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La huella negra de Cádiz
Pilar Vera, 17 de julio de 2022
Pongamos
nombres. Una de las esclavas por la que sabemos más se
pagó en Cádiz fue una tal Juliana,
“de etnia africana y de 27 años de edad que era vendida en
1665 por la suma de 410
pesos “, leemos en el ensayo Una metrópoli
esclavista, el Cádiz de la modernidad de Arturo Morgado. En el otro
extremo, encontramos a la pequeña esclava Úrsula, de piel blanca y menos de un año de edad, vendida
por Jerónima de Vargas Machuca en 1660 por 9 pesos a Jerónima del Valle.
En esa época, el
precio medio de un esclavo solía oscilar entre los 100 y los 200 pesos –la moneda que aparece en la documentación–. “Cádiz
prospera y, en los mejores momentos del negocio esclavista, en la segunda mitad del XVII, las
ganancias generadas por el tráfico de esclavos podían superar en diez veces las
del obispo, y multiplicar
por cinco lo recaudado por los impuestos de todas las tiendas de la ciudad –contextualiza
el propio Arturo Morgado, historiador de la UCA–. Millón y medio de reales, que
no nos dice nada así en bruto. Pero nos hacemos a la idea si decimos que
podía superar el salario anual de
un millar de personas”.
Una cantidad de dinero impresionante, sobre todo, si tenemos en
cuenta que es una realidad que parece haberse evaporado. La existencia de esclavos. Esa
nube. De esclavos negros, a más detalle. Siempre ha
habido, siempre se ha sabido, la academia lo ha estudiado, pero en gran medida
ha sido un asunto, afirma Morgado, envuelto en ignorancia. Y eso que, de 1650 a 1700, uno de cada
siete habitantes de los 40.000 que tenía la capital gaditana era esclavo. Nos
coloca en un escenario parecido al de otras ciudades de gran flujo, como Sevilla, Lisboa o La Habana.
Cualquiera lo diría. Bueno, lo dicen, de hecho, los legajos, sólo que no hemos
parecido tener mucho afán por mirar justo hacia ese lado. Que nunca había
habido esclavos en Granada le comentaban también a Aurelia Martín, Catedrática Antropología
Histórica de la Universidad de Granada: cuando empezó a
rastrear encontró “2.500 documentos que señalaban su existencia”, declara al
inicio del documental Gurumbé, canciones de tu memoria negra, del jerezano Miguel Ángel Rosales.
En un primer momento, el fenómeno esclavista se
desarrollaba con prisioneros procedentes del entorno Mediterráneo, en
un tablero en el que jugábamos todos, con la introducción progresiva de un mayor
espectro de población subsahariana. A principios del XVII, por ejemplo,
la población esclava de Cádiz era principalmente “turca”: “Pero
entendiendo por turcos, otomanos de la amplia inmensidad del Imperio –explica
Arturo Morgado–. Con lo que encontramos que un gran número de ese contingente
esclavo eran, en realidad, mujeres.
Y mujeres rubias, de ojos claros, porque se trataba de
poblaciones de los Balcanes y de la antigua Yugoslavia. En gran proporción, obtienen la
libertad a los pocos años y, también, se dieron matrimonios”.
En esta suerte de trata, ellas –blancas, rubias, cristianas– no
eran la alteridad. No eran el otro, ese otro tan marcado que podía
representar un africano, o un asiático, por decir: que no compartía fe, ni tono
de piel, ni cultura, ni –por supuesto–“civilización”. La otredad absoluta.
El mercado, sin embargo, va a terminar abriéndose hacia el
Atlántico: morenos
y negros representan en los años 50 del siglo XVII el
15,3% de los esclavos bautizados, que serán el 23% en los sesenta, el 48,8% en
los setenta, el 60,3% en los ochenta, y el 63,4% en la última década del siglo XVII. En
ese Cádiz en el que los esclavos negros cotizaban en el mercado, los principales propietarios
eran las mujeres: “En muchos casos, viudas que lo que hacían era
negociar con la fuerza de trabajo de la mano de obra esclava”, indica
el historiador.
De hecho, en la segunda mitad del XVII, hay mujeres dueñas de
1.489 esclavos; le sigue el Ejército, con 895 almas, y la Iglesia, con 208. Sin embargo, “tan
sólo conocemos la ocupación de los propietarios de 3.361 esclavos, poco más del
40% del total”, apunta Morgado. Todos
los nombres conocidos del Cádiz de la segunda mitad del seiscientos figuran, no
lo duden, como propietarios esclavistas.
Los matrimonios entre esclavos no eran abundantes y la población
esclava afrontaba elevadísimos índices de mortalidad infantil -el otro destino
solía ser la Casa
Cuna-. En el 70% de los casos de los niños inscritos en el
XVII, y en el 60% en el XVI,
sólo aparece el nombre de la madre.
