servicio de
Propaganda de la FET y de la JONS de Soria. "Hay una enorme contradicción
entre los discursos y las prácticas", explica a Público Jorge Marco, quien considera que, pese a la
inviabilidad de imponer una Legión abstemia, los nacionales fueron más
pragmáticos.
"Todas las ideologías, pese a ser distintas, eran utópicas,
por lo que intentan construir un modelo del hombre en el contexto de la guerra.
Pero cuando proyectaban el ideal se encontraban con que la realidad era muy
sucia y difícil de disciplinar, por lo que se inician unos procesos de
negociación. En el caso español, fueron más eficaces los franquistas, porque
tenían una visión práctica. Los republicanos, más utópicos, lo consiguieron en
cierta medida, aunque no de una forma tan sofisticada como los franquistas,
porque les costaba más desprenderse de sus ideales", afirma el
historiador.
Así, los
anarquistas se empeñaron en censurar el alcoholismo, como rezaba un cartel del Comité Regional de Juventudes
Libertarias del Centro, que abogaba por cerrar los abrevaderos porque "el
bar anquilosa, es el vivero de la chulería" y "la taberna atrofia y
degenera el espíritu combativo". En busca del "hombre nuevo",
un propagandista calificaba al borracho como un "perro rabioso" y
como un "parásito", por lo que concluía que debía ser eliminado.
Aunque había excepciones, incluso entre anarquistas abstemios como Juan Oliver, quien después de beber como
un cosaco en un cafetín escribía en Umbral: "Al fin se terminó todo lo que había
de bebible y de comestible y no recuerdo que uno solo de los obreros llegara a
emborracharse".
Según Jorge
Marco, lo que venía a decir en el fondo es que "el ardor revolucionario y
sus ideales hacían que los hombres, pese a ingerir todo el alcohol del mundo, no terminaran ebrios". De
hecho, El Sindicalista publicaba en 1936 un artículo para fomentar el
suministro a los combatientes: "¡Todo para las trincheras! Que no nos
quede una botella de coñac, de ron, de ginebra en las tiendas ni en los
cafés. Que todo sea para el frente". Mientras, el Comité Nacional de
Mujeres Antifascistas difundía en La Unión un mensaje que animaba a enviar a los
luchadores contra el fascismo "una botella de coñac y una buena manta de
abrigo".
El 5º Regimiento de Milicias Populares,
organizada por el PCE, trató en cambio de prohibir el consumo, pero terminó
sirviendo vino en las comidas y cerveza en los momentos de asueto. Otro
frustrado intento de dar ejemplo, encarnado en Julio
Mangada, combatiente en Guadarrama y héroe de la defensa de Madrid.
Abstemio, el militar republicano organizó una recepción en agosto de 1936 para
celebrar el freno al fascismo donde brindó por primera vez con alcohol. Tras un
gesto de desagrado, dijo irónicamente: "Como verán ustedes, me cuesta
menos trabajo pelear contra los fascistas que beberme un poco de vino".
Esa era la figura del soldado que quería implantar el Ejército Republicano,
aunque la tentativa fue en vano, pues los grados infundían valor en la tropa al
tiempo que servían para olvidar las penas.
"Así, fue distribuido de forma abundante para que los
soldados entrasen en combate", explica el profesor de Historia y Política
en la Universidad de Bath. "En la retaguardia del bando republicano estaba
mal visto, por lo que los jóvenes debían estar a la altura de quienes se
sacrificaban en el frente y trabajar para el esfuerzo bélico. El miliciano era
prioritario, un héroe, mientras que la figura del chulo y el castizo franquista
asumió legitimidad pese a no ser respetable, pues el modelo de masculinidad
debía representar la salud, el control y la fuerza física. Sin embargo, ese
ideal chocó con la realidad, porque los combatientes estaban a otras cosas. Y,
en la práctica, fue la masculinidad predominante, cuyo lema podría haber sido Somos tíos con huevos que
sabemos beber".
