Hoy vivimos 8.000 millones de personas en el planeta
Los ecólogos han estimado que la Tierra pudo proporcionar a las bandas de cazadores-recolectores alimento suficiente para un máximo de treinta millones de individuos. En los cuatro millones de años que requirió la evolución desde el "homo erectus" al hombre actual, no se pudo superar esa cifra. Posiblemente la población total del Paleolítico oscilaría entre los seis y los diez millones de seres humanos.
Afirman que durante la Edad de
Piedra Europa no tenía más de 1.500 habitantes
José Manuel Nieves 22/02/2019
Sabíamos que los primeros europeos eran pocos,
pero nunca habríamos imaginado que tan pocos como acaba de sugerir un equipo de
investigadores de la Universidad de Colonia. En un estudio recién publicado
en PLosOne,
en efecto, Isabel Schmidt y Andreas Zimmermann cifran el número de europeos
durante la Edad de Piedra en no más de 1.500 individuos. Europa, en aquel
tiempo, debió de ser un continente muy solitario.
Sabemos que nuestra especie, Homo sapiens, llegó
al Viejo Continente hace unos 43.000 años. Las evidencias arqueológicas y
las herramientas halladas en múltiples yacimientos sugieren que aquellos
primeros europeos se dispersaron muy rápidamente por todo el continente. Pero
nadie hasta ahora había podido decir con cierta exactitud cuántas personas
vivían en Europa en aquellos momentos.
Ahora, Schmidt y Zimmermann han estimado
cuál podría haber sido el tamaño medio de la población durante un periodo de la
Prehistoria europea que conocemos como Auriñaciense (de la región francesa de
Aurignac), un tipo de cultura que abarca desde hace 42.000 a hace 33.000 años,
que vino a sustituir a la Musteriense y que se caracteriza por una industria
lítica bien diferenciada de la del periodo anterior.
Solo 13 regiones fueron ocupadas
Durante su trabajo, los investigadores
estudiaron con detalle una amplia franja del continente europeo, que abarca
desde el norte de España, por el oeste, hasta Polonia, en el este. En esa
amplia área, los dos científicos situaron con la máxima precisión los
aproximadamente 400 yacimientos conocidos del Auriñaciense. Y eso puso en
evidencia que los humanos, en realidad, sólo ocuparon durante ese periodo 13
pequeñas regiones del continente, dejando el resto totalmente
despoblado.
Para estimar el número de grupos de
cazadores-recolectores que vivían en esas 13 áreas, Schmidt y Zimmermann
analizaron con más detalle la evidencia arqueológica, incluidas las piedras que
se transportaban de un lugar a otro para fabricar herramientas in situ .
Basándose en cómo se agrupan esos asentamientos y en el análisis cuantitativo
de los restos, los investigadores concluyeron que en total, las 13 regiones
ocupadas albergaron a no más de 35 grupos de cazadores-recolectores.
Ahora bien, ¿Cuánta gente vivía, en
total, en esos 35 grupos?
Para averiguarlo, los científicos
recurrieron a lo que sabemos sobre los grupos de cazadores-recolectores
modernos, la mayor parte de ellos registrados por exploradores de todo el mundo
durante los últimos dos siglos. Y resultó que la mayoría de los grupos que más
se parecían a los del Auriñaciense estaban formados, en promedio, por
42 individuos.
Una simple multiplicación es suficiente
para dar con la «cifra mágica», que resultó ser de 1.470. Por
supuesto, Schmidt y Zimmermann asumieron que los grupos de
cazadores-recolectores de la Edad de Piedra eran similares, en cuanto al número
de miembros, a los más actuales. El resultado, desde luego, es impresionante:
menos de 1.500 habitantes en un área que cubre casi toda Europa.
«Es realmente un número muy pequeño
-explica Schmidt-. Pero los cazadores-recolectores del Auriñaciense desarrollaron
estrategias muy exitosas para sobrevivir ».
Preguntas por responder
Por supuesto, generar estimaciones
absolutas de población para un periodo tan lejano en el tiempo es algo
extremadamente difícil. No sabemos, en efecto, cuántos yacimientos del
Auriñaciense quedan aún por descubrir en el Viejo Continente, ni cómo
los futuros hallazgos podrían influir en las cifras totales de población.
El nuevo estudio, sin embargo, parte de
una base que, a pesar de ser susceptible de actualizaciones, resulta
científicamente sólida y ofrece resultados que tienen mucho sentido.
Hallazgos como éste no pueden dejar de
recordarnos las enormes diferencias que existen entre la vida en la Europa
Moderna y la de la Edad de Piedra. Y que a pesar de que hoy nos consideramos
los amos y señores de todo cuanto nos rodea, hace no tanto tiempo apenas éramos
una especie entre muchas otras, compitiendo por los mismos recursos. Y desde
luego no la más numerosa.
