miércoles, 11 de noviembre de 2020

Material de apoyo

10. LA MODERNIZACIÓN DE LA SOCIEDAD ESPAÑOLA (1900-1930)

 

1. La transformación demográfica

Durante el siglo XIX la población española creció lentamente como consecuencia de contar con una de las tasas de mortalidad más elevadas de Europa, semejante a la de Rusia o Rumanía. Sin embargo, a partir de principios del siglo XX, se produjo el progresivo descenso de la mortalidad y de la natalidad que ya habían experimentado otros países europeos desde mediados del XIX. En consecuencia, avanzó en su proceso de transición demográfica gracias a la modernización de su estructura económica y social.

 

El crecimiento de la población

En las tres primeras décadas del siglo XX la población española se incrementó en 5 millones de personas, pasando de 18,6 millones en 1900, a 23,6 en 1930. Ello significó el mayor aumento de población experimentado en su historia hasta entonces. Durante estas tres décadas, el saldo vegetativo anual fue positivo, con la sola excepción de 1918, a causa de la Gripe Española.

Este crecimiento fue provocado básicamente por el descenso de la mortalidad logrado gracias a los progresos médicos, la mejora de las condiciones sanitarias e higiénicas en las ciudades, como agua potable, alcantarillado o recogida de basuras, y una dieta más regular y equilibrada. Fue fundamental el gran descenso de la mortalidad infantil: si en 1900 morían en España el 41% de los niños antes de cumplir los 15 años, en 1930 este porcentaje descendió al 23%.

Este fenómeno fue acompañado de una disminución de la natalidad como consecuencia del menor número de hijos por mujer. En este cambio influyeron varios factores: el aumento de las mujeres alfabetizadas, que pasaron de ser tan solo el 32% en 1900 al 63% en 1930, y los cambios sociales en la familia y el trabajo, sobre todo en las zonas urbanas.

Aunque el descenso de la mortalidad y la natalidad fue más intenso en las provincias más industriales y urbanizadas, en el conjunto español la esperanza de vida se incrementó en más de quince años durante estas tres décadas. Estas transformaciones permitieron aproximarse al modelo de crecimiento demográfico de los países de Europa occidental.

 

Éxodo rural y migración trasatlántica

A finales del siglo XIX se aceleró en España el éxodo rural y numerosos campesinos comenzaron a residir en las grandes ciudades o emigraron al extranjero. La población activa agraria pasó de ser el 66% en 1900 al 46% en 1930.

España participó, aunque algo tarde, de la masiva emigración europea hacia América que se produjo entre mediados del siglo XIX y 1929. Este movimiento fue muy intenso entre 1905 y 1914, cuando emigraron casi dos millones de personas, convirtiéndose la española en la más importante emigración transoceánica, tras la italiana y la británica. Se calcula que más de un tercio de los emigrantes españoles no regresó, siendo Argentina, Cuba y Brasil los destinos principales, aunque Francia, con su colonia de Argelia, fue también un lugar preferente. Este fenómeno afectó especialmente a regiones como Galicia, como lo muestra que en 1920 viviesen en Buenos Aires más gallegos que en Vigo o La Coruña.

A partir de 1914, con el estallido de la Gran Guerra, disminuyeron las migraciones exteriores y se incrementaron las interiores, a consecuencia de la creciente demanda de trabajo en las grandes ciudades españolas. Esta movilidad, muy facilitada por la amplia red ferroviaria, incrementó los desequilibrios territoriales de población. Tan solo cinco regiones, Cataluña, Madrid, País Vasco, Canarias y la Comunidad Valenciana, tuvieron un saldo migratorio positivo durante estas tres décadas, mientras que Castilla-León, Galicia, Andalucía, Aragón y Castilla la Mancha tuvieron un saldo negativo muy considerable.

 

El creciente proceso de urbanización.

Las migraciones interiores se dirigieron preferentemente hacia las grandes y medianas ciudades. Madrid y Barcelona doblaron su población en tres décadas y en 1930 alcanzaron casi el millón de habitantes ya que la oferta de trabajo en la industria, los servicios y, especialmente, la construcción atraía mano de obra procedente de las zonas rurales.

El proceso de urbanización fue intenso, los ensanches diseñados a finales del siglo XIX en las grandes ciudades fueron llenándose de nuevas edificaciones al tiempo que se realizaban importantes reformas en los núcleos antiguos como la Gran Vía en Madrid o la Vía Layetana en Barcelona. Igualmente, se consolidaron importantes centros industriales junto a Barcelona (Badalona, Sabadell, Terrassa), Bilbao (Barakaldo, Sestao, Éibar) y en la zona minera asturiana (Mieres y Langreo).