La mayor parte de los esclavos en esta época se quedaban en
Cádiz, y su destino era el trabajo doméstico. En el caso de
las mujeres (y también, en numerosas ocasiones, de los niños), llevaba
implícita la explotación
sexual. Las zonas que presentaban una mayor afluencia de
población esclava eran las inmediaciones
de la calle Nueva, la arteria comercial del momento, con
prolongaciones hacia Rosario,
Ancha y San Antonio, y también el barrio de Santa María.
“Una pregunta fundamental es por qué la gente tenía esclavos, un
por qué meramente desde lo práctico –indica Arturo Morgado–, porque es fácil
ver que económicamente
no era rentable. Y la conclusión es que... todo el mundo
compraba esclavos porque era un símbolo
de estatus”. Como el que se compra el último móvil o un coche
de alta gama. Que fueran la moda y el elemento de ostentación del momento no
quita que la mano de obra esclava fuera también
destinada a la construcción de fuertes, labores de minas y servicio de galeras,
algo de lo que se encargaba la Corona española.
A nivel privado, el tener bajo tu cargo una posesión de alto valor conllevaba
una cualidad inherente: no
tenías intención de destrozarla. “En principio, aunque
siempre ha habido desalmados, claro –apunta Morgado–. Pero seguían siendo
tratados como cosas, se separaba sin ningún pudor a las familias, a las madres
de los niños, y como el esclavo mostrara un mínimo conato de rebeldía, estaba
listo”. Si esto sucedía, una de las prácticas habituales era el herraje, cuenta
Aurelia Martín: marcar
una S en un lado de la cara y un clavo en el otro.
“Los
barcos holandeses o ingleses procedentes de África podían descargar en Cádiz
200 o 300 esclavos –señala Morgado–. En otras ocasiones, los gaditanos
acudían a Lisboa a ver cómo estaba el, digamos, mercado”.
Cuando los cargamentos de esclavos acudían a la capital portuguesa, se relata
en Gurumbé, “la gente de los alrededores acudía para ver llegar al
campamento, y cómo las madres eran apartadas a golpes de sus hijos. Algunos de
ellos lanzaban sus lamentaciones
en forma de canto”.
Los esclavos africanos
trabajaron también descargando mercancía en el puerto, como aguadores, en los
talleres artesanos –en Sevilla, está el destacado ejemplo de Juan de Pareja–.
“En El Puerto –recuerda
Arturo Morgado–, se encargaban de transportar
a hombros a los pasajeros que bajaban de los barcos
atracados”. En Cádiz, en los trabajos forzados como constructores, fueron parte
del contingente que levantó en cinturón
amurallado de la ciudad. No se sabe con seguridad, sin
embargo, señala el especialista, recorriendo los vestigios de esclavitud
subsahariana en la capital, cuál es el origen del famoso Callejón de los Negros: “Aunque
lo más seguro, según sabemos, es que allí existiera un ‘despacho’ de negros. Y había
otra tienda en la Cruz Verde”.
Hay quien estudia también el rastro de la herencia negra en el flamenco: en Gurumbé subrayan
lo significativo del compás de 12 tiempos, el síncope, o la relación de ritmos
y cantes surgidos en el siglo XVIII, como la soleá, la guajira, la bulería.
Otro de los vestigios de la gran cantidad de población negra que
albergaron ciudades como Sevilla o Cádiz en su época comercial es la existencia
de las llamadas “cofradías
de negros”. La
“Hermandad de los Morenos” tenía su sede en Cádiz en la iglesia de Nuestra
Señora del Rosario, “constituida esencialmente por negros
y gobernada por mayordomos morenos”. Los prejuicios llegaban hasta aquí, claro,
ya que enseguida se les tildó de poco ordenados en general y con las finanzas
en particular. “La iglesia aún mantiene dos efigies de San Benito de Palermo y Santa
Efigenia, santos africanos, y El Carmen también guarda otra
figura de culto africano”, apunta Morgado.
Santos. Buen tema. Las creencias animistas de la población negra
viajan con ellos y, sin que lleguen a constituirse aún en santería,
la Inquisición toma
nota de algunas y las despacha con las asunciones habituales de brujería. “Se
registra el caso, por ejemplo, de una ‘esclava parda’ de 11 o 12 años que había hecho un
pacto con el diablo para que la favoreciese en todo, y hay
un testimonio de procedencia inquisitorial de otra esclava que realizaba oraciones extrañas”.
Esas oraciones extrañas eran posiblemente un amarre, efectuado con una aguja
“que hubiera cosido una mortaja”. De
Lantery, por ejemplo, a finales del siglo XVII presenciaba
sospechoso “baile
de negros realizado por éstos cerca de los Capuchinos”.