Una media
de 1.500 personas vivía en Europa en el Paleolítico Superior
Mediante un protocolo desarrollado en la Universidad de Colonia,
investigadores han podido reconstruir cómo Europa fue colonizada por los
humanos modernos. Los datos muestran que la población de cazadores-recolectores
europeos en el período Auriñaciense, comprendido entre hace 33.000 y 42.000
años, tenía una media de 1.500 individuos.
Los resultados, publicados en PLoS ONE en febrero de 2019, dan como límite
superior la cifra de 3.000 y como inferior la de 800 personas. El análisis se
centró en un área que va desde el norte de España hasta Europa Central y
Oriental, abundante en hallazgos arqueológicos.
En el
estudio investigaron las agrupaciones de individuos, cómo se distribuían
espacialmente y que estrategias sociales, culturales y económicas utilizaron
para sobrevivir bajo condiciones climáticas y ambientales extremas.
Las estimaciones arrojaron
que solo cinco zonas de Europa tenían una población viable de al menos 150
personas o más: el norte de España (260 personas), el suroeste de Francia (440
personas), Bélgica (210), partes de la actual República Checa (170) y la cuenca
alta del Danubio (140).
Los centros de estas
poblaciones estaban a unos 400 kilómetros de distancia, un patrón uniforme en
toda Europa. Otros asentamientos menores dentro de esas zonas, con poblaciones
que no habrían sido viables por sí solas, muestran en el registro arqueológico
un contacto intensivo con las poblaciones centrales. Según los investigadores
serían asentamientos cíclicos estacionales, situados a unos 200 kilómetros de
distancia promedio de los principales. Estarían compuestos por
cazadores-recolectores que recorrían regularmente esas distancias adaptándose a
diversos hábitats, lo que habría permitido un asentamiento estable en el
subcontinente a pesar de la extremadamente baja densidad de población.
La densidad estimada por los investigadores para Europa
Occidental y Central durante el período Auriñaciense es de 0,103 personas por
cada 100 kilómetros cuadrados.
Durante el período siguiente, el Gravetiense, se consolidaría la organización socio-espacial del Auriñaciense, con un crecimiento de las poblaciones, pasando de 1.500 a 2.800 personas, y de la densidad.
Menos trabajo y más cooperación: la Prehistoria no fue
tan miserable como nos la contaron
Existen
muchos mitos en la cultura popular sobre la Prehistoria, en su
mayor parte cuestiones inocuas y de sencilla refutación. Por ejemplo, debe
decirse que, pese a lo que aparezca en series infantiles de ficción como Los Picapiedras o películas como la
protagonizada por Ringo Starr, El cavernícola, los dinosaurios y los seres
humanos no convivieron: los primeros se extinguieron hace 65 millones de años y
los segundos aparecieron hace tan solo 2 millones de años.
También que
aunque algunos de los más espectaculares yacimientos de este periodo se
encuentren en cuevas esto no significa que los prehistóricos fueran
invariablemente seres de las cavernas:
lo más probable es que ya en el Paleolítico se viviera al aire libre como en el
yacimiento de Pincevent, de forma similar a como vivían los
nativos americanos.
Pero hay
otros mitos más complejos y elaborados, que tienen profundas implicaciones en
cómo imaginamos a
los prehistóricos y, a su vez, en cómo nos vemos a nosotros mismos. La noción
de evolución unilineal de la humanidad, que por ejemplo se traduce en una falsa Edad Media
tenebrosa frente
a una Edad Moderna luminosa, también impregna el imaginario popular sobre la
Prehistoria. Si la evolución se considera positiva, nos enfrentamos al mito del progreso (todo
habría ido siempre a mejor) y si es negativa estamos frente al mito del paraíso
perdido (todo ha degenerado).
El
progreso versus el paraíso perdido: dos mitos
El mito del
progreso tiene su origen en la antropología racista del siglo XIX, donde se
planteaba la historia del mundo como una carrera de razas o etnias según la
cual cada uno de los participantes transitaría por una inevitable sucesión de
fases. El antropólogo Lewis Henry Morgan manejó el esquema salvajismo, barbarie y civilización,
con cada fase caracterizada por unas costumbres específicas en aspectos como la
economía, el gobierno, el lenguaje, la religión y la propiedad.
Así, a la
par que la economía evolucionaría desde la recolección de frutos y raíces hacia
la agricultura intensiva, harían lo propio la familia o la propiedad desde la
reproducción fundada en la promiscuidad entre hermanos hacia la familia
monógama en el primer caso, y desde la inexistencia de sistemas de propiedad hasta
la instauración de la propiedad privada
en el segundo. Las distintas culturas ocuparían los distintos escalones
inferiores, estando reservada la civilización solo para las naciones
occidentales.
Esta visión,
totalmente desechada hoy en el mundo académico, se entrevé en la percepción
popular sobre la Prehistoria: los grupos prehistóricos eran esclavos de los
elementos y hubo que esperar a la aparición de la civilización para que
determinadas culturas se impusieran a la naturaleza y a otros seres humanos y
tomaran las riendas de su destino.