El crecimiento de población fue alto en la mayoría de las provincias costeras mientras que el estancamiento o retroceso se produjo en las del interior, excepto en Madrid, Zaragoza y Valladolid. A pesar del creciente éxodo rural, el proceso de urbanización avanzaba lentamente: en 1930 solo el 15% de los españoles vivía en ciudades de más de 100.000 habitantes mientras el 70% residía en localidades de menos de 20.000 habitantes y las principales ciudades, Madrid y Barcelona, no llegaban al millón de habitantes.

A pesar de esta modernización demográfica y en términos comparativos con los países vecinos europeos, España presentaba una de las densidades de población más bajas del continente, una distribución muy desigual entre la costa y el interior y un bajo porcentaje de población urbana.

 

2. La modernización económica 

España superó con relativa facilidad la crisis derivada de la pérdida colonial de 1898. Durante las tres primeras décadas del siglo XX, experimentó una notable modernización de su estructura económica gracias a la aplicación de la electricidad y la introducción de nuevas tecnologías. Este hecho, favorecido por la llegada de capitales exteriores, posibilitó el aumento y diversificación de la producción industrial así como el desarrollo de los servicios. El sector agrario, pese a seguir siendo mayoritario, perdió peso dentro de la economía e inició su transformación. La neutralidad española durante la Primera Guerra Mundial fue básica para impulsar estos cambios.

 

El impacto del cambio energético

La electricidad fue un factor clave para el crecimiento económico del siglo XX. Su aplicación se extendió a las más variadas actividades humanas, al ofrecer una energía limpia y barata que podía transportarse y distribuirse con facilidad.

En España se produjo una importante demanda de electricidad a partir de 1910 y fue entonces cuando se fueron sustituyendo las pequeñas compañías eléctricas, vinculadas a la generación térmica de electricidad para iluminar las ciudades, por grandes compañías con capital extranjero. Se construyeron importantes centrales hidroeléctricas y extensas redes de distribución que permitieron la expansión industrial y de los transportes. El gran crecimiento de la producción y del consumo eléctrico producido entre 1914 y 1930 significó la rápida sustitución del carbón en la mayoría de las industrias.

Junto a la electricidad, fue también fundamental la incorporación de otra fuente primaria de energía, el petróleo y sus derivados (gasolina y plásticos), que impulsó una revolución en los transportes al aplicarse a la navegación y posibilitar el surgimiento del automóvil y de la aviación. La introducción de las tecnologías industriales más modernas afectó a todos los ámbitos de la vida social, desde el residencial (ascensores, electricidad y agua corriente) al industrial y a los servicios.

También se avanzó en la mejora de la transmisión de la información. A partir de la década de 1860, se produjo la expansión del telégrafo y, en la década de 1920, del teléfono y de las emisiones de radio. La difusión de estos avances se concentró en las ciudades de mayor tamaño y resultó casi inexistente en el mundo rural. Asimismo, su implantación fue más lenta que en otros países: en 1930, el número de telegramas enviados era menos de la mitad que en Italia.

 

La diversificación industrial

En las tres primeras décadas del siglo XX, el producto industrial per cápita aumento en un 60%, con una tasa media de crecimiento anual del 1,6%. Al mismo tiempo, la estructura industrial se diversificó con la aparición de nuevas industrias y la consolidación de las ya existentes. Sin embargo, se mantuvo la preponderancia de las industrias de bienes de consumo sobre las de bienes de equipo, aportando las primeras, casi la mitad del total de la producción industrial.

El desarrollo industrial fue desigual ya que mientras los nuevos sectores experimentaron un crecimiento muy considerable, los sectores más tradicionales tuvieron un ritmo más lento. Entre los primeros, el textil catalán continuó su expansión, pero comenzó a perder peso. Las industrias alimentarias también retrocedieron a pesar de la expansión de la industria conservera del pescado, ubicada en el litoral atlántico y en el cantábrico, y la de los productos agrícolas desarrollada en Navarra. La industria química se consolidó gracias a la fabricación de fertilizantes, medicamentos, pinturas y explosivos y la siderúrgica vizcaína creció considerablemente a partir de la creación de Altos Hornos de Vizcaya (1902), el complejo siderúrgico español más importante. En Cantabria se constituyó la empresa siderúrgica Nueva Montaña S.A. (1899) y en Sagunto (Valencia) surgió Altos Hornos del Mediterráneo (1923).

