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Canto XXII de la Ilíada
Cuando ambos guerreros se hallaron frente a frente,
dijo el primero el gran Héctor, de tremolante casco:
250 —No huiré más de ti, oh hijo de Peleo, como hasta
ahora. Tres veces di la vuelta, huyendo, en torno de la gran ciudad de Príamo,
sin atreverme nunca a esperar tu acometida. Mas ya mi ánimo me impele a
afrontarte ora te mate, ora me mates tu. Ea pongamos a los dioses por testigos,
que serán los mejores y los que más cuidarán de que se cumplan nuestros pactos:
Yo no te insultaré cruelmente, si Zeus me concede la victoria y logro quitarte
la vida; pues tan luego como te haya despojado de las magníficas armas, oh
Aquileo, entregaré el cadáver a los aqueos. Obra tú conmigo de la misma manera.
260 Mirándole con torva faz, respondió Aquileo, el de
los pies ligeros: — ¡Héctor, a quien no puedo olvidar! No me hables de
convenios. Como no es posible que haya fieles alianzas entre los leones y los
hombres, ni que estén de acuerdo los lobos y los corderos, sino que piensan
continuamente en causarse daño unos a otros; tampoco puede haber entre nosotros
ni amistad ni pactos, hasta que caiga uno de los dos y sacie de sangre a Ares,
infatigable combatiente. Revístete de toda clase de valor, porque ahora te es
muy preciso obrar como belicoso y esforzado campeón. Ya no te puedes escapar.
Palas Atenea te hará sucumbir pronto, herido por mi lanza, y pagarás todos
juntos los dolores de mis amigos, a quienes mataste cuando manejabas
furiosamente la pica.
273 En diciendo esto, blandió y arrojó la fornida
lanza. El esclarecido Héctor, al verla venir, se inclinó para evitar el golpe:
clavóse aquella en el suelo, y Palas Atenea la arrancó y devolvió a Aquileo,
sin que Héctor, pastor de hombres, lo advirtiese. Y Héctor dijo al eximio
Pelida:
279 —¡Erraste el golpe, deiforme Aquileo! Nada te había
revelado Zeus acerca de mi destino como afirmabas: has sido un hábil forjador
de engañosas palabras, para que, temiéndote, me olvidara de mi valor y de mi
fuerza. Pero no me clavarás la pica en la espalda, huyendo de ti: atraviésame
el pecho cuando animoso y frente a frente te acometa, si un dios te lo permite.
Y ahora guárdate de mi broncínea lanza. ¡Ojalá que todo su hierro se escondiera
en tu cuerpo! La guerra sería más liviana para los teucros si tú murieses,
porque eres su mayor azote.
289 Así habló; y blandiendo la ingente lanza,
despidióla sin errar el tiro; pues dio un bote en el escudo del Pelida. Pero la
lanza fue rechazada por la rodela, y Héctor se irritó al ver que aquélla había
sido arrojada inútilmente por su brazo; paróse, bajando la cabeza pues no tenía
otra lanza de fresno y con recia voz llamó a Deífobo, el de luciente escudo, y
le pidió una larga pica. Deífobo ya no estaba a su vera. Entonces Héctor
comprendiólo todo, y exclamo:
297 —¡Oh! Ya los dioses me llaman a la muerte. Creía
que el héroe Deífobo se hallaba conmigo, pero está dentro del muro, y fue
Atenea quien me engañó. Cercana tengo la perniciosa muerte, que ni tardará ni
puedo evitarla. Así les habrá placido que sea, desde hace tiempo, a Zeus y a su
hijo, el Flechador; los cuales, benévolos para conmigo, me salvaban de los
peligros. Cumplióse mi destino. Pero no quisiera morir cobardemente y sin
gloria; sino realizando algo grande que llegara a conocimiento de los
venideros.