El segundo
mito, el del paraíso
perdido, se generalizó a partir de la segunda mitad del siglo
XX. La satisfacción material de las nuevas grandes clases medias que Occidente
vio aparecer en los Treinta Gloriosos (1945-1973) no se correspondió
en muchos casos con una satisfacción emocional paralela y, paradójicamente, de
esta opulencia surgieron filosofías, ideologías y movimientos posmaterialistas
como el new age o
el hippismo.
En
contraposición a las sociedades estratificadas, industrializadas y
capitalistas, hubo quien imaginó una Arcadia originaria que retoma
parte del mito del buen salvaje de
Rousseau, y que
entiende la Prehistoria como el momento previo a la maligna corrupción: grupos
humanos pacíficos que vivían en armonía con el medio ambiente y que carecían de
jerarquías de tipo económico, social o de género.
Pero la
realidad sobre esto (que se investiga de forma científica tanto mediante la
arqueología como la antropología cultural) es mucho más compleja. Pese a ello,
las alusiones a las bondades o maldades de vida en la Prehistoria se hacen con
el objetivo de ensalzar o criticar nuestro mundo contemporáneo. Construimos la
imagen del pasado a través de la imagen que tenemos de nosotros mismos. Aquí
abordaremos algunas de las comparativas que se realizan en torno a cuatro
grandes temas prehistóricos (desigualdad, trabajo, violencia y salud), tratando
de desentrañar qué hay de mito y qué hay de realidad.
La
desigualdad: un fruto contemporáneo
Es quizás,
junto con el efecto sobre el medio ambiente, la crítica más generalizada que se
le suele hacer a nuestro actual sistema socioeconómico: el capitalismo es el
causante de grandes desigualdades económicas y sociales.
El
economista Branko Milanovic ha descrito magistralmente
en ensayos como Los que tienen y los que
no tienen o Global Inequality: A new
approach from the Age of Globalization cómo desde la Revolución Industrial siempre han
existido profundas desigualdades, ya sea dentro de países o entre países.
Además, existen estudios que relacionan desigualdad económica con un acceso desigual al poder
político o con
una mayor incidencia de problemas sociales y de
salud, así como
también otros que han sido capaces de rastrear la persistencia de las
desigualdades a lo largo de generaciones.
¿Y qué
sabemos de esto en la Prehistoria? Al respecto de la desigualdad económica es
inevitable abordar la controvertida idea del comunismo primitivo de Karl Marx, una forma de hacer las cosas según
la cual serían no los individuos sino las comunidades quienes gestionarían los
recursos y la riqueza generada por el trabajo de sus miembros.
Debemos
decir que hay más verdad que mito. Así sucede en muchas culturas de
cazadores-recolectores y de agricultores primitivos estudiadas por la
etnografía. El antropólogo Christopher Boehm describe en su ensayo Hierarchy in the forest cómo los
grupos de Hadza, Kung o Dani se rigen de forma asamblearia, crean coaliciones
contra los déspotas e incluso aplican mecanismos culturales antimeritocráticos para
prevenir la aparición de potenciales explotadores.
En cuanto a
la Prehistoria propiamente dicha, es bastante difícil de rastrear pero se sabe
que algunas aldeas neolíticas del Viejo Mundo cuentan con edificios asamblearios aparentemente destinados a
esas funciones. Y aunque también haya algunos casos de grupos de este tipo que
presentan marcadas desigualdades, estos no dejan de ser
excepcionales.
A escala
cuantitativa esta visión se ve refrendada por un reciente estudio en el cual, a través del
análisis de la desigualdad económica en decenas de contextos y épocas
diferentes de la Prehistoria, concluye que los grupos de cazadores-recolectores
y de agricultores primitivos eran más igualitarios y que no fue sino
hasta la aparición de las primeras civilizaciones que la desigualdad se disparó dando lugar a una sociedad dividida
fundamentalmente entre campesinos y aristócratas.
Perdón,
quisimos decir recolectores-cazadores: según Margarita Sánchez Romero,
profesora titular del Departamento de Prehistoria y Arqueología en la
Universidad de Granada, "hay que hablar de sociedades
recolectoras-cazadoras, no cazadoras-recolectoras, porque el 90% de la dieta
venía de la recolección". El fin del nomadismo y la generalización de la
agricultura de arado produjeron una acumulación no equitativa de la nueva
riqueza.
Sobre la
desigualdad de género, en cambio, nos encontramos más frente a prejuicios y
creencias que ante hechos contrastados. Existe la visión de una Prehistoria
sexista y patriarcal que se representa a la perfección en esa imagen del
hombre, de profesión cazador de mamuts, que arrastra a la mujer tirándola del
pelo hacia el interior de la cueva. "Hay mucho mito construido
conscientemente para volver a situar al hombre desde la Prehistoria como el
único capaz de proveer", opina Sánchez Romero, que también es miembro del
Instituto Universitario de Investigación de Estudios de las Mujeres y de Género
de la Universidad de Granada.