Entre las nuevas industrias sobresale el rápido crecimiento de la industria eléctrica, especialmente entre 1923 y 1930. La producción de electricidad se concentró, sobre todo, en el grupo Barcelona Traction, conocido popularmente como La Canadiense por el origen de su capital, y en las industrias hidroeléctricas vinculadas a la banca de origen vasco. La industria metalúrgica tuvo en el automóvil y los electrodomésticos dos sectores en expansión. La empresa automovilística pionera en España fue la Hispano Suiza (1904), especializada en la fabricación de vehículos de lujo y la venta de automóviles. Esta empresa conoció un notable crecimiento al finalizar la Primera Guerra Mundial debido al descenso de los precios, al aumento de la renta y a la mejora en la red de distribución del combustible.

También se crearon empresas de refinado y distribución de petróleo como la compañía Campsa, fundada en 1927. En la década de 1930 se produjo la difusión de los primeros electrodomésticos, como los aspiradores, las neveras eléctricas, la radio y el teléfono, aunque al principio eran pocos los domicilios españoles que los poseían. La construcción experimentó un gran empuje a partir de la consolidación de la industria del cemento, con la creación de la empresa Asland en 1928, especializada en cemento Portland.

 

Aumento de las inversiones y de los servicios

Un elemento decisivo para este crecimiento económico fue la llegada de capitales procedentes del exterior, principalmente de Francia, Gran Bretaña, Alemania, Estados Unidos y Bélgica, que se invirtieron fundamentalmente en los sectores eléctrico, químico, metalúrgico, ferroviario, telefónico, automovilístico, bancario, petróleo y cemento. Igualmente, fueron relevantes las remesas de los emigrantes españoles desde América, así como el retorno de capitales españoles desde Cuba, Puerto Rico y Filipinas.

El sector servicios experimentó un crecimiento considerable gracias al proceso de urbanización de las grandes ciudades y a la creciente demanda de servicios básicos como la educación, la sanidad, los transportes (tranvías o metro en Madrid y Barcelona) y las comunicaciones (telégrafo, teléfono y radio), así como la exigencia de una administración pública más eficiente y activa. También surgieron nuevas entidades bancarias (Hispano Americano, Vizcaya, Español de Crédito, Urquijo, Arnús y Central), cajas de ahorro y compañías de seguros y de navegación como la Transmediterránea.

Hubo igualmente un importante impulso oficial a nuevas infraestructuras, como la extensión de la red de carreteras, que entre 1910 y 1930 dobló su longitud, y la construcción o ampliación de puertos y de embalses y presas para producir electricidad. Los ferrocarriles experimentaron un considerable empuje gracias al inicio del proceso de electrificación.

La red telegráfica, fundamental para el intercambio rápido de información, aumentó de 29.000 km a casi 41.000 km y mejoró sensiblemente la calidad de las transmisiones. También en la telefonía creció notablemente el número de abonados: en 1900 eran poco más de 13000 y en 1930 se aproximaban a los 222.000. En gran medida, este aumento fue debido a la creación, en 1924, de la empresa pública Compañía Telefónica Nacional de España.

 

La lenta transformación del sector primario

Durante el primer tercio del siglo XX, y a pesar de su progresiva pérdida de peso en el conjunto de la economía, el sector agrario continuó siendo el predominante tanto por su población activa como por el volumen de su producción. La agricultura cerealística, más tradicional y escasamente productiva, persistió en coexistencia con sectores más dinámicos y exportadores, como los productos típicamente mediterráneos. A principios de siglo, el cereal, especialmente el trigo y la cebada, ocupaba el 76% de las tierras cultivables, los viñedos el 8% y los olivares el 6,5%. Treinta años después se habían ampliado las tierras dedicadas al cereal y se había reconstruido parcialmente la producción vinícola, tras la fuerte crisis de la filoxera a finales del siglo XIX.

Los sectores más dinámicos se relacionaban con la exportación de los productos mediterráneos (fruta, hortalizas y aceite), la introducción de nuevos productos (patata y remolacha azucarera) y el desarrollo de la ganadería, cuya producción se duplicó a consecuencia del incremento del consumo de carne y del desarrollo del sector lechero. En el periodo de 1900-1930, la producción agraria aumentó a un ritmo del 1,9% anual acumulativo y en 1930 la agricultura significaba el 75% de la producción agraria, la ganadería el 18%, los bosques el 4% y la pesca el 2%.

Pese a estas transformaciones, en 1930 el sector cerealístico aún tenía un peso excesivo y su productividad era muy baja. Además, en términos comparativos europeos, la utilización de abonos y fertilizantes químicos era aún escasa y muy lenta la introducción de los avances en maquinaria agrícola. Por todo ello, persistían las grandes fluctuaciones anuales sobre el volumen de las cosechas, aún excesivamente dependientes de la climatología.