Paraísos
en el infierno refleja como la mayoría de los combatientes se valieron del
alcohol "para suprimir emociones como el miedo, el estrés, el
aburrimiento, la tristeza y la extenuación; para combatir necesidades y
sensaciones fisiológicas como el dolor, el hambre, la sed, el calor y el
frío; y para adquirir coraje y energía", escribe Marco. "Con
similares propósitos hubo combatientes que se autoadministraron morfina y
cocaína, aunque su número fue mucho más reducido. En un contexto de guerra
total, donde sobre la población civil recaía el peso del esfuerzo bélico, al
mismo tiempo que vivía bajo la tensión de los bombardeos, los asedios
militares y la amenaza de la ocupación, su consumo de diferentes sustancias
psicoactivas también fue recurrente ya fuera para adquirir energía o para
anular emociones como el miedo, la tristeza o el aburrimiento".
No obstante, el consumo de drogas
duras fue anecdótico en comparación con el alcohol, la que más
estragos causó según el historiador, quien calcula que durante la guerra el
número de alcohólicos en ambas zonas aumentó en medio millón. Marco también
deja claro que no hubo un bando más "sano" que otro, si bien todos
los dirigentes trataron de proteger la reputación de los suyos y, por
extensión, de sus causas. Por ello, la farlopa y la morfina eran un tabú, por
lo que su consumo no terapéutico fue ocultado para no dar munición
propagandística al enemigo. "Como consecuencia, las referencias a la
morfina y la cocaína en la propaganda republicana e insurgente fueron escasas
en contraste con la saturación de mensajes existentes en torno al alcohol", escribe el
profesor de la Universidad de Bath.
"Ninguna de ellas, además, se atrevió apenas a denunciar su
uso entre los combatientes, a pesar de que era un fenómeno conocido en ambos
ejércitos. En la zona republicana los discursos antidroga se utilizaron para
disciplinar a su propia retaguardia, pero sobre todo fue una herramienta para
denigrar al enemigo. En el caso de la propaganda sublevada el silencio sobre el
uso de estas sustancias en sus filas —incluida la retaguardia— fue absoluto,
por lo que empleó los atributos negativos de la morfina y
la cocaína para atacar exclusivamente a su adversario", prosigue Marco,
quien subraya que los Estados Mayores no promovieron su consumo, como sí
ocurrió con las anfetaminas durante la Segunda Guerra Mundial.
Curiosamente, la prohibición de las drogas
obedecía a la respetabilidad burguesa, pero luego también a la revolucionaria.
"Es un fenómeno que se produce desde finales del siglo XIX, cuando la
burguesía impone unos modelos de masculinidad muy fuertes para diferenciarse de
la nobleza y la aristocracia, aunque también de las clases populares, a quienes
estigmatizan", razona Marco. "Sin embargo, ese mensaje será adaptado
a la cosmovisión del movimiento revolucionario para estigmatizar a la burguesía,
que sería la clase decadente", añade el investigador.
El mito de
las anfetaminas
Varios estudiosos y médicos afirmaron que
España fue el primer país que consumió anfetaminas, sobre todo en la Marina,
para mejorar el rendimiento de los soldados, pero Marco explica a Público que los
rumores respondían a una mala traducción de un texto del psiquiatra exiliado
Emilio Mira, quien había sido jefe de los servicios psiquiátricos del
Ejército Popular de la República. Un artículo publicado en 1942 tras
participar en unas conferencias en Nueva York llevó al equívoco, pues sostenía
que Benzedrine —consumida por británicos y estadounidenses, frente al Pervitin
empleado por los nazis— era "un método deseable para combatir la fatiga
durante batallas de larga duración". Sin embargo, se refería a la guerra
entre los aliados y las potencias del Eje, no a la española.
"No me consta el consumo de anfetaminas porque
no hay evidencias y porque esas sustancias se empezarían a fabricar a partir de
1938 en EEUU y en Alemania, las dos grandes industrias farmacéuticas de la
época, mientras que aquí era nula. Y si se hubiese producido, hablamos de un
hecho excepcional, cuya decisión fue adoptada autónomamente por los
oficiales", añade el profesor de Historia y Política en la Universidad de
Bath. "En cambio, sí hay constancia del consumo de morfina y cocaína sin
aprobación médica entre combatientes de ambos ejércitos por iniciativa
propia. Algunos soldados, ya fuera por experiencias previas o por conocer de
segunda mano los efectos de estas sustancias, solicitaban a los médicos de su
unidad que se las suministraran".
No obstante, el consumo de farlopa en el frente no era muy
habitual porque, además de su alto precio, escaseaba. "Podías encontrarla
en los botiquines y se usaba, cuando no había otros medios, como anestésico
local, pero no era un producto con gran presencia en el frente", matiza el
autor de Paraísos en el infierno.