Por ejemplo,
entre los Agta de Filipinas son las mujeres las que
cazan. También nos dice que la llegada del hombre blanco supuso un retroceso
para las mujeres de las muchas poblaciones africanas del siglo XIX
"regidas por mujeres" pues los colonizadores, al exigir hablar con
los hombres y negarse a hablar de tú a tú con las pobladoras, "quitaron
poder a las mujeres".
Probablemente
mujeres y hombres se dedicaran a distintas tareas sin incorporar los prejuicios
de la tradición occidental. La catedrática de Prehistoria de la Universidad Complutense
de Madrid María Ángeles Querol
Fernández nos
explica que "la división
sexual del trabajo existe en todos los grupos sociales que
se han estudiado en el mundo pero no es una división peyorativa. Darwin podía
haber escrito que «el hombre cazaba y la mujer criaba, y por lo tanto la labor
de la mujer es mucho más importante que la del hombre». Sin embargo, para los
hombres del siglo XIX cazar era mucho más importante que criar, y ese mito de
la caza masculina, razón de la evolución, se ha perpetuado”.
Por su
parte, Sánchez Romero destaca que "hay sociedades en que las mujeres cazan
y los hombres cuidan de los niños. La división sexual del trabajo es
absolutamente cultural, no hay nada biológicamente predeterminado". Y
añade: "El patriarcado no es una cuestión esencial a la naturaleza
humana". A eso, la profesora explica que en la investigación arqueológica
existe un prejuicio tal que cuando en un yacimiento aparece un personaje
relevante se le asigna por
defecto el género masculino, y que no es sino hasta que
aparecen pruebas contundentes cuando se las puede ya etiquetar de mujeres.
Los casos de
la Dama de Baza o de la guerrera vikinga de
Birka serían
ejemplos de que "cuando hablamos de mujeres en la Prehistoria hay que
demostrarlo hasta con el ADN" mientras que "si hablamos de hombres no
hay nada que demostrar porque es la norma".
La
homosexualidad en la Prehistoria también parte de los prejuicios actuales: si
los LGTBI se han emancipado habría sido gracias al progreso del mundo moderno.
Aunque sea una parcela difícil de contrastar, existen algunas pistas. El
antropólogo Alberto
Cardín muestra en Guerreros, chamanes y
travestis cómo
las prácticas no heteronormativas se encuentran muy extendidas entre pueblos de
todo el globo de (Indonesia, India, República Dominicana, Albania y un largo etcétera). Entre algunos de los grupos de
indígenas de Norteamérica hay
berdaches o dos espíritus, personas con características de
los géneros masculino y femenino y muy valorados socialmente.
Aun así,
esto algo muy difícil de rastrear en la Prehistoria. Al igual que en el caso de
las mujeres, se ha tendido a pensar por defecto que no había prácticas de este
tipo. Sin embargo, los prejuicios de los arqueólogos poco a poco se van
perdiendo, y ante nuevos descubrimientos, como el caso de una tumba doble con dos individuos masculinos
de la cultura de la Edad del Bronce del Argar, ya se especula sobre si podría
tratarse del enterramiento de una pareja homosexual.
El trabajo: menos carga, no
tan duro
Se estima
que en España se trabajan unas 37,6 horas semanales sin contar el trabajo que
dedicamos a otras tareas (compras, cuidados, cocina, limpieza doméstica, etc.)
y está reconocido que las cargas de trabajo excesivas son causa de estrés y enfermedades físicas. ¿Se
trabajaba tanto en otras épocas? Ésta es una cuestión compleja que involucra
cálculos a partir de datos parciales, pero existe un general consenso entre
antropólogos y prehistoriadores en que en las culturas de
recolectores-cazadores y agricultores primitivos se trabajaba
sustancialmente menos que
en el mundo industrializado.
A mediados
del siglo XX vio la luz Economía de la Edad de
Piedra, un
ensayo hoy clásico del antropólogo Marshall
Sahlins. En él se describe cómo varias culturas
recolectoras-cazadoras acostumbraban a dedicar entre 3 y 5 horas diarias (21-35
horas semanales) al trabajo, siendo el resto de su tiempo empleado en el ocio,
el descanso y las relaciones sociales.
¿Significa
esto que los recolectores-cazadores de la prehistoria trabajaban menos horas
que nosotros hoy en día? No lo podemos saber, pero es posible incluso que le
dedicaran menos tiempo: hay que recordar que los recolectores-cazadores
modernos que han sido estudiados por la antropología suelen habitar ecosistemas
extremos y que es probable que medios con más recursos naturales hubieran
permitido una existencia todavía más cómoda.
A este
respecto hay que señalar un punto de inflexión: la adopción de la agricultura
allá por el 8500 a.C. Como bien señalara Mark Nathan Cohen en su
libro La crisis alimentaria de la prehistoria, la adopción de la agricultura y la
ganadería supuso mayor productividad por hectárea de terreno a cambio de
invertir más y más duro trabajo y de recibir una dieta más monótona y pobre.