306 Esto dicho, desenvainó la aguda espada, grande y
fuerte, que llevaba al costado. Y encogiéndose, se arrojó como el águila de
alto vuelo se lanza a la llanura, atravesando las pardas nubes, para arrebatar
la tierna corderilla o la tímida liebre; de igual manera arremetió Héctor
blandiendo la aguda espada. Aquileo embistióle, a su vez, con el corazón
rebosante de feroz cólera: defendía su pecho con el magnífico escudo labrado, y
movía el luciente casco de cuatro abolladuras, haciendo ondear las bellas y
abundantes crines de oro que Hefesto colocara en la cimera. Como el Véspero,
que es el lucero más hermoso de cuantos hay en el cielo, se presenta rodeado de
estrellas en la obscuridad de la noche; de tal modo brillaba la pica de larga
punta que en su diestra blandía Aquileo, mientras pensaba en causar daño al
divino Héctor y miraba cuál parte del hermoso cuerpo del héroe ofrecería menos resistencia.
Este lo tenía protegido por la excelente armadura que quitó a Patroclo después
de matarle, y sólo quedaba descubierto el lugar en que las clavículas separan
el cuello de los hombros, la garganta, que es el sitio por donde más pronto
sale el alma: por allí el divino Aquileo envasóle la pica a Héctor, que ya le
atacaba, y la punta, atravesando el delicado cuello, asomó por la nuca. Pero no
le cortó el garguero con la pica de fresno que el bronce hacia poderosa, para
que pudiera hablar algo y responderle. Héctor cayó en el polvo, y el divino
Aquileo se jactó del triunfo, diciendo:
331 —¡Héctor! Cuando despojabas el cadáver de Patroclo,
sin duda te creíste salvado y no me temiste a mí porque me hallaba ausente.
¡Necio! Quedaba yo como vengador, mucho más fuerte que él, en las cóncavas
naves, y te he quebrado las rodillas. A ti los perros y las aves te
despedazarán ignominiosamente, y a Patroclo los aqueos le harán honras
fúnebres.
337 Con lánguida voz respondióle Héctor, el de
tremolante casco: —Te lo ruego por tu alma, por tus rodillas y por tus padres:
¡No permitas que los perros me despedacen y devoren junto a las naves aqueas!
Acepta el bronce y el oro que en abundancia te darán mi padre y mi veneranda
madre, y entrega a los míos el cadáver para que lo lleven a mi casa, y los
troyanos y sus esposas lo pongan en la pira.
344 Mirándole con torva faz, le contestó Aquileo, el de
los pies ligeros: —No me supliques, ¡perro!, por mis rodillas ni por mis
padres. Ojalá el furor y el coraje me incitaran a cortar tus carnes y a
comérmelas crudas. ¡Tales agravios me has inferido! Nadie podrá apartar de tu
cabeza a los perros, aunque me den diez o veinte veces el debido rescate y me
prometan más, aunque Príamo Dardánida ordene redimirte a peso de oro; ni aun
así, la veneranda madre que te dio a luz te pondrá en un lecho para llorarte,
sino que los perros y las aves de rapiña destrozarán tu cuerpo.
355 Contestó, ya moribundo, Héctor, el de tremolante
casco: — ¡Bien te conozco, y no era posible que te persuadiese, porque tienes
en el pecho un corazón de hierro. Guárdate de que atraiga sobre ti la cólera de
los dioses, el día en que Paris y Febo Apolo te harán perecer, no obstante tu
valor, en las puertas Esceas.
361 Apenas acabó de hablar, la muerte le cubrió con su
manto: el alma voló de los miembros y descendió al Hades, llorando su suerte,
porque dejaba un cuerpo vigoroso y joven. Y el divino Aquileo le dijo, aunque
muerto le viera:
365 —¡Muere! Y yo perderé la vida cuando Zeus y los
demás dioses inmortales dispongan que se cumpla mi destino.
367 Dijo; arrancó del cadáver la broncínea lanza y,
dejándola a un lado, quitóle de los hombros las ensangrentadas armas. Acudieron
presurosos los demás aqueos, admiraron todos el continente y la arrogante
figura de Héctor y ninguno dejó de herirle.
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