En cambio, fue frecuente el consumo de morfina durante y después de la
contienda, pues los soldados se engancharon por un uso médico. El opiáceo se empleaba en ambos
ejércitos para paliar el dolor causado por las heridas y durante la
recuperación, lo que provocó un aumento significativo de morfinómanos,
incluidos los médicos militares que se la autosuministraban porque conocían la
dosis adecuada para provocar el efecto deseado y, dada la facilidad para
obtenerlo, no levantaban sospechas.
Aunque el investigador Juan Carlos Usó ha
sostenido que "parece ser que las drogas circularon abundantemente en las
trincheras de ambos bandos", Marco apela a la prudencia y considera que no
fue un hábito extendido entre los tres millones de soldados. Para ello, se vale
de estudios de militares y médicos de la época, que le han llevado a la
conclusión de que ese supuesto consumo masivo es una apreciación exagerada. En
todo caso, los psiquiatras franquistas López Ibor y Vallejo Nájera afirmaban
que se había producido un incremento de las toxicomanías en ambos ejércitos.
El primero lo atribuyó a "las condiciones extremas del conflicto bélico
—el miedo, el agotamiento, el tedio
en las trincheras y el padecimiento de los heridos—", mientras que el
segundo justificó la dependencia tras el uso terapéutico.
El psiquiatra González Duro, por su parte, señala al miedo y la
represión como causas y pone como ejemplo a un enfermo que en los años cuarenta
arrastraba una dependencia después de haberse inyectado morfina y cocaína a
diario para sobrellevar la guerra. El uso terapéutico del opiáceo era tan
habitual que Dionisio Baños recordaba en el libro Naturalidad extremeña. Memorias de un miliciano que
"en todos los sitios lo primero que hacían era ponerme una
inyección", algo que no rechazaba ningún herido que soportase fuertes
dolores. Aunque hay excepciones, como Jakob Lurie, voluntario de las Brigadas
Internacionales, quien se negó a que le inyectasen morfina pese a que llegaron
a amputarle una pierna. Según este polaco judío y socialista, "no quería
hacerme dependiente".
Marco subraya que en la retaguardia el consumo de morfina y cocaína era más habitual en
las grandes ciudades bajo control republicano —Barcelona, Madrid y Valencia—,
como lo había sido antes de la guerra, mientras que en la España rural, en
manos de los fascistas, no se dio porque todavía no habían penetrado, aunque sí
en San Sebastián, Sevilla, A Coruña, Mallorca y, posteriormente, Bilbao.
"En todo caso, el tabú social que suponía su consumo suprimió
prácticamente todo rastro de evidencias", explica el profesor de la
Universidad de Bath, quien recuerda que tanto los combatientes como los civiles
se proveyeron, al margen del sistema oficial, a través del mercado negro, lo
que representó un grave problema para las autoridades republicanas e
insurgentes.
El consumo
de cocaína y morfina en la retaguardia
Antes del golpe de Estado de 1936 el
consumo por parte de la población civil tenía como escenario los ambientes
bohemios, como el barrio chino de Barcelona, donde la cocaína recibió
denominaciones coloquiales como mandanga, coco o nievita. Pese a que no era un
fenómeno extendido, su uso en los locales nocturnos tenía mucho que ver con la Primera
Guerra Mundial, que provocó el éxodo de refugiados a la Ciudad Condal, como
sostiene Juan Carlos Usó. A los cabarés del Paralelo también llegaron mujeres
procedentes de Francia, Alemania o Italia, acompañadas por su afición a la farlopa y a la morfina, una
droga que también importarían los españoles que habían luchado en Europa. A
todos ellos habría que sumar los voluntarios de la Legión Extranjera que
combatieron en Marruecos, enganchados al opiáceo desde que habían resultado
heridos.
"Gracias a este calmante, no nos arrancábamos los vendajes,
para dejarnos morir por las heridas. Después de la estancia en el hospital,
con varias dosis de morfina diaria, al salir estaba intoxicado. Han sido
millares los hombres que se han acostumbrado a la morfina en los hospitales de
sangre. Luego, los ricos, los que tenían familia que los cuidara y que los
vigilara, se pusieron en cura y se desintoxicaron. Cuando volvimos a España
con una gloriosa herida y un vicio
tal vez glorioso también, puesto que fue contraído al servicio de la Patria,
la gente nos despreció y nos consideró como unos seres abyectos. Y cuando
llamamos a la puerta de un hospital, de un sanatorio, de una Casa de Socorro,
nos dicen: ¿Morfinómanos? ¡Aquí no hay
sitio para esos vicios! Y nos dan con la puerta en las
narices", relataba un soldado.