 

Los principales problemas agrarios

El obstáculo más importante para el desarrollo de una agricultura moderna era la gran desigualdad en la propiedad de la tierra. La gran propiedad, que predominaba en el centro y el sur del país, era muy conservadora y se mostraba reacia a la introducción de nuevas técnicas. Esta situación provocaba la existencia de numerosos campesinos sin tierra, los jornaleros, dependientes de un trabajo temporero, que a duras penas les permitía mantener a sus familias. En contraste, en buena parte del norte peninsular, la mediana y pequeña propiedad era mayoritaria y existía un numeroso campesinado arrendatario. Todos ellos tenían dificultades para superar la producción de subsistencia, que no generaba los beneficios suficientes para poder introducir reformas y modernizar las explotaciones.

A estas dificultades, se sumaba la escasa productividad agrícola provocada por la propia climatología y los limitados cultivos de regadío, hechos que convertían los productos españoles en poco competitivos en el mercado internacional. La llegada desde finales del siglo XIX de grandes cantidades de productos agrícolas -sobre todo cereales- y ganaderos procedentes de Estados Unidos, Argentina, Australia y Rusia, a precios muy inferiores de los españoles, obligó a los gobiernos a imponer aranceles para proteger la producción nacional. Esta política no estimuló la productividad, por lo que el sector cerealístico español fue cada vez menos competitivo a escala internacional y más dependiente de la protección gubernamental.

Los gobiernos, pese a ser conscientes de los graves problemas de la agricultura española y de la pobreza de gran parte del campesinado, no actuaron de forma resolutiva. Apenas se atrevieron a cuestionar las formas de propiedad de la tierra o los contratos de arrendamiento. En 1902 se elaboró un ambicioso Plan de Obras Públicas para ampliar las tierras de regadío, pero su aplicación fue tan lenta que apenas alteró la situación existente. Por ello, no es de extrañar que el campo español se convirtiese, sobre todo a partir de 1910, en una zona de graves conflictos sociales y que la tendencia por parte del campesinado pobre a emigrar se incrementara notablemente.

 

3. La creciente intervención del Estado

 

La escasa recaudación de la Hacienda pública

El siglo XX heredó los problemas de la Hacienda del siglo anterior. La insuficiencia recaudatoria, los gastos cada vez más elevados del Estado y el pago de la deuda pública comportaban que en la mayoría de los años el presupuesto del Estado concluyera en déficit. A principios del siglo XX, tras la guerra de Cuba, el total de la deuda superaba al conjunto de la renta nacional y pagar sus intereses suponía el 34% del presupuesto anual. Solo en nueve ocasiones, entre 1900 y 1930, los presupuestos consiguieron acabar con superávit.

Esta precariedad económica estaba provocada por las reticencias de los diferentes gobiernos de la Restauración a realizar reformas tributarias que configurasen un sistema fiscal más moderno y equitativo. Existía una tributación reducida y desequilibrada, más centrada en los impuestos indirectos (consumos, aduanas y tasas) que en los directos (personas, propiedad y empresas), ya que estos últimos suponían menos del 30% de lo recaudado. De este modo, a principios del siglo XX el conjunto del gasto público apenas llegaba al 10% del producto interior bruto, siendo el español uno de los estados europeos con menor presión fiscal.

Además, en los presupuestos del Estado persistía una distribución que privilegiaba los gastos en defensa y seguridad, mientras eran reducidas las partidas para educación, sanidad, vivienda y urbanismo. La guerra en Marruecos, la existencia de un ejército excesivamente numeroso y la reconstrucción de la marina de guerra fue la principal causa de este desequilibrio y del endeudamiento del Estado. La inversión en obras públicas, aunque experimentó un notable incremento, era muy baja en términos comparativos europeos.

 

Proteccionismo y nacionalismo económico

Una de las características de la economía española durante este periodo fue la restricción de la competencia entre empresas y la constante intervención del Estado en la economía. A menudo, las propias empresas establecían acuerdos para fijar precios y repartirse el mercado mediante cuotas. La política proteccionista, si bien favorecía ciertos sectores agrarios (cereales), industriales (textil, siderurgia y cemento) y mineros (carbón), encarecía los precios, restringía la demanda, no ayudaba a incrementar la productividad y limitaba las posibilidades de exportación. Solo durante la especial coyuntura de la Primera Guerra Mundial, la balanza comercial española con el exterior experimentó beneficios.

El intervencionismo económico del Estado se concretó en leyes y aranceles, como las de 1906 y 1922, que gravaban la importación de los productos protegidos, y también en ayudas fiscales, subsidios, medidas y encargos oficiales. La Ley de Protección a la Industria de 1907 estableció que en los contratos del Estado prevalecerían los productos fabricados en España. Esta opción por una política proteccionista se concretó en una mayor intervención pública en favor del mercado interior con inversiones en carreteras, ayudas al transporte de mercancías por ferrocarril y control de precios.

