lunes, 11 de marzo de 2024

La huella negra de Cádiz

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La huella negra de Cádiz

Pilar Vera, 17 de julio de 2022

 

Pongamos nombres. Una de las esclavas por la que sabemos más se pagó en Cádiz fue una tal Juliana, “de etnia africana y de 27 años de edad que era vendida en 1665 por la suma de 410 pesos “, leemos en el ensayo Una metrópoli esclavista, el Cádiz de la modernidad de Arturo Morgado. En el otro extremo, encontramos a la pequeña esclava Úrsula, de piel blanca y menos de un año de edad, vendida por Jerónima de Vargas Machuca en 1660 por 9 pesos a Jerónima del Valle.

En esa época, el precio medio de un esclavo solía oscilar entre los 100 y los 200 pesos –la moneda que aparece en la documentación–. “Cádiz prospera y, en los mejores momentos del negocio esclavista, en la segunda mitad del XVII, las ganancias generadas por el tráfico de esclavos podían superar en diez veces las del obispo, y multiplicar por cinco lo recaudado por los impuestos de todas las tiendas de la ciudad –contextualiza el propio Arturo Morgado, historiador de la UCA–. Millón y medio de reales, que no nos dice nada así en bruto. Pero nos hacemos a la idea si decimos que podía superar el salario anual de un millar de personas”.

Una cantidad de dinero impresionante, sobre todo, si tenemos en cuenta que es una realidad que parece haberse evaporado. La existencia de esclavos. Esa nube. De esclavos negros, a más detalle. Siempre ha habido, siempre se ha sabido, la academia lo ha estudiado, pero en gran medida ha sido un asunto, afirma Morgado, envuelto en ignorancia. Y eso que, de 1650 a 1700, uno de cada siete habitantes de los 40.000 que tenía la capital gaditana era esclavo. Nos coloca en un escenario parecido al de otras ciudades de gran flujo, como Sevilla, Lisboa o La Habana. Cualquiera lo diría. Bueno, lo dicen, de hecho, los legajos, sólo que no hemos parecido tener mucho afán por mirar justo hacia ese lado. Que nunca había habido esclavos en Granada le comentaban también a Aurelia Martín, Catedrática Antropología Histórica de la Universidad de Granada: cuando empezó a rastrear encontró “2.500 documentos que señalaban su existencia”, declara al inicio del documental Gurumbé, canciones de tu memoria negra, del jerezano Miguel Ángel Rosales.

En un primer momento, el fenómeno esclavista se desarrollaba con prisioneros procedentes del entorno Mediterráneo, en un tablero en el que jugábamos todos, con la introducción progresiva de un mayor espectro de población subsaharianaA principios del XVII, por ejemplo, la población esclava de Cádiz era principalmente “turca”: “Pero entendiendo por turcos, otomanos de la amplia inmensidad del Imperio –explica Arturo Morgado–. Con lo que encontramos que un gran número de ese contingente esclavo eran, en realidad, mujeres. Y mujeres rubias, de ojos claros, porque se trataba de poblaciones de los Balcanes y de la antigua Yugoslavia. En gran proporción, obtienen la libertad a los pocos años y, también, se dieron matrimonios”.

En esta suerte de trata, ellas –blancas, rubias, cristianas– no eran la alteridad. No eran el otro, ese otro tan marcado que podía representar un africano, o un asiático, por decir: que no compartía fe, ni tono de piel, ni cultura, ni –por supuesto–“civilización”. La otredad absoluta.

El mercado, sin embargo, va a terminar abriéndose hacia el Atlántico: morenos y negros representan en los años 50 del siglo XVII el 15,3% de los esclavos bautizados, que serán el 23% en los sesenta, el 48,8% en los setenta, el 60,3% en los ochenta, y el 63,4% en la última década del siglo XVII. En ese Cádiz en el que los esclavos negros cotizaban en el mercado, los principales propietarios eran las mujeres: “En muchos casos, viudas que lo que hacían era negociar con la fuerza de trabajo de la mano de obra esclava”, indica el historiador.

De hecho, en la segunda mitad del XVII, hay mujeres dueñas de 1.489 esclavos; le sigue el Ejército, con 895 almas, y la Iglesia, con 208. Sin embargo, “tan sólo conocemos la ocupación de los propietarios de 3.361 esclavos, poco más del 40% del total”, apunta Morgado. Todos los nombres conocidos del Cádiz de la segunda mitad del seiscientos figuran, no lo duden, como propietarios esclavistas.