¿Había un mayor consumo entre los oficiales
que entre la tropa? La prensa republicana publicó que, tras el asalto al
cuartel de la Montaña en Madrid, el general Fanjul estaba en su despacho
"rodeado de coñac, cigarrillos y tubos de cocaína", mientras que en
suelo hallaron "varios paquetes de morfina y cocaína, con los que los
oficiales procuraban atontarse". Aunque suene a propaganda, Marco afirma que los
oficiales tenían mayor acceso a las sustancias que los soldados rasos.
"Había consumidores de morfina e incluso de cocaína entre los militares
franquistas que habían combatido en las guerras coloniales y que luego fueron
oficiales entre 1936 y 1939. El uso había sido previo y posiblemente también durante
la contienda, pero no era una práctica extendida, como sí lo fue en Alemania,
EEUU y Reino Unido durante las grandes guerras. Como España era un país pobre,
ambos ejércitos estaban marcados por la precariedad".
El hachís,
asociado a legionarios y marroquíes
Desde Marruecos también llegó el hachís,
apenas consumido en el bando republicano, pues estaba asociado a los soldados
regulares marroquíes y a los legionarios españoles. Los primeros consumían
kif a diario, mientras que los segundos habían adquirido el hábito, explica Marco,
quien subraya que "no era un estimulante para el combate, sino para
relajarse después de luchar". En cambio, frente a la propaganda contra
otras drogas, el cánnabis se
consideraba un "vicio menor" y los médicos no le prestaron atención
como a la cocaína y, sobre todo, a la morfina. De puertas adentro, claro,
porque el tabú hizo que el bando franquista se cerrase en banda para no darle
argumentos a la propaganda enemiga, de modo que no hay huella alguna de su
consumo en la prensa.
En todo caso, lejos del frente, la cocaína, debido a su alto
precio, solo estaba al alcance de las élites, que a veces flirteaban con los
bajos fondos. "La morfina, en cambio, era interclasista y los soldados que
regresaban enganchados de la guerra contaban con la garantía de que la
recetaban con facilidad", matiza Marco, quien establece tres categorías de
morfinómanos antes de 1936: "Las clases medias, los médicos, los
farmacéuticos y las personas cercanas a ellos, los soldados que habían luchado
en la guerra de Marruecos y
las clases populares que rozaban la marginalidad, lo que hoy sería un yonqui
tirado. Aunque luego la guerra va a ampliar ese espectro", apunta el
investigador, convencido de que la falta de una industria farmacéutica evitó el
uso masivo de drogas.
"Si hubiese existido, en España se habría consumido una gran
cantidad de sustancias como la cocaína, la morfina y las anfetaminas. Era una
cuestión de oferta y demanda, de modo que el uso fue reducido porque no había
acceso a las sustancias ni una red de distribución comparable a la de Alemania,
Reino Unido o EEUU", comenta el profesor de la Universidad de Bath, quien
recuerda que los comités revolucionarios ocuparon los laboratorios
farmacéuticos tras el estallido de la guerra, lo que supuso un problema para el
gobierno legítimo, que tuvo que recuperar esos espacios de producción.
"Sin coordinación, habrían llevado las
empresas a la ruina, del mismo modo que la mala gestión de los comités habría
dificultado el esfuerzo bélico republicano", cree Marco, quien apunta que muchas
cerveceras y fábricas de tabaco eran propiedad de empresarios vinculados al franquismo, por lo que también
fueron ocupadas. "Otro contratiempo, porque en ese sentido las autoridades
fascistas fueron más eficaces, pues los militares fiscalizaron inmediatamente
todo y lo pusieron a su servicio bajo una única coordinación".