 

UN COMERCIO EXTERIOR DEFICITARIO

La balanza comercial española del periodo fue generalmente negativa, excepto el paréntesis de la Primera Guerra Mundial. Se exportaban fundamentalmente productos agrícolas (naranjas, vino, aceite), conservas, minerales, metales y algunos bienes de consumo. Se importaba carbón, maquinaria, algodón y productos químicos, lo cual generaba un déficit comercial.

 

EL IMPACTO DE LA CRISIS DE 1929

La crisis se dejó sentir, sobre todo, en los sectores de la economía española que orientaban parte de su producción al comercio exterior, entre ellos los productos agrícolas de exportación (vino, cítricos, aceite de oliva) y los minerales.

La caída de la demanda internacional comportó el retroceso de las exportaciones españolas, aunque el descenso fue menor que en otros países exportadores de materias primas y productos agrarios. La depreciación de la peseta frenó la caída exportadora al reducirse los precios de los productos en moneda extranjera. También se paralizó la emigración a América, que constituía una válvula de escape para frenar el aumento del paro agrario.

 

 

 

La política económica nacionalista de la dictadura

La dictadura de Primo de Rivera pretendió impulsar un crecimiento económico en el cual el Estado ejercía un gran protagonismo. Se predicaba un nacionalismo económico antiliberal, que mostraba un afán notable por la regulación de las relaciones económicas: control del mercado, multiplicación de los trámites burocráticos, etc.

En esta dirección, se reforzó la política proteccionista y se diseñó un entramado institucional corporativista con la integración de vincular los principales grupos empresariales al régimen dictatorial. Se dictaron medidas protectoras a la industria y a la defensa del mercado interior y se reservaron a las empresas nacionales las compras del sector público. En 1926, se creó del Comité Regulador de la Producción Industrial, que impuso restricciones a la competencia al exigir la autorización del gobierno para fundar o ampliar empresas.

Se crearon nuevos monopolios, como la Compañía Telefónica Nacional de España (1924), concedido a la empresa norteamericana ITT, y la Compañía Arrendataria del Monopolio de Petróleo Sociedad Anónima (CAMPSA), otorgado a un consorcio de bancos españoles en 1927. También se crearon bancos públicos, como el Banco de Crédito Local y el Banco Exterior. Las inversiones en obras públicas (carreteras, pantanos y regadíos) aumentaron notablemente, así como las subvenciones a las empresas ferroviarias y marítimas. Para incrementar los rendimientos agrícolas e impulsar los regadíos, se crearon las Confederaciones Hidrográficas.

Fueron años de una falsa prosperidad ya que, si bien hubo crecimiento económico y aumento del empleo, los excesivos gastos del Estado provocaron un constante déficit presupuestario y el incremento espectacular de la deuda pública (en 1930 era un 35% superior a la de 1923). Por otro lado, tampoco prepararon la economía española para la competencia internacional ni favorecieron un mercado interior más productivo y competitivo.

 

4. Hacia una sociedad de masas

Como consecuencia de las transformaciones económicas, la sociedad española inició el camino hacia la modernización y la implantación de una sociedad de masas. Las clases protagonistas de la industrialización, la burguesía y el proletariado, se consolidaron, mientras se reducía el campesinado y aumentaba el peso social de las nuevas clases medias urbanas.

La persistencia del mundo rural

A pesar de la modernización de la economía española, la sociedad seguía considerando el patrimonio rústico como una fuente de riqueza y un signo de prestigio social. Entre los grandes propietarios agrarios persistía la vieja aristocracia que, con el proceso industrializador, aumentó su patrimonio con la compra de nuevas tierras. También se convirtieron en propietarios algunos sectores de la burguesía financiera, que adquirieron patrimonios rurales con la intención de diversificar sus inversiones y rentas. Aunque escasa, existía una pequeña burguesía agraria que provenía de antiguos propietarios o arrendatarios.

En La Mancha, Andalucía y Extremadura, existía una poderosa oligarquía agraria que controlaba grandes latifundios. En Castilla y León predominaba la pequeña y mediana propiedad, al igual que en Aragón, Cataluña y Valencia. En general, los propietarios agrarios gozaron de una gran influencia y, entre este colectivo, se reclutaban políticos, como diputados a Cortes, senadores o alcaldes, y el personal de la Administración pública, como los gobernadores civiles.