“Te bautizan y, con el paso del tiempo, acabas acudiendo a la
iglesia o formando parte de una cofradía, pero es más bien una cuestión
relativa a la costumbre y la integración”, completa Arturo Morgado.
Te bautizan, claro, si no eres musulmán –entre 1600 y
1749, se bautizaron en Cádiz 11.420 hijos de esclavos o esclavos adultos–,
“aunque hay algún caso curioso, como el de una niña mora a la que han bautizado
y está en el hospicio, y temen que su familia pueda secuestrarla”.
“La esclavitud –prosigue el historiador– se basa en el concepto
de alteridad: puede ser por el distinto color de piel, por la religión, por los
dos. Por un lado, el esclavo es una propiedad según la tradición jurídica
romana, y punto. Pero luego está la influencia
de la religión cristiana. El propietario tiene la
obligación de bautizar a su esclavo, y por supuesto de enterrarlo en suelo
cristiano. Para que te hagas una idea de la cantidad de población esclava que
existía a finales
del XVII, se contempló la posibilidad de habilitar un lugar de entierro para
musulmanes que no habían sido bautizados”.
El último gran barco negrero llegó a Cádiz en 1734. Pero el tráfico
continuaría, desde luego que continuaría, legal e ilegalmente ya que, desde
inicios del XIX, en una primera fase, se suprime el tráfico de esclavos y
después, se suprime la esclavitud.
“El
problema del esclavismo fue principalmente una cuestión de carácter económico: nunca
se suprimió realmente en ninguna parte –explica Arturo Morgado–. El Reino Unido prohibió el
tráfico de esclavos en 1807, en 1815 el Congreso de Viena lo cerró de forma
universal y erigió a Inglaterra y Francia en policías de
facto. España no tiene más remedio que firmar, a regañadientes, su adhesión a
la abolición del tráfico de esclavos”.
No les sorprenderá saber que nadie cumplió jamás nada de esto: “Los mismos
propietarios aceptaban que, moralmente, la cuestión de la esclavitud era
inadmisible –añade Morgado–. Pero es que están las plantaciones de azúcar en
Santo Domingo, de caña de azúcar y café en Brasil, de algodón en el sur de
Estados Unidos... ¿quién
indemniza a los dueños, el Estado, los esclavos?”.
La luz del mundo, el pasmo de la civilización, el Cádiz de las Cortes terminó
cerrando el tema de la abolición de la esclavitud en Cuba ante los “debates tan
enardecidos que se produjeron”, comenta la también
historiadora Carmen
Cózar. Cózar, que investiga el tráfico de esclavos en el
siglo XIX, ha publicado recientemente el título La orca del Atlántico: Pedro Martínez y su clan en la trata
de esclavos. “Cada
africano –indica–, se revalorizaba por 30 y por 40”.
Tanto Cózar como Martín
Rodrigo son también autores del estudio Cádiz y el tráfico de esclavos. De
la legalidad a la clandestinidad. En el siglo XIX, en plena prohibición del comercio
esclavista, la ruta atlántica cambia y se asoma a América, con La Habana y
Brasil como grandes puertos receptores: “Los negreros
dejaban a los esclavos, “carbones”, en
barracones para ser vendidos en subasta pública como mano de obra en el azúcar
y los cafetales”, cuenta la historiadora de la UCA. Santander, Cádiz y otros
puertos de Europa formaban parte de un circuito “totalmente clandestino que
empleaba bergantines
y goletas, que podían desembarcar en las costas cubanas. Las autoridades estaban todas
muy implicadas, había mucha corrupción y se lucraban de este tráfico”.
“En el
siglo XIX, la riqueza de muchas de las honorables familias burguesas gaditanas
estaba en la venta de esclavos a Cuba –aporta Morgado–. Y,
desde luego, los pecados no se heredan, pero la riqueza que salió de allí bien
se sigue heredando, y produciendo más riqueza”.
“Los negreros asentados en Cuba y Cádiz tenían a sus
corresponsales y apoderados”, continúa Carmen Cózar. Entre ellos, Pedro Martínez, “que es la
figura que yo estudio, que se sabe vivió en la calle Ancha, donde
ahora está el Centro Universitario de Enfermería Salus infirmorum. Cuando un buque llegaba a Cádiz, normalmente se
hacía a media carga porque pasaba luego por Gibraltar, a
por pólvora, vino, aguardiente, tejidos ingleses, rifles, etc. Luego, se encaminaba a la
costa occidental de África y ahí desembarcaban las mercancías, que trucaban por
personas con los jefes del lugar”.