Más allá de que la guerra civil provocase un aumento del consumo
de morfina y hachís, sobre
todo entre quienes participaron en la contienda, durante la dictadura de Franco
no solo se consolidó, sino que también se extendió al de la cocaína y las
anfetaminas. La tolerancia por parte del régimen pudo responder a que las
drogas ejercían de válvula de escape. "Ese es mi argumento", matiza
Marco. "La dictadura franquista usa muy bien la doble moral: mientras
difundía discursos contra el consumo de drogas, el Estado se convirtió en la
práctica en el mayor traficante o suministrador de morfina hasta mediados de
los años cincuenta".
El objetivo, según él, era suministrársela gratis a quien no
pudiera pagarla, pues muchos adictos pertenecían
a las clases populares. "Es decir, trataron de evitar que la crisis
sanitaria no se convirtiera en una crisis social, que acarrearía la comisión de
robos y delitos. Y, dado que durante la dictadura no podías hacer nada en
términos sexuales o políticos, el consumo de drogas era una válvula de escape
para la población", defiende el investigador, quien deja claro que en Paraísos en el infierno. Drogas
y guerra civil española ha combinado el aspecto
académico con un lenguaje divulgativo. "Una buena investigación que
resulte atractiva al lector, en la mejor tradición británica".
Cigarrillos
de calcetines
Marco no solo no se olvida del tabaco, sino
que le dedica una de las tres partes en las que se divide la obra. Su consumo
en el frente fue habitual, al igual que el del alcohol. El bando republicano
sufrió mucho más la escasez de cigarrillos que el nacional. De hecho, en la
retaguardia empezaron a elaborarse pitillos con todo tipo de hierbas, pero
cuando los ciudadanos estaban desesperados recurrieron a todo lo que
encontraban por ahí, desde hojas secas de los árboles hasta cáscaras de
cacahuete, pasando por espliego o té. En Madrid se implantó la pava, hecha con
residuos de tabaco, mientras que los codiciosos y desaprensivos timaron a los
ingenuos con cigarrillos rellenos de serrín.
"En 1937
empieza a haber escasez de tabaco en la zona republicana, porque los
productores apoyan a los franquistas, lo que da lugar a que el ingenio popular
busque sucedáneos para sustituir a la hoja de tabaco", explica Jorge Marco. "La gente,
entonces, empieza a secar incluso lechugas, pero cuando los productos se van
acabando llegan a extremos inimaginables". Ángel Viñas le recuerda al
autor del libro que su padre tostaba mondas de patata durante la guerra, aunque
todavía sorprenden más las crónicas de la época que relatan cómo algunos
picaban sus calcetines y se los fumaban con tal de ver un humo que no brotase
de los fusiles ni de las bombas.
1943 El levantamiento judío del gueto de Varsovia
'Szmalcownik': los
extorsionadores del gueto de Varsovia que chantajeaban a los judíos que
lograban escapar
Jorde Decarlini, 22 de abril
de 2023
En el ranking macabro de lugares donde
los nazis desplegaron
sus atrocidades, muy pocas ciudades ocupan un puesto superior que Varsovia. Evidentemente, sus
habitantes más perseguidos fueron los judíos, quienes con 359.827
miembros censados en 1939 representaban la comunidad judaica más amplia no ya
de Polonia, sino de toda Europa —y la segunda a nivel mundial, solo por detrás
de Nueva York—. Aquel mismo año, el de la invasión alemana, comenzó el
hostigamiento: imposición del brazalete con la estrella de David, prohibición
de acceso a determinadas zonas, exclusión en algunas profesiones. Pero en
noviembre de 1940 llegó el paso definitivo: los invasores levantaron un muro de tres metros de
altura y dieciocho kilómetros de largo coronado por un alambre de
púas. Había nacido, como parte de la solución final ideada
por los nazis, el gueto de Varsovia.
Su población
osciló a lo largo del tiempo, pero se estima que alrededor
de 400.000 judíos —además de los varsovianos, fueron trasladados
habitantes de poblaciones vecinas— quedaron encerrados detrás del muro. Un
porcentaje resume bien aquel hacinamiento: aunque representaban el 30% de la
población de la ciudad, el gueto tan solo suponía el 2,4% de su territorio. Se
calcula que, de media, cada habitación albergaba a nueve personas, quienes
además obtenían una dieta con un aporte calórico diez veces inferior al de los
ciudadanos de cualquier otro barrio.
En el ranking macabro de lugares donde los nazis desplegaron sus atrocidades, muy pocas ciudades
ocupan un puesto superior que Varsovia.