Aunque el éxodo rural había hecho disminuir el número de campesinos, estos todavía representaban un porcentaje superior al de las sociedades europeas más industrializadas. Dentro de este grupo social, existían notables diferencias: unos eran medianos y pequeños propietarios, otros eran arrendatarios en condiciones muy diversas y había una gran masa de jornaleros, algunos de los cuales eran simplemente temporeros. En Galicia eran frecuentes los subarriendos de las propiedades (foros y subforos). En Cataluña, los campesinos disfrutaban de una mediana propiedad o de contratos de arrendamiento estables. En Extremadura, tenían un gran peso los yunteros, pequeños arrendatarios, y, en Andalucía, eran muy numerosos los jornaleros.

Los grupos urbanos

El aumento de las clases urbanas, burguesía, clases medias y proletariado significó la irrupción de la denominada sociedad de masas. En las ciudades, la estratificación social se percibía en la segregación por barrios, en los diferentes hábitos y valores sociales y en sus prácticas lúdicas y culturales.

En España, la burguesía industrial era relativamente escasa en comparación con otros países industrializados y la integraban básicamente los industriales textiles catalanes y los siderúrgicos vascos. El desarrollo industrial del primer tercio del siglo XX hizo crecer la importancia de este grupo, consolidando también una burguesía financiera que aumentó su peso con los nuevos negocios. Estos grupos sociales ligados a la industria y a las finanzas se integraron en las clases altas.

El desarrollo comercial, financiero y administrativo comportó el desarrollo de las clases medias, compuestas básicamente por los profesionales liberales (abogados, médicos, ingenieros, arquitectos), los empleados públicos (administración del Estado, enseñanza, sanidad), los de servicios ( compañías de seguros, banda, electricidad, gas, transporte) y los del comercio (pequeños establecimientos y grandes almacenes).

Los obreros industriales constituían el grueso de las capas populares urbanas. Su número había aumentado considerablemente como consecuencia del desarrollo industrial y del éxodo rural de las primeras décadas del siglo XX. La mayoría de los asalariados se concentraba en determinadas zonas, como Cataluña, País Vasco Asturias y Madrid. Sus condiciones de vida eran mejores que las de los jornaleros agrícolas, pero debían soportar largas jornadas laborales, sueldos insuficientes y viviendas insalubres en barrios carentes de las infraestructuras básicas. El advenimiento cíclico de crisis económicas, con el consiguiente aumento de los precios y del paro, empeoraba su situación, provocando protestas obreras y conflictividad social.

El progreso educativo y cultural

Una de las transformaciones más relevantes de inicios del siglo XX fue la mejora en la cualificación educativa de los españoles. En 1900 solo el 45% de la población estaba alfabetizada y en 1930 la proporción superaba el 70%. Este progreso educativo estuvo acompañado de la mejora del sistema educativo con un aumento de los recursos y del alumnado en la educación reglada y con la proliferación de centros especializados en la formación profesional. En educación superior, el avance fue también destacable, aunque restringido a lo que se denominaban las minorías selectas.

El aumento de la alfabetización originó una mayor demanda de ocio cultural. Se produjo un moderado desarrollo del hábito de la lectura, que se evidenció en el aumento del número de libros editados y en la aparición de colecciones de novela breve dirigidas a un público popular. La mejora de los medios técnicos, con rotativas y linotipias, favoreció la expansión de la prensa escrita, que se evidenció en el incremento de la tirada del número de ejemplares. La nueva prensa de masas se convirtió en un instrumento de relación entre los ciudadanos y el poder: a través de la prensa se creaban los estados de opinión, se difundían argumentos críticos y se favorecía la progresiva formación de una opinión pública independiente que pasó a ser cada vez más influyente.

 

5. Las nuevas mujeres del siglo XX

La condición femenina empezó a cambiar con el siglo XX, aunque con lentitud y con bastantes problemas y obstáculos.

La persistencia de la discriminación legal

La legislación consagraba la discriminación de la mujer, que no solo estaba privada de derechos políticos, sino que estaba también subordinada al padre o al marido. Las desventajas eran mucho más contundentes en el caso de las mujeres casadas que en el de las solteras.

Al contraer matrimonio, la mujer perdía automáticamente la mayoría de sus derechos legales y pasaba a depender absolutamente de su cónyuge. Necesitaba su permiso para hacer negocios y el marido tenía autorización para administrar sus bienes. Sin su aprobación, la mujer no podía vender ni hipotecar la propiedad que había aportado al matrimonio y tampoco podía, por sí misma, aceptar o rechazar una herencia.

El Código Civil establecía que las mujeres debían obedecer a sus maridos y castigaba la desobediencia con penas de cárcel de entre cinco y quince años. Las mujeres debían residir con sus maridos y no podían abandonar el hogar sin su permiso. La separación matrimonial solo se autorizaba en casos muy graves, como el abandono familiar, y no se permitía un segundo matrimonio a los separados. Además, el adulterio de la mujer era castigado a nivel penal más severamente que el del hombre.