"El mayor fraude de la historia humana", sentencia el historiador
Yuval Noah Harari en Sapiens, el último best seller sobre el
tema.
Pero aun
así, todavía puede decirse que los agricultores prehistóricos trabajaban menos
que en momentos posteriores. Los estudios etnográficos de Ester Boserup,
autora de Las condiciones del
desarrollo en la agricultura,
muestran cómo los agricultores de roza y azada (como se cree que se cultivaba
en el Neolítico) debían invertir bastante menos trabajo que los de arado (la
técnica que, generalizada en la Edad del Bronce, fue la más habitual hasta la
mecanización del campo en el siglo pasado). Estos agricultores de roza y azada
eran grupos comunitaristas libres de una clase de aristócratas rentistas
(latifundistas romanos, nobles, boyardos rusos), por lo que todo el fruto de su
trabajo les pertenecía a ellos.
Violencia:
presente, pero no tan hegemónica
La dicotomía
entre la guerra de todos contra todos de Hobbes y el pacífico buen salvaje de
Rousseau ha llevado a que uno de los grandes caballos de batalla de las
comparativas entre la Prehistoria y el presente sea el tema de la violencia.
Recientes
ensayos como Los ángeles que llevamos
dentro del
psicólogo Steven Pinker o Guerra, ¿para qué sirve? del historiador Ian Morris utilizan
datos arqueológicos y etnográficos para tratar de demostrar la idea de que en
la actualidad nos matamos
menos que entonces. Frente a esto también existen críticos como el filósofo John Gray,
quienes apelan a que reducir un complejo concepto (como el de violencia) a una
simple cuantificación de homicidios es demasiado reduccionista y que también se
deben atender a otros factores.
En todo caso,
es un hecho contrastado el que en la Prehistoria hubo violencia, "otra
cosa es que la violencia fuese estructural o haya servido para que esas
sociedades avancen", plantea Margarita Sánchez. En El camino de la guerra, el arqueólogo Jean Guilaine y el
médico Jean Zammit describen fosas comunes, fortificaciones, armamento y
representaciones artísticas de masacres. Sin embargo, también anotan que esto
no quiere decir que la Prehistoria fuera una batalla continua y destacan que
tras estos enfrentamientos violentos no subyacía una voluntad unívoca
de conquista y dominio, sino que también intervenían otros factores como
conflictos rituales, obligaciones sociales, etc.
En esa idea coincide
Sánchez Romero: "De vez en cuando te encuentras a personas que han muerto
de forma violenta pero eso no puede llevarte a decir que la violencia sea un
elemento fundamental en esas sociedades. Ha existido siempre". La
profesora cree que con la violencia en la Prehistoria ocurre algo similar con
los accidentes de aviación: viajar en avión es más seguro que en otros medios
de transporte, pero cuando cae uno hay más ruido mediático. "Textos que
indiquen grandes batallas en la Prehistoria son los menos pero cuando salen
todos los periódicos hablan de ello", aclara.
Pese a que
no dejen mucha evidencia material, la investigadora considera que mucho más
habitual habrían sido las tareas de cooperación y solidaridad.
"La mayoría de los grupos humanos durante mucho tiempo lo que han
practicado son los cuidados de unos con otros y la cohesión social. Si no, nos
hubiésemos extinguido". La catedrática Querol coincide: "La única
razón por la que hemos sobrevivido dos millones de años es la cooperación, la
cooperación entre hombres y mujeres. O participaban las mujeres en la caza y
los hombres en la crianza o los humanos no hubiesen salido adelante"
Esto es lo
que en antropología se conoce como reciprocidad:
ayudar a alguien no por un beneficio inmediato sino con la confianza de que en
un momento futuro esa persona te ayudará a ti de igual manera. Algo no sólo
propio de nuestros más antiguos congéneres sapiens sino también presente en otras
especies humanas: "Los cuidados existen desde los neandertales",
subraya Sánchez Romero, haciendo referencia al caso del anciano neandertal
descubierto en Shanidar (actual Irak), un individuo que pese
a encontrarse cojo, medio ciego, sordo y manco, alcanzó una avanzada edad.
Probablemente, gracias a los cuidados que le habría proporcionado el resto del
grupo.
Salud:
sin muchas dolencias modernas
Ante la
ausencia de una medicina científica los hombres y (especialmente) las mujeres y
niños de la Prehistoria se encontraban mucho más amenazados por enfermedades y
problemas de salud. Existía una medicina rudimentaria y una farmacopea
natural fundadas en el conocimiento oral, pero la carencia de antibióticos,
vacunas y otros procedimientos modernos les condenaría, irremediablemente en
muchos casos, a morir por infecciones, enfermedades contagiosas o tumores.
