domingo, 18 de septiembre de 2016

El precio de la demolición fiscal

EL PRECIO DE LA DEMOLICIÓN FISCAL

Un sistema tributario sólido y progresivo significa que contribuya más quien más tiene y más gana, y que contribuya con una porción mayor de su riqueza y su ganancia

Ricardo Rodríguez Técnico de Hacienda y escritor, eldiario.es junio 2020

Casi todos hemos escuchado en alguna ocasión aquella idea de Oliver Wendell Holmes según la cual los impuestos son el precio de vivir en una sociedad civilizada. Tal vez la experiencia del último cuarto del siglo pasado y el arranque del presente nos debería hacer añadir que solamente una sociedad civilizada es capaz de sostener un sistema tributario justo y que la erosión del sistema tributario es también, aunque a menudo no lo parezca, síntoma de crisis civilizatoria.

Si contemplamos la historia de la humanidad con perspectiva amplia, nos daremos cuenta de que constituyen una excepción los periodos en los que se logró que la mayoría de la población alcanzara un grado aceptable de bienestar. Fuera de la época de gran prosperidad en las sociedades occidentales avanzadas que comenzó a declinar con la crisis del petróleo, lo usual a lo largo de los siglos ha sido que sólo una élite pudiera permitirse una existencia no amenazada constantemente por la estrechez material.

Una columna decisiva de esta prosperidad es la existencia de un sistema tributario sólido y progresivo, lo que significa no solo que contribuya más quien más tiene y más gana, cosa que ya se logra en un sistema proporcional, sino que contribuya con una porción mayor de su riqueza y su ganancia. Y es este, jamás resulta ocioso recordarlo, el mandato que emana del artículo 31 de la Constitución de 1978.

Un difícil y frágil consenso

La aceptación mayoritaria de tal sistema, siquiera sea como mal necesario, entraña un nivel muy elevado de conciencia cívica y un difícil y por desgracia frágil consenso en torno a la democracia económica.

Se trata nada menos que de entender que hemos de aportar una parte sustancial del fruto de nuestro trabajo o del beneficio de nuestros negocios para el sostenimiento de los gastos comunes, y que la medida de nuestra contribución no es lo que personal y directamente vayamos a recibir a cambio, pues el impuesto no es un precio, sino la cuantía de nuestra riqueza. Contribuimos en la medida de nuestra capacidad y nos beneficiamos todos, pues es ese nuestro derecho como ciudadanos, en la medida de nuestra necesidad.

Es por esto que el artículo 2 de nuestra Ley General Tributaria define el impuesto como el tributo que se exige sin contraprestación individual alguna, como consecuencia de la realización del hecho, el acto o el negocio que ponga de manifiesto la capacidad económica. No es por cierto anecdótico que recientemente el economista Juan Ramón Rallo, director del Instituto Juan de Mariana, afirmase que esta definición prueba que todo impuesto, sin excepción, es confiscatorio. Indica la profundidad del ataque al cimiento del Estado de bienestar acometida desde muy influyentes círculos intelectuales.

España comenzó a construir de manera muy tardía en comparación con nuestros vecinos europeos un sistema tributario moderno y ese retraso, se ha venido arrastrando hasta nuestros días, entre otras razones porque, sin haberse terminado de culminar la obra, comenzó a desmontarse a partir de los años noventa.

La reforma fiscal de 1977, que pretendía dar soporte a un avanzado Estado social y que diseñó una estructura tributaria similar a la de los más prósperos países europeos, se inspiraba en el proyecto auspiciado por el profesor Enrique Fuentes Quintana desde el Instituto de Estudios Fiscales, cuya presentación a Franco en 1973 había provocado la destitución fulminante del ministro del ramo. A lo largo del régimen franquista había habido dos importantes reformas fiscales, en 1957 y en 1964, pero aún el día de la muerte del dictador subsistía un sistema deslavazado, rotundamente ineficaz para controlar el fraude generalizado y obtener recursos suficientes y con un peso desmesurado de la imposición indirecta que lo hacía profundamente regresivo.