Los matrimonios entre esclavos no eran abundantes y la población esclava afrontaba elevadísimos índices de mortalidad infantil -el otro destino solía ser la Casa Cuna-. En el 70% de los casos de los niños inscritos en el XVII, y en el 60% en el XVI, sólo aparece el nombre de la madre.

La mayor parte de los esclavos en esta época se quedaban en Cádiz, y su destino era el trabajo doméstico. En el caso de las mujeres (y también, en numerosas ocasiones, de los niños), llevaba implícita la explotación sexual. Las zonas que presentaban una mayor afluencia de población esclava eran las inmediaciones de la calle Nueva, la arteria comercial del momento, con prolongaciones hacia Rosario, Ancha y San Antonio, y también el barrio de Santa María.

“Una pregunta fundamental es por qué la gente tenía esclavos, un por qué meramente desde lo práctico –indica Arturo Morgado–, porque es fácil ver que económicamente no era rentable. Y la conclusión es que... todo el mundo compraba esclavos porque era un símbolo de estatus”. Como el que se compra el último móvil o un coche de alta gama. Que fueran la moda y el elemento de ostentación del momento no quita que la mano de obra esclava fuera también destinada a la construcción de fuertes, labores de minas y servicio de galeras, algo de lo que se encargaba la Corona española.

A nivel privado, el tener bajo tu cargo una posesión de alto valor conllevaba una cualidad inherente: no tenías intención de destrozarla. “En principio, aunque siempre ha habido desalmados, claro –apunta Morgado–. Pero seguían siendo tratados como cosas, se separaba sin ningún pudor a las familias, a las madres de los niños, y como el esclavo mostrara un mínimo conato de rebeldía, estaba listo”. Si esto sucedía, una de las prácticas habituales era el herraje, cuenta Aurelia Martín: marcar una S en un lado de la cara y un clavo en el otro.

Los barcos holandeses o ingleses procedentes de África podían descargar en Cádiz 200 o 300 esclavos –señala Morgado–. En otras ocasiones, los gaditanos acudían a Lisboa a ver cómo estaba el, digamos, mercado”. Cuando los cargamentos de esclavos acudían a la capital portuguesa, se relata en Gurumbé, “la gente de los alrededores acudía para ver llegar al campamento, y cómo las madres eran apartadas a golpes de sus hijos. Algunos de ellos lanzaban sus lamentaciones en forma de canto”.

Los esclavos africanos trabajaron también descargando mercancía en el puerto, como aguadores, en los talleres artesanos –en Sevilla, está el destacado ejemplo de Juan de Pareja–. “En El Puerto –recuerda Arturo Morgado–, se encargaban de transportar a hombros a los pasajeros que bajaban de los barcos atracados”. En Cádiz, en los trabajos forzados como constructores, fueron parte del contingente que levantó en cinturón amurallado de la ciudad. No se sabe con seguridad, sin embargo, señala el especialista, recorriendo los vestigios de esclavitud subsahariana en la capital, cuál es el origen del famoso Callejón de los Negros: “Aunque lo más seguro, según sabemos, es que allí existiera un ‘despacho’ de negros. Y había otra tienda en la Cruz Verde”.

Hay quien estudia también el rastro de la herencia negra en el flamenco: en Gurumbé subrayan lo significativo del compás de 12 tiempos, el síncope, o la relación de ritmos y cantes surgidos en el siglo XVIII, como la soleá, la guajira, la bulería.

Otro de los vestigios de la gran cantidad de población negra que albergaron ciudades como Sevilla o Cádiz en su época comercial es la existencia de las llamadas “cofradías de negros”. La “Hermandad de los Morenos” tenía su sede en Cádiz en la iglesia de Nuestra Señora del Rosario, “constituida esencialmente por negros y gobernada por mayordomos morenos”. Los prejuicios llegaban hasta aquí, claro, ya que enseguida se les tildó de poco ordenados en general y con las finanzas en particular. “La iglesia aún mantiene dos efigies de San Benito de Palermo y Santa Efigenia, santos africanos, y El Carmen también guarda otra figura de culto africano”, apunta Morgado.

Santos. Buen tema. Las creencias animistas de la población negra viajan con ellos y, sin que lleguen a constituirse aún en santería, la Inquisición toma nota de algunas y las despacha con las asunciones habituales de brujería. “Se registra el caso, por ejemplo, de una ‘esclava parda’ de 11 o 12 años que había hecho un pacto con el diablo para que la favoreciese en todo, y hay un testimonio de procedencia inquisitorial de otra esclava que realizaba oraciones extrañas”. Esas oraciones extrañas eran posiblemente un amarre, efectuado con una aguja “que hubiera cosido una mortaja”. De Lantery, por ejemplo, a finales del siglo XVII presenciaba sospechoso “baile de negros realizado por éstos cerca de los Capuchinos”.