El lento progreso en la educación

En las primeras décadas del siglo XX, se experimentó un progresivo avance de la enseñanza femenina en todos los niveles educativos. En 1909, se extendió la escolaridad obligatoria hasta los doce años, para ambos sexos. En 1910, se promulgaron algunas medidas legales que ponían fin a situaciones discriminatorias, como el reconocimiento del derecho de las mujeres a matricularse en la universidad sin la obligación de solicitar un permiso especial o la posibilidad de acceder a las oposiciones en iguales condiciones que los hombres.

En este período, también aumentó notablemente la tasa de alfabetización de las mujeres, pasando de un 25,1%, en 1900, a un 50,1%, en 1930. Igualmente, creció la matrícula de mujeres en el bachillerato y, en 1929, se abrieron dos institutos femeninos de segunda enseñanza en Madrid y Barcelona.

Las nuevas profesiones

La mayoría de las mujeres que trabajaban a principios del siglo XX lo hacían en el campo, en la industria (confección, tejido, alimentación o tabaco) o en el servicio doméstico. La feminización laboral encontraba dificultades a causa de una legislación pensada para los hombres e incluso por las reticencias de algunos sindicatos obreros a aceptar la contratación de mujeres casadas. Muchos patronos solo contrataban a mujeres solteras o viudas y la remuneración de la mujer era inferior a la del hombre, incluso en la industria y los servicios.

Con las transformaciones económicas del primer tercio del siglo XX, surgieron profesiones como telefonista o mecanógrafa, que fueron desempeñadas por mujeres y que exigían un aprendizaje previo. Mayor formación requerían las de bibliotecaria, maestra o enfermera, también desempeñadas principalmente por mujeres. Para proveer la creciente demanda de estos empleos se crearon academias y escuelas especializadas.

Estas nuevas profesiones se convirtieron en un instrumento de independencia y ascenso social de las mujeres debido a unas mejores condiciones salariales. El magisterio se feminizó y en los años 30 ya era similar el número de hombres y mujeres que ejercían esta profesión, mientras que más del 90% de todo el personal de las bibliotecas eran mujeres.

Hasta 1918 no se autorizó el acceso de la mujer al funcionariado, aunque algunos cuerpos continuaron siendo exclusivamente masculinos, como el de jueces, magistrados o fiscales.

La nueva mujer urbana

En las grandes ciudades, empezó a surgir un nuevo tipo de mujer, más instruida, autónoma y activa en la esfera laboral y también en la pública. El cine y las revistas gráficas difunden un modelo de mujer moderna diferente del tradicional, tanto en la forma de vestirse y de moverse en sociedad, como por su voluntad de ser independiente en el terreno laboral.

Fue cambiando el modo de vestir de las mujeres: desaparecieron los corsés, las faldas eran más cortas y de colores vivos y el peinado más atrevido. Los medios de comunicación, ya en los años 20 y 30, difundían la imagen de una nueva mujer que fumaba, conducía, llevaba pantalón, jugaba al tenis, frecuentaba bares y cabarés y bailaba el tango o el charlestón. Si bien eran una minoría, la aparición de estas mujeres más modernas y liberadas fue denunciada por los sectores más tradicionales por considerar escandalosas sus conductas.

Las primeras feministas

En España, en las primeras décadas del siglo XX, arrancó un incipiente movimiento feminista a través de grupos y organizaciones que centraron sus reivindicaciones en la igualdad legal, el derecho a la educación y al trabajo y la demanda de igualdad política. En 1918, se creó en Madrid la Asociación Nacional de Mujeres Españolas (ANME), formada por mujeres de clase media, que contó con dirigentes como María Espinosa, Clara Campoamor y Victoria Kent, que plantearon la demanda del sufragio femenino. En 1919, se publicó La condición social de la Mujer de Margarita Nelken y la Cruzada de Mujeres Españolas convocó la que se ha considerado la primera manifestación sufragista en España.

 

6. Andalucía en el primer tercio del siglo XX

 

La situación agraria a inicios del siglo XX

En 1900, el 70% de la población activa andaluza se hallaba ocupada en la agricultura, y el sector secundario solo empleaba al 15% de los trabajadores. Se trataba de una agricultura con graves problemas estructurales, entre los que destacaban el latifundismo, el mantenimiento de los sistemas tradicionales de cultivo y los bajos índices de mecanización y abono de las tierras. Todo ello generaba bajos rendimientos y productividad, por lo que el exceso de mano de obra, los bajos niveles salariales y los altos índices de paro persistieron.