Sin embargo,
debe remarcarse que no fue una situación tan dramática como en otros momentos históricos
posteriores. Como describe Yuval Noah Harari en Sapiens, la vida en comunidades pequeñas
les prevenía de enfermedades que con el desarrollo del urbanismo se
encontrarían mucho más extendidas debido al hacinamiento de personas y animales
y a las condiciones insalubres de las ciudades preindustriales.
Así,
efectivamente, estos grupos sufrirían de una elevada mortalidad infantil pero,
una vez superada esta dramática etapa "había mucha gente que llegaba a los
70-75 años". Como indica la profesora Margarita Sánchez, "no podemos
decir que la gente se muriese a los 35". Más allá de la mortalidad, debe
decirse que el trabajo físico en sus actividades diarias les causaba lógicas
dolencias como artritis o artrosis y que con la adopción de la agricultura aumentaron
notablemente las caries y el desgaste dental.
"El ser
humano mejora y progresa: primero caza, luego cultiva y tiene
ordenadores", reseña María Ángeles Querol, versión hegemónica a la que
contrapone otra: "El ser humano tiene un magnífico equilibrio que le hace
sobrevivir más de dos millones de años, después empieza a tener problemas de
caries porque toma cereales y por último comienza a tener serios problemas
medioambientales porque está explotando el medio en el que vive". Esto
supone que si bien podían morir por una simple infección, no sufrían en
cambio otras
dolencias exclusivas del mundo industrializado como las
derivadas del excesivo consumo de calorías y azúcares o las causadas por la contaminación.
Al hilo de
esa última reflexión debe decirse que debido a sus condiciones de trabajo, los
prehistóricos no conocerían enfermedades modernas como el estrés y, según el
ensayo de Harari, se especula que por este y otros motivos como las más
estrechas relaciones familiares, fueran más felices. Si bien es
probable que, por crisis coyunturales, se produjeran infanticidios e incluso gerontocidios, por
lo general los enfermos recibirían la atención incondicional de todo el grupo.
Las
gentes prehistóricas no fueron unos miserables
En estas
líneas, en las que hemos destacado determinados aspectos que podrían entenderse
como positivos, no queremos transmitir que la sociedad prehistórica haya sido mejor que
nuestro mundo actual. Los prehistóricos no vivieron en un jardín del Edén.
Por el
contrario, estuvieron sometidos a distintos tipos de amenazas que hoy, al menos
en el mundo desarrollado, ya ni recordamos. Pero también hay que decir que la
historia no ha sido un progreso absoluto: hay muchísimas variables a considerar
y por ello es profundamente injusto transmitir una imagen de males
generalizados sobre nuestros más antiguos antepasados. "No son comparables
las distintas sociedades de la Prehistoria y nosotros porque tenemos otro tipo
de organización por los avances culturales y tecnológicos", recalca Sánchez.
Solo podemos
decir que las comparaciones son odiosas e injustas. Los gentes de la
Prehistoria fueron personas como nosotros pero que vivieron con un bagaje de
conocimientos y tecnología muchísimo más reducido y, pese a ello,
enfrentaron con
habilidad los retos que se les presentaron, desarrollando
soluciones ingeniosas y desplegando en ocasiones una altísima creatividad. Se
pelearon, en ocasiones con deplorables resultados, y sufrieron la carencia de
una medicina científica y otras más mundanas comodidades de nuestro mundo
moderno, pero en la mayor parte de los casos sobrevivieron.
Y lo
hicieron como grupos cohesionados, solidarios e igualitarios, que ante todo
supieron cuidarse a sí mismos y lograron mantener a raya a déspotas y
explotadores.
https://www.bbc.com/mundo/vert-fut-45981963
¿Realmente
los humanos vivimos más años hoy que nuestros antepasados?
Amanda Ruggeri, 4 de
noviembre de 2018
En
las últimas décadas, la esperanza de vida ha aumentado de forma espectacular
alrededor del mundo.
En
promedio, una persona nacida en 1960, el primer año que Naciones Unidas empezó
a recoger datos globales, tenía una esperanza de vida de 52.5 años. Hoy
en día, la media es de 72 años.
La
conclusión natural es que tanto los milagros de la medicina moderna como las
iniciativas de salud pública nos ayudan a vivir mucho más que antes. Tanto, de
hecho, que nos podemos estar quedando sin innovaciones para extender la vida.
En
septiembre de este año, la Oficina Nacional de Estadísticas confirmó que en
Reino Unido, al menos, la esperanza de vida ha dejado de de aumentar.
Y globalmente también se está desacelerando.
Pero,
aunque los avances médicos mejoraron muchos aspectos del cuidado de nuestra
salud, la suposición de que la vida humana ha aumentado espectacularmente durante
siglos o milenios es engañosa.
Una cuestión de promedio
"Hay
una distinción básica entre la esperanza de vida y la duración de la
vida", dice el historiador de la Universidad de Stamford Walter Scheidel,
un destacado estudioso de la antigua demografía romana.