El comerciante vasco, José Matía participó en el
tráfico de colonos
chinos a Cuba para ser utilizado como mano de obra en los
ingenios y cafetales cubanos. Se trataba de suplir el déficit de esclavos
africanos que se produce por la persecución que sufre este
tráfico. En su testamento dejó el Asilo
de San José del barrio del Balón, (Cádiz) y el
Asilo Matía, en San Sebastián. “No se puede hacer presentismo, no estamos
para juzgar, sino para contar lo que ocurrió. Juzgar los acontecimientos del
pasado con valores del presente, como se está intentando ahora, es un error”,
opina Cózar.
“Los norteamericanos, que de repente empezaron a tirar estatuas
e hincar la rodilla en tierra con lo del Black Lives Matter... Vemos que,
sin embargo, no le han metido ninguna carga
de dinamita al monte Rushmore, que sólo podría salvarse a
Lincoln”, ironiza Arturo Morgado.
Es difícil
encontrar un justo a nuestros ojos en la Babilonia del pasado. “Isidoro
de Antillón, una de las voces que defendió la abolición de
la esclavitud en 1812, aun así consideraba que la raza negra era la peor de
todas”, reflexiona el historiador, que añade que la mayor parte de los defensores
del abolicionismo lo hacían por motivos nobles inspirados en el pensamiento cristiano, no mediante un concepto
de igualdad ciudadana: “Los nombres detrás del
abolicionismo inglés, William
Willberforce, John Newton, Hannah Moore, estaban también
detrás de otros movimientos, como el feminismo
o la protección de los animales –explica Morgado–. Si bien
es cierto que, desde corrientes
materialistas, se ha señalado que la abolición esclavista tuvo lugar con la
llegada de la Primera Revolución Industrial y otro tipo de
esclavos no oficiales, argumento que también daban los sudistas respecto a los
estados yankis del norte y las condiciones en las fábricas, no hay duda de
que estas personas estuvieron
inspiradas por nobles principios, aunque no fueran exactamente iguales a
nuestro código”.
LA ESCLAVITUD NO
HA QUEDAD ATRÁS
Mientras refugiados de la guerra de Ucrania son bienvenidos; más
allá de la frontera sur, hay dragones. Es muy difícil no encontrar similitudes
con la doble vara de
medir que usábamos ya hace cuatro siglos: “No sólo es la raza
–comenta, desde APDHA, Diego Boza–, es el ser musulmanes, con
ese cliché histórico de gente poco de fiar, etc.; y, desde luego, es el ser pobres”. Aquí
siempre ha habido estudiantes
de Medicina de Haití, o negros de la Base, y el color de
piel era algo anecdótico, recuerda, “pero estamos hablando de otra cosa, de
gente que viene de países pobres”.
“Lo
que realmente es curioso con este
país -continúa–, es lo aparentemente homogéneo que
ha terminado siendo desde
la pérdida de las colonias, aunque durante mucho tiempo no
debió de ser así. Así que, desde luego, el distinto va a ser una rareza
absoluta, aún más si no tiene medios”.
”Además
–añade Boza–, vivimos
absolutamente de espaldas a África: Dakar está bastante más cerca de nosotros
de lo que está Estocolmo, Mali está a la misma distancia que Alemania. Sin
embargo, cuando les pregunto a mis estudiantes, casi todos han estado en algún
país de Europa, muy pocos han cruzado simplemente a Marruecos. Hay una cuestión de alteridad y de
reconocimiento cultural muy importante, hay que desmontar
muchas cosas del imaginario colectivo”, reflexiona, recordando espantos como
que, a mediados del siglo XX, en Bélgica aún
mostraban a niños negros en algún zoo.
Desde
luego que las concepciones están cambiando, pero ahí está Moha Gerehou, “harto
de escuchar que se vuelva a su país, cuando es de Huesca –añade Boza–. El español prototípico era ese señor
blanco, con apellidos terminados en z, eso ya no es tan monolítico.
Desde luego, ahora además hay quien utiliza el elemento blanco-católico para
reclamar una Europa
nuclear. Los ejemplos más exagerados los tenemos en muchos
países de la Europa
del Este, que parecen haber cambiado el comunismo por un
nacionalismo exacerbado. Estos países –continúa– por supuesto que han abierto
sus brazos a los refugiados ucranianos, en contraste con su actitud hacia otras
poblaciones. No voy a ser yo quien no lo considere racismo, ni aquí ni allí,
cuando acabamos
de contar a 37 muertos en la valla de Melilla”.
Por
último, Diego Boza destaca que las condiciones
esclavistas están lejos de desaparecer en nuestro país: la trata de mujeres o la realidad de
los campos de Huelva, “donde la pobreza es explotada. Y no
podemos olvidar que gran
parte del crecimiento económico de principios del XXI, basado en la
construcción y en la agricultura, se debió a mano de obra casi esclava”.
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