Sin embargo, durante las primeras décadas del siglo XX se produjo un proceso de modernización, plasmado en la introducción de nuevos cultivos y técnicas, el incremento de la mecanización y el empleo de fertilizantes químicos. Pero difícilmente puede afirmarse que estas novedades dieran lugar a una verdadera reforma agraria, que tuvo que esperar a la llegada de la Segunda República, en 1932.

 

La modernización de la industria andaluza

El sector minero andaluz, de grandísima importancia por la producción de plomo y cobre, conoció una modernización impulsada por empresas de capital extranjero (sobre todo francés y británico). Se produjo, además, un cambio geográfico, con la explotación de nuevas cuencas en Peñarroya (Córdoba) y Linares (Jaén), favorecido por la apertura de una serie de líneas de ferrocarril que permitieron llevar el carbón cordobés a la cuenca de plomo jienense, y la producción de plomo del interior a la costa. La minería del cobre, localizada básicamente en los yacimientos onubenses de Tharsis y Riotinto, siguió un modelo de desarrollo similar al del plomo.

Las nuevas empresas extranjeras transformaron radicalmente la explotación de las minas, modernizaron las instalaciones y llevaron a cabo una explotación intensiva que produjo un rápido incremento de la producción y la productividad. Si ya era cuantiosa la inversión, todavía mayores fueron los beneficios obtenidos por dichas compañías, que levantaron en Andalucía verdaderos enclaves coloniales. Sin embargo, la transformación de la mayor parte de la producción en el exterior impidió que los beneficios de la explotación minera redundaran en Andalucía.

La crisis de los “sectores líderes” (siderurgia, textil...) de la primera industrialización se vio compensada en Andalucía con la modernización de la industria agroalimentaria. Sectores como el de la elaboración de vinos, aguardientes y licores (Cádiz); azúcar (Granada y Málaga); aceite y harina (Córdoba y Sevilla) o conservas de pescado (Huelva) acometieron un proceso de modernización y capitalización que trajo consigo la incorporación de adelantos técnicos, tanto en el cultivo como en la transformación y comercialización de la producción.

Como excepciones al dominio de las industrias agroalimentarias, se desarrollaron la industria cerámica y del vidrio en Sevilla o el sector naval en la bahía gaditana.

 

Realizaciones económicas en la década de 1920

En Andalucía, la dictadura de Primo de Rivera dejó a su paso un buen número de obras públicas y de infraestructuras, que constituyeron el mejor escaparate del régimen. La parte occidental de Andalucía se vio muy beneficiada por este tipo de medidas. Se mejoraron las instalaciones portuarias y las comunicaciones marítimas en ciudades como Cádiz, Huelva o Sevilla, lo que condujo a su modernización, vinculada al comercio internacional.

En esta época, la construcción y reacondicionamiento de carreteras, de líneas de ferrocarril y de escuelas, y la mejora de las dotaciones higiénico-sanitarias alcanzaron un especial relieve, con la recuperación de proyectos que no habían encontrado financiación hasta entonces. Pocas fueron las ciudades y pueblos andaluces donde no se emprendieron obras de pavimentación, construcción o reparación de casas consistoriales, mercados, mataderos, alcantarillado, etc. No obstante, ese intenso esfuerzo de modernización incrementó de manera notable el endeudamiento de las haciendas municipales, cuyo crédito y recursos quedaron desde entonces gravemente hipotecados y comprometidos.

Junto a las obras públicas, la política económica de Primo de Rivera logró reactivar ciertos sectores económicos.

En Cádiz, por ejemplo, una serie de encargos y proyectos para diversos ministerios logró sanear los Astilleros Echevarrieta, la Sociedad Española de la Construcción Naval de Matagorda y La Carraca, constituyéndose el complejo industrial de San Carlos. En Almería se reactivó la producción de mármol y se estimuló la exportación agrícola, con la constitución de la Cámara Oficial Uvera. En cambio, la creación, a finales del año 1927, de la Confederación Hidrográfica del Guadalquivir no tuvo ninguna repercusión importante, pues las primeras fases de organización coincidieron con la caída de la dictadura.

El símbolo más emblemático de la gestión de Primo de Rivera en Andalucía fue la celebración de la Exposición Iberoamericana de Sevilla. Este certamen, al igual que la Exposición Internacional de Barcelona, superó en brillantez cualquier predicción, aunque solo fuera capaz de satisfacer la meta artística y cultural que los organizadores habían previsto. Paradójicamente, las dos exposiciones, inauguradas con gran solemnidad en 1929, acabaron simbolizando el ocaso de la dictadura de Primo de Rivera.

 

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