Evidentemente, sus habitantes más perseguidos fueron los judíos, quienes con 359.827 miembros
censados en 1939 representaban la comunidad judaica más amplia no ya de
Polonia, sino de toda Europa —y la segunda a nivel mundial, solo por detrás de
Nueva York—. Aquel mismo año, el de la invasión alemana, comenzó el
hostigamiento: imposición del brazalete con la estrella de David, prohibición
de acceso a determinadas zonas, exclusión en algunas profesiones. Pero en
noviembre de 1940 llegó el paso definitivo: los invasores levantaron un muro de tres metros de
altura y dieciocho kilómetros de largo coronado por un alambre de
púas. Había nacido, como parte de la solución final ideada
por los nazis, el gueto de Varsovia.
Su población osciló a lo largo del tiempo, pero se
estima que alrededor de 400.000 judíos —además
de los varsovianos, fueron trasladados habitantes de poblaciones vecinas—
quedaron encerrados detrás del muro. Un porcentaje resume bien aquel
hacinamiento: aunque representaban el 30% de la población de la ciudad, el
gueto tan solo suponía el 2,4% de su territorio. Se calcula que, de media, cada
habitación albergaba a nueve personas, quienes además obtenían una dieta con un
aporte calórico diez veces inferior al de los ciudadanos de cualquier otro
barrio.
Durante el primer año y medio, el creciente número de
bajas judías se explica por las condiciones infrahumanas: hambre, falta de
higiene y recursos, epidemias. Muertes naturales y suicidios. Pero eso cambió en julio de
1942, fecha en la que se hizo efectiva la resolución que, seis meses antes,
habían tomado catorce altos funcionarios nazis, reunidos en una apacible
mansión en el distrito de Wannsee, al suroeste de Berlín. Su plan de deportaciones masivas al campo de exterminio de Treblinka —construido
en un bosque a unos 80 kilómetros de la capital polaca— significó, en apenas
dos meses, el traslado rumbo a la muerte para 300.000 habitantes del gueto.
Como si, a pesar de todo, aún se resistiesen a creer la
abyección de sus represores, los judíos pensaron que los trasladaban a
campos de trabajo. Poco a poco, con las informaciones que recibían a
cuentagotas, descubrieron la cruda realidad. Se estima que por entonces tan
solo sobrevivían en el gueto unas 60.000 personas —más de la mitad servían de
mano de obra baratísima en empresas alemanas, y el resto ocultos, librándose
como podían de las deportaciones—, de las cuales apenas un número ínfimo
contaba con la capacidad y la preparación básica para luchar. Pero eso fue lo
que decidieron hacer las dos organizaciones insurrectas que operaban dentro de
aquellos muros, quizás porque la alternativa era el tren.
El alzamiento del gueto de
Varsovia comenzó
el 19 de abril de 1943, como un último intento desesperado de plantarle cara al
tirano que, por supuesto, los aplastó. Los desiguales combates, en número y en
arsenal, duraron cuatro días. El fin simbólico de la rebelión se fija el 16 de
mayo, día en el que los alemanes volaron una sinagoga ubicada más allá del área
cercada como respuesta a la insurrección.
El gueto quedó completamente destruido —poco
después pasaría lo mismo con el resto de Varsovia, donde los nazis se ensañaron
a sabiendas de su inminente derrota bélica—. Hoy, ocho décadas después, nadie
que pasee por aquella zona sería capaz de reconocer lo que fue, salvo que
cuente con la ayuda de un guía que contextualice los escasos vestigios del
horror. En su lugar se levantó un distrito financiero. Nada queda de aquello.
Sí que permanecen, en cambio, las fuentes
documentales, que ayudan a hacerse una idea, aunque sea muy aproximada. Las
memorias, los escritos, los bandos, las resoluciones. Escarbando en esos mismos
documentos es posible encontrar el ominoso rastro de una figura, un término
que, sin ajustarse a la etiqueta de judíos o nazis, también contribuyó a la
infamia: szmalcownik.
Etimológicamente, el término proviene de la voz
polaca szmalco-wać, que tiene su origen en una palabra que
significa grasa de cerdo. En principio
contaba con un doble significado: uno más literal, la acción propiamente dicha
de separar la grasa del cuerpo del animal, y otra acepción, más callejera, que
se refería a una manera de ganar dinero. Durante la Segunda Guerra Mundial, los polacos empezaron a
emplear szmalcownik para referirse
a las personas que perseguían y chantajeaban a judíos que se
encontraban sin permiso fuera de la zona asignada, bajo la amenaza de
entregarlos a las autoridades.