"Y la
duración de la vida de los humanos, en oposición a la esperanza de vida, que es
una construcción estadística, no ha cambiado mucho", afirma.
La
esperanza de vida es un promedio. Si tienes dos hijos, y uno muere antes de su
primer cumpleaños pero el otro vive hasta los 70 años, su esperanza de vida es
35. Eso es matemáticamente correcto, pero no nos da la imagen completa.
Sin
embargo, este promedio es la razón por la que comúnmente se dice que los
antiguos griegos y romanos, por ejemplo, vivían hasta los 30 o 35 años.
¿Significaba eso que alguien de 35 años se podría considerar 'viejo'?
Si eso
fuera cierto, los escritores y políticos de la Antigüedad no parecen haber
recibido el mensaje. A principios del siglo VII a. C., el poeta griego Hesíodo
escribió que un hombre debería casarse "cuando no tiene mucho menos de 30
años, ni mucho más".
Mientras
tanto, el cursus honorum de la antigua Roma -la
secuencia de cargos políticos que cualquier joven ambicioso emprendería- ni
siquiera permitía que un hombre ocupara su primer cargo, el de cuestor, hasta
los 30 años. Para ser cónsul, tenía que tener 43 años.
En el
siglo I, Plinio dedicó todo un capítulo de su Historia natural a las
personas que vivían más tiempo. Entre ellos, enumera al cónsul M. Valerius
Corvinos (que vivió hasta los 100 años), la esposa de Cicerón, Terentia (103),
una mujer llamada Clodia (115, y con 15 hijos), y la actriz Lucceia que actuó
en el escenario a los 100 años.
Sin
embargo, envejecer no era tan fácil como ahora: "La naturaleza, en
realidad, no ha otorgado mayor bendición al hombre que la brevedad de
la vida", escribía Plinio.
"Los
sentidos se apagan, las extremidades se vuelven torpes, la vista, el oído, las
piernas, los dientes y los órganos de la digestión, todos mueren antes que
nosotros..."
En el
mundo antiguo, al menos, parece que las personas podían vivir tanto
como lo hacemos hoy. ¿Pero qué tan común era?
Era de los imperios
En 1994,
un estudio examinó a todos los hombres que tenían una entrada en el Diccionario Clásico de Oxford y que
vivieron en la antigua Grecia o Roma. Su edad de fallecimiento se
comparó con la de los hombres incluidos en el más reciente Diccionario
Biográfico de Chambers.
De los 397
hombres antiguos en total, 99 murieron violentamente por asesinato, suicidio o
en batalla. De los 298 restantes, los nacidos antes del año 100 a.C. vivieron
hasta una edad promedio de 72 años.
Los
nacidos después del 100 a.C., por su parte, vivieron hasta una edad promedio de
66 años. Los autores especulan que la prevalencia de peligrosas tuberías de
plomo puede estar detrás de este aparente acortamiento de la vida.
¿La media
de los que murieron entre 1850 y 1949? 71 años, solo un año menos que la
generación anterior al 100 a.C.
Por
supuesto, hay algunos problemas obvios con esta muestra. Una es que solo
contemplaba hombres. Otra es que todos los hombres fueron lo suficientemente
ilustres como para ser recordados.
Lo que
podemos extraer es que los hombres privilegiados vivieron, en promedio, casi
hasta la misma edad a lo largo de la historia. Si no eran asesinados,
claro.
Para
Scheidel, los resultados no deben desestimados, sin embargo. "Implica que
había personas no famosas, mucho más numerosas, que vivieron incluso más
tiempo", dice.
¿Solo la élite?
Pero no
todos están de acuerdo. "Había una enorme diferencia entre el
estilo de vida de un pobre en relación con la élite romana", dice
Valentina Gazzaniga, historiadora médica de la Universidad La Sapienza de Roma.
"Las
condiciones de vida, el acceso a terapias médicas, incluso la higiene, todo era
mucho mejor entre las elites", agrega.
En 2016,
Gazzaniga publicó su investigación sobre más de 2.000 antiguos esqueletos
romanos, todos pertenecientes a personas de clase trabajadora que fueron
enterradas en fosas comunes. La edad promedio de la muerte fue de 30
años.
Muchos
mostraban los efectos del trabajo duro, así como de enfermedades que
asociaríamos con edades más avanzadas, como la artritis.
Las
mujeres también hacían trabajos pesados, como trabajar en el campo. A ello hay
que sumar que, a lo largo de la historia, el parto, a menudo en condiciones
higiénicas deficientes, es una de las razones por las cuales las mujeres
corrían un riesgo particular durante sus años fértiles. Incluso el
embarazo en sí era un peligro.
Además, el
parto se veía empeorado por otros factores. "Las mujeres a menudo se
alimentaban menos que los hombres", dice Gazzaniga. Esa desnutrición
significaba que las jóvenes no desarrollaban por completo los huesos de la
pelvis, lo que aumentaba el riesgo.