La reforma de 1977 introdujo como pieza central un Impuesto sobre la Renta de las Personas Físicas concebido como tributo directo, personal y progresivo que gravaba la totalidad de las rentas percibidas por igual y se apoyaba a su vez en otros dos importantísimos impuestos directos: el de Sucesiones y Donaciones, que recae sobre las ganancias patrimoniales obtenidas a título gratuito y cumple una función básica en la persecución de la igualdad de oportunidades, paliando el ensanchamiento de las desigualdades generación tras generación, y el Impuesto sobre Patrimonio, que detecta el coste de oportunidad de  la riqueza acumulada en coherencia con la función social de la propiedad enunciada en la Constitución y ayuda además a controlar las fuentes de renta del IRPF. El sistema se completa con el Impuesto sobre Sociedades que grava la renta de las personas jurídicas, el de Transmisiones Patrimoniales, que recae sobre las que se producen entre particulares y, tras nuestra plena incorporación a la Comunidad Europea, el IVA y los Impuestos Especiales como expresión fundamental de la imposición indirecta.

Se ha de retener bien la idea de sistema, porque el conjunto constituye un edificio racional articulado sobre las cuatro manifestaciones básicas de capacidad económica: la renta, el patrimonio, el consumo y el tráfico. Y, durante los primeros años de la Transición, al menos acerca de los cimientos del edificio existía consenso. Pero esto comenzó a cambiar en los años noventa.

No es difícil resumir algunos de los hitos del desmantelamiento del sistema tributario de entonces a la actualidad. Se ha ido desplazando de modo abrumador el peso de la recaudación de los impuestos directos a los indirectos. Desde que, a mediados de los noventa, el Impuesto de Sociedades pasara a configurar su base imponible sobre el resultado contable de las empresas, el juego de contabilidad y fiscalidad, amén del abuso de las deducciones, ha ido agujereándolo de manera creciente. La desaparición de la transparencia fiscal ha propiciado la eclosión de entidades patrimoniales y profesionales como vías de elusión del fisco, hecho al que se alude luego cínicamente para justificar la supresión de gravámenes eludidos. Desde la Ley de 206 el IRPF ha cristalizado como tributo dual, que privilegia las rentas del capital sobre las de trabajo. Y la competencia fiscal entre Comunidades Autónomas, en una carrera insensata que a la larga destruye el sostén de los servicios públicos para todos, ha transformado Sucesiones y Patrimonios en tributos residuales.

La hegemonía del liberalismo

No es ajena a esta realidad la hegemonía del neoliberalismo en el mundo, por supuesto. Abanderada de la revolución conservadora, la derecha se ha entregado sin más a la demolición. Pero tampoco la izquierda ha ofrecido gran resistencia, obsesionada a menudo por la creación de nuevas figuras tributarias que podrían ser útiles como complemento pero carecen de capacidad para sustituir a los grandes impuestos.

Lo más desolador, con todo, es el alarmante deterioro de la conciencia fiscal de gran parte de la ciudadanía. En especial trabajadores, autónomos y profesionales de rentas medias que han ido perdiendo poder adquisitivo al tiempo que son testigos atónitos de la corrupción y del deterioro de los servicios públicos. No se debería desdeñar su indignación, que la extrema derecha sí trata de explotar para sus fines. El Estado de bienestar sólo puede subsistir si garantiza que toda la población, y no solo los muy desamparados, puedan acceder a servicios y bienes públicos de calidad a cambio de su aportación.

La actual crisis de la COVID-19 nos ha mostrado en toda su crudeza cuánta era nuestra desnudez. Deberíamos aprender ya que el sostenimiento de los servicios públicos puede ser asunto de vida o muerte. Necesitaremos con seguridad medidas fiscales extraordinarias, como la propuesta del impuesto a la riqueza de los economistas Landais, Saez y Zucman de la que algunas organizaciones políticas y sociales se han hecho eco. Pero a medio plazo estamos obligados a reconstruir de raíz un sistema tributario suficiente. De lo contrario, el precio a pagar podría ser demasiado alto.


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