“Te bautizan y, con el paso del tiempo, acabas acudiendo a la iglesia o formando parte de una cofradía, pero es más bien una cuestión relativa a la costumbre y la integración”, completa Arturo Morgado.

Te bautizan, claro, si no eres musulmán –entre 1600 y 1749, se bautizaron en Cádiz 11.420 hijos de esclavos o esclavos adultos–, “aunque hay algún caso curioso, como el de una niña mora a la que han bautizado y está en el hospicio, y temen que su familia pueda secuestrarla”.

“La esclavitud –prosigue el historiador– se basa en el concepto de alteridad: puede ser por el distinto color de piel, por la religión, por los dos. Por un lado, el esclavo es una propiedad según la tradición jurídica romana, y punto. Pero luego está la influencia de la religión cristiana. El propietario tiene la obligación de bautizar a su esclavo, y por supuesto de enterrarlo en suelo cristiano. Para que te hagas una idea de la cantidad de población esclava que existía a finales del XVII, se contempló la posibilidad de habilitar un lugar de entierro para musulmanes que no habían sido bautizados”.

El último gran barco negrero llegó a Cádiz en 1734. Pero el tráfico continuaría, desde luego que continuaría, legal e ilegalmente ya que, desde inicios del XIX, en una primera fase, se suprime el tráfico de esclavos y después, se suprime la esclavitud.

El problema del esclavismo fue principalmente una cuestión de carácter económico: nunca se suprimió realmente en ninguna parte –explica Arturo Morgado–. El Reino Unido prohibió el tráfico de esclavos en 1807, en 1815 el Congreso de Viena lo cerró de forma universal y erigió a Inglaterra y Francia en policías de facto. España no tiene más remedio que firmar, a regañadientes, su adhesión a la abolición del tráfico de esclavos”.

No les sorprenderá saber que nadie cumplió jamás nada de esto: “Los mismos propietarios aceptaban que, moralmente, la cuestión de la esclavitud era inadmisible –añade Morgado–. Pero es que están las plantaciones de azúcar en Santo Domingo, de caña de azúcar y café en Brasil, de algodón en el sur de Estados Unidos... ¿quién indemniza a los dueños, el Estado, los esclavos?”.

La luz del mundo, el pasmo de la civilización, el Cádiz de las Cortes terminó cerrando el tema de la abolición de la esclavitud en Cuba ante los “debates tan enardecidos que se produjeron”, comenta la también historiadora Carmen Cózar. Cózar, que investiga el tráfico de esclavos en el siglo XIX, ha publicado recientemente el título La orca del Atlántico: Pedro Martínez y su clan en la trata de esclavos“Cada africano –indica–, se revalorizaba por 30 y por 40”.

Tanto Cózar como Martín Rodrigo son también autores del estudio Cádiz y el tráfico de esclavos. De la legalidad a la clandestinidad. En el siglo XIX, en plena prohibición del comercio esclavista, la ruta atlántica cambia y se asoma a América, con La Habana y Brasil como grandes puertos receptores: “Los negreros dejaban a los esclavos, “carbones”, en barracones para ser vendidos en subasta pública como mano de obra en el azúcar y los cafetales”, cuenta la historiadora de la UCA. Santander, Cádiz y otros puertos de Europa formaban parte de un circuito “totalmente clandestino que empleaba bergantines y goletas, que podían desembarcar en las costas cubanas. Las autoridades estaban todas muy implicadas, había mucha corrupción y se lucraban de este tráfico”.

En el siglo XIX, la riqueza de muchas de las honorables familias burguesas gaditanas estaba en la venta de esclavos a Cuba –aporta Morgado–. Y, desde luego, los pecados no se heredan, pero la riqueza que salió de allí bien se sigue heredando, y produciendo más riqueza”.

“Los negreros asentados en Cuba y Cádiz tenían a sus corresponsales y apoderados”, continúa Carmen Cózar. Entre ellos, Pedro Martínez, “que es la figura que yo estudio, que se sabe vivió en la calle Ancha, donde ahora está el Centro Universitario de Enfermería Salus infirmorum. Cuando un buque llegaba a Cádiz, normalmente se hacía a media carga porque pasaba luego por Gibraltar, a por pólvora, vino, aguardiente, tejidos ingleses, rifles, etc. Luego, se encaminaba a la costa occidental de África y ahí desembarcaban las mercancías, que trucaban por personas con los jefes del lugar”.