"La
esperanza de vida de las mujeres romanas aumentó con la disminución de
la fertilidad", dice Gazzaniga. "Cuanto más fértil es la
población, menor es la esperanza de vida femenina".
Falta de datos
La
principal dificultad de saber con certeza cuánto tiempo en promedio vivía
nuestro predecesor, ya sea de la Antigüedad o la Prehistoria, es la falta de
datos.
Al tratar
de determinar las edades promedio de muerte de los antiguos romanos, por
ejemplo, los antropólogos a menudo se basan en los resultados del censo
del Egipto romano. Pero debido a que estos papiros se usaban para recaudar
impuestos, a menudo faltaban datos de muchos hombres, así como de bebés y
mujeres.
Las inscripciones
en las lápidas son otra fuente obvia. Pero los bebés rara vez eran
enterrados en tumbas: los pobres no podían pagarlas y las familias que morían
simultáneamente, durante una epidemia por ejemplo, también quedaban fuera.
Los datos
de los que se dispone sobre la antigua Roma indican que hasta un tercio de los
bebés morían antes de cumplir un año, y la mitad de los niños antes de los 10
años. Después de esa edad, sus posibilidades mejoraban significativamente. Si
llegaban a los 60 años, probablemente vivirían hasta los 70.
En
conjunto, la duración de la vida en la antigua Roma probablemente no
era muy diferente de la actual. Puede haber sido un poco menos "porque
no había esta medicina invasiva al final de la vida que prolonga un poco la
misma, pero no era dramáticamente diferente", dice Scheidel.
Pobres más longevos
Los datos
mejoran más adelante en la historia de la humanidad, una vez que los gobiernos
comienzan a mantener registros cuidadosos de nacimientos, matrimonios y
muertes, al principio, particularmente de los nobles.
Esos
registros muestran que la mortalidad infantil se mantenía alta.
Pero si un hombre llegaba a los 21 años y no moría por accidente, violencia o
veneno, podía tener una esperanza de vida casi similar a la de los hombres de
hoy.
Entre 1200
y 1745, los hombres de 21 años podrían llegar a una edad promedio de entre
62 y 70 años, excepto en el siglo XIV, cuando la peste bubónica redujo la
esperanza de vida a 45 años.
¿Ayudaba
el dinero o el poder? No siempre.
Un
análisis de unos 115.000 nobles europeos halló que los reyes vivían
unos seis años menos que los nobles de menor rango, como los
caballeros. Los historiadores demográficos encontraron en los registros
parroquiales de los condados que en la Inglaterra del siglo XVII, la esperanza
de vida era más larga para los aldeanos que para los nobles.
"Las
familias aristocráticas en Inglaterra poseían los medios para obtener todo tipo
de beneficios materiales y servicios personales, pero la esperanza de vida al
nacer entre la aristocracia estuvo por detrás de la de la población en general
hasta bien entrado el siglo XVIII", escribe.
Esto
probablemente ocurría porque los nobles preferían vivir la mayor parte del año
en las ciudades, donde estaban expuestos a más enfermedades.
Pero
cuando llegó la revolución en la medicina y salud pública, esto ayudó a las
élites antes que al resto de la población. A finales del siglo XVII, los nobles
ingleses que llegaban a 25 años vivían más tiempo que sus contrapartes no
nobles, aún cuando seguían viviendo en las ciudades.
No hay tantas diferencias
Aunque en
general pensamos que en la época de Charles Dickens la vida era poco saludable
y corta para casi todos, como escribieron los investigadores Judith Rowbotham,
ahora en la Universidad de Plymouth, y Paul Clayton, de la Universidad Oxford
Brookes, "una vez que pasaban los años peligrosos de la infancia, la
esperanza de vida a mitad del período victoriano no era muy
diferente de lo que es hoy": una niña de cinco años viviría hasta los 73
años; un niño, hasta los 75.
Estos
números no solo son comparables a los nuestros, sino que pueden ser incluso
mejores. Los miembros de la clase trabajadora de hoy (una comparación más
precisa) viven alrededor de 72 años en el caso de los hombres y 76 en el de las
mujeres.
"Esta
relativa falta de progreso es sorprendente, especialmente dadas las muchas
desventajas ambientales de la época victoriana y el estado de la atención
médica en un momento en que las medicinas modernas, los sistemas de detección [de
enfermedades] y las técnicas quirúrgicas no estaban disponibles",
escribieron Rowbotham y Clayton.
Argumentan
que si pensamos que vivimos más tiempo ahora que antes, esto se debe a que
nuestros registros se remontan a alrededor de 1900, algo engañoso ya que ese
fue un momento en que la nutrición disminuyó y muchos hombres
comenzaron a fumar.
En
conclusión, nuestra vida máxima puede no haber cambiado mucho, pero eso no es
deslegitimar los extraordinarios avances de las últimas décadas que han ayudado
a que muchas más personas alcancen esa vida máxima, y vivir vidas más saludables en general.
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