Se tiene constancia de que
ese fenómeno ocurrió igualmente en otras ciudades, que también albergaban sus
propios guetos, más reducidos, pero las mejores fuentes documentales
conservadas son las de Varsovia, por eso ambos conceptos suelen ir aparejados.
Se estima que entre tres y cuatro mil personas extorsionaron a judíos en la
capital durante la ocupación nazi. El perfil habitual respondía a hombres de 25
a 40 años, polacos la gran mayoría, aunque también los hubo de otras
nacionalidades. Su ocupación era tan simple como ruin: permanecer ojo avizor
con ánimo de identificar a cualquiera que tuviera prohibido estar fuera del
gueto. Había puntos estratégicos que vigilaban con más frecuencia, como las
inmediaciones del juzgado de Varsovia, donde se apostaban a diario porque a los
judíos sí se les permitía acudir allí para dirimir asuntos personales, y
algunos aprovechaban esa visita para intentar escapar al lado ario.
A veces los chantajistas conformaban bandas organizadas,
donde, incluso, integraban a algunos pocos judíos colaboracionistas con el
enemigo —igual que se dieron casos de cooperantes con la Gestapo— con la labor
de identificar o traicionar a sus semejantes. Pero los szmalcownik eran bien capaces de
reconocerlos por sí mismos: se apoyaban en cuestiones tan básicas como el
aspecto físico, su manera de hablar o su incapacidad para responder preguntas
referidas a costumbres católicas.
El modus operandi puede
dividirse en dos: aquellos extorsionadores que interrogaban a cualquier judío
que se encontrasen y, a la manera de un atracador callejero, le pedían solo lo
que tuviese encima, o los que iban más allá y, en lugar de asaltarlos, los
seguían hasta sus escondites y extendían el chantaje a todas sus posesiones.
Así, esta práctica se convirtió en una forma
de robo organizado llevada a cabo tanto por agentes de Policía como
por delincuentes habituales, que de repente pasaron a tener la ley de su lado.
Un chantajista refuerza su
posición de poder en función de lo que el chantajeado tenga que perder. Por
eso, en los primeros tiempos del gueto la transacción se
saldaba con sumas pequeñas, pero los szmalcownik aumentaron
sus demandas desde que en 1941 la normativa cambió y todo aquel judío —así como
cualquier persona que los ayudase— localizado sin autorización fuera de un
gueto o un campo de trabajo era directamente condenado a muerte. Lo mismo
ocurrió cuando empezaron las deportaciones masivas: págame, porque si no te
delato y tu destino seguro es Treblinka.
Los extorsionadores procuraban estirar su
amenaza todo lo posible, ya que, si realmente avisaban a las autoridades, esa
fuente de ingresos concreta —esa persona— desaparecía para siempre. Por
supuesto, vista la catadura moral de estos individuos, a nadie debe sorprender
que algunos exprimiesen a los judíos hasta que ya no tenían nada más que darles
y, solo en ese momento, los entregaban y cobraban la recompensa que los
alemanes ofrecían por cada pieza.
La población judía, que vivía de manera
perfectamente pacífica, se encontró de la noche a la mañana con un invasor que
cercenó sus libertades y los encerró luego en guetos, y encima vio cómo estas
prácticas chantajistas les multiplicaban las penurias, el miedo, la sensación
de peligro constante y el desasosiego por culpa de desalmados que no solo se
lucraron con su situación, sino que contribuyeron a engrosar el altísimo número
de muertes. Dicho de otro modo: en aquellos años, en Varsovia y demás ciudades
volvió a ponerse de manifiesto que el ser humano siempre puede alcanzar cotas
todavía más altas de ruindad. Es una máxima universal. ¿Que llegan los nazis y
convierten tu existencia y la de los tuyos en un infierno? Nada puede ir a peor
en ese contexto, pensaría alguno, pero entonces aparecen los szmalcownik para aprovecharse de ese
infierno. No es pesimismo, sino algo que conviene tener en cuenta: da igual lo
terrible que parezca la situación, siempre cabe un hijo de puta más.













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