El comerciante vasco, José Matía participó  en el tráfico de colonos chinos a Cuba para ser utilizado como mano de obra en los ingenios y cafetales cubanos.  Se trataba de suplir el déficit de esclavos africanos que se produce por la persecución que sufre este tráfico. En su testamento dejó el Asilo de San José del barrio del Balón, (Cádiz)  y  el Asilo Matía, en San Sebastián. “No se puede hacer presentismo, no estamos para juzgar, sino para contar lo que ocurrió. Juzgar los acontecimientos del pasado con valores del presente, como se está intentando ahora, es un error”, opina Cózar.

“Los norteamericanos, que de repente empezaron a tirar estatuas e hincar la rodilla en tierra con lo del Black Lives Matter... Vemos que, sin embargo, no le han metido ninguna carga de dinamita al monte Rushmore, que sólo podría salvarse a Lincoln”, ironiza Arturo Morgado.

Es difícil encontrar un justo a nuestros ojos en la Babilonia del pasado. “Isidoro de Antillón, una de las voces que defendió la abolición de la esclavitud en 1812, aun así consideraba que la raza negra era la peor de todas”, reflexiona el historiador, que añade que la mayor parte de los defensores del abolicionismo lo hacían por motivos nobles inspirados en el pensamiento cristiano, no mediante un concepto de igualdad ciudadana: “Los nombres detrás del abolicionismo inglés, William Willberforce, John Newton, Hannah Moore, estaban también detrás de otros movimientos, como el feminismo o la protección de los animales –explica Morgado–. Si bien es cierto que, desde corrientes materialistas, se ha señalado que la abolición esclavista tuvo lugar con la llegada de la Primera Revolución Industrial y otro tipo de esclavos no oficiales, argumento que también daban los sudistas respecto a los estados yankis del norte y las condiciones en las fábricas, no hay duda de que estas personas estuvieron inspiradas por nobles principios, aunque no fueran exactamente iguales a nuestro código”.

 

LA ESCLAVITUD NO HA QUEDAD ATRÁS

 

Mientras refugiados de la guerra de Ucrania son bienvenidos; más allá de la frontera sur, hay dragones. Es muy difícil no encontrar similitudes con la doble vara de medir que usábamos ya hace cuatro siglos: “No sólo es la raza –comenta, desde APDHA, Diego Boza–, es el ser musulmanes, con ese cliché histórico de gente poco de fiar, etc.; y, desde luego, es el ser pobres”. Aquí siempre ha habido estudiantes de Medicina de Haití, o negros de la Base, y el color de piel era algo anecdótico, recuerda, “pero estamos hablando de otra cosa, de gente que viene de países pobres”.

“Lo que realmente es curioso con este país -continúa–, es lo aparentemente homogéneo que ha terminado siendo desde la pérdida de las colonias, aunque durante mucho tiempo no debió de ser así. Así que, desde luego, el distinto va a ser una rareza absoluta, aún más si no tiene medios”.

”Además –añade Boza–, vivimos absolutamente de espaldas a África: Dakar está bastante más cerca de nosotros de lo que está Estocolmo, Mali está a la misma distancia que Alemania. Sin embargo, cuando les pregunto a mis estudiantes, casi todos han estado en algún país de Europa, muy pocos han cruzado simplemente a Marruecos. Hay una cuestión de alteridad y de reconocimiento cultural muy importante, hay que desmontar muchas cosas del imaginario colectivo”, reflexiona, recordando espantos como que, a mediados del siglo XX, en Bélgica aún mostraban a niños negros en algún zoo.

Desde luego que las concepciones están cambiando, pero ahí está Moha Gerehou, “harto de escuchar que se vuelva a su país, cuando es de Huesca –añade Boza–. El español prototípico era ese señor blanco, con apellidos terminados en z, eso ya no es tan monolítico. Desde luego, ahora además hay quien utiliza el elemento blanco-católico para reclamar una Europa nuclear. Los ejemplos más exagerados los tenemos en muchos países de la Europa del Este, que parecen haber cambiado el comunismo por un nacionalismo exacerbado. Estos países –continúa– por supuesto que han abierto sus brazos a los refugiados ucranianos, en contraste con su actitud hacia otras poblaciones. No voy a ser yo quien no lo considere racismo, ni aquí ni allí, cuando acabamos de contar a 37 muertos en la valla de Melilla”.

Por último, Diego Boza destaca que las condiciones esclavistas están lejos de desaparecer en nuestro país: la trata de mujeres o la realidad de los campos de Huelva, “donde la pobreza es explotada. Y no podemos olvidar que gran parte del crecimiento económico de principios del XXI, basado en la construcción y en la agricultura, se debió a mano de obra casi esclava”.


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