La guerra comercial ha existido
siempre
Juan Francisco
Martín Seco, 18 de marzo de 2025
Como he escrito en alguna otra ocasión, la mejor baza de Vox
es Sánchez y viceversa, la principal y casi única coartada de Sánchez es Vox.
Quizás esto nos ayude a comprender -aunque resulta difícil- el hecho insólito
de que un personaje como Trump haya repetido como presidente de EEUU, tras sus
actuaciones durante el primer mandato y hechos posteriores. Si existe alguna
explicación, tan solo puede encontrarse en los errores del presidente anterior
y en el confuso discurso de la candidata alternativa. Solo el hartazgo de gran parte de la sociedad americana con la dictadura
y sectarismo de los defensores de la doctrina woke puede hacernos
comprender de alguna manera este fenómeno.
Sin duda
sería interesante analizar todo ello, pero no es en este aspecto en el que
quiero detenerme en esta ocasión. Tampoco en los exabruptos y atrocidades con
los que el recién nombrado presidente nos intimida, tales como la deportación
de palestinos o la expulsión indiscriminada de inmigrantes. En este artículo
pretendo más bien reflexionar sobre un asunto que creíamos olvidado y que Trump
ha puesto sobre la mesa, no sé si únicamente como chantaje de cara a conseguir
sus objetivos o porque piense emplearlos de verdad. Me refiero a los aranceles, asunto que remite
a los temas del libre cambio y de la globalización.
Sean cuales
sean los objetivos del actual presidente de EEUU, hay que traer a colación el
dicho de que la verdad es la verdad dígala Agamenón o su porquero, y el tema es
suficientemente interesante para analizarlo, sobre todo teniendo en cuenta que
casi todos los comentarios publicados han salido en contra de los aranceles y
en defensa del libre cambio. Sin embargo, la guerra comercial se ha producido siempre desde que el mercado
adquirió una dimensión internacional.
El mercantilismo inició su
andadura allá por el siglo XVI y mantuvo su hegemonía al menos hasta el final
del siglo XVIII. Partía
del hecho de que el enriquecimiento de una nación se encuentra en el ahorro, en
la acumulación de metales preciosos (dinero) mediante el saldo positivo del
comercio exterior, por lo que pretende incentivar las exportaciones y limitar,
a través de contingentes o aranceles, las importaciones.
Con Adam Smith y David Ricardo se cambia radicalmente la óptica. Se
establece el libre cambio,
que sostiene que la mejor política en el campo del comercio internacional es la
de la absoluta libertad, evitando cualquier tipo de restricciones
gubernamentales, de manera que cada país se especialice en aquellas actividades para las que
disponga de «ventajas comparativas» con respecto al resto.
Este punto de vista tiene una aparente lógica que no es otra que la aplicación
de la división del trabajo al comercio internacional.
Lo
sorprendente de esta teoría es su defensa de que la mejor política posible para
un país es la del libre comercio, no solo cuando es generalizada y todos se
atienen a sus exigencias, sino aun en el caso de que otro u otros países practiquen una política
proteccionista. Estarían así injustificadas las actuaciones
tendentes a empobrecer al vecino mediante el uso de aranceles y contingentes a
la importación.
La verdad es
que estas aseveraciones son bastante difíciles de creer; y, de hecho, en la práctica,
ningún país las acepta y solo están dispuestos a desarmarse comercialmente a
condición de que otros hagan lo mismo. Es más, los distintos acuerdos de
comercio internacional son siempre extrañas mezclas de proteccionismo y de
libre cambio, en los que cada nación intenta obtener la mayor libertad posible
de exportación para sus productos, a la vez que busca un alto grado de
protección para sus mercados frente a los artículos extranjeros. La misma
existencia de la Organización Mundial del Comercio (OMC) es prueba de que ningún Estado
es capaz de desarmarse respecto del comercio de algunos bienes, si no obtiene
contrapartidas en otros productos.
Los
defensores del libre cambio mantienen que los desequilibrios en las balanzas de
pagos, generados por la libertad de comercio, se corregirán automáticamente mediante ajustes en los tipos de
cambio, cuya flotación modificará la estructura de costes y
precios frente al exterior. Se transmuta así la competitividad de los
respectivos países.
El problema es que los gobiernos pueden intervenir en las cotizaciones de
la moneda –la
flotación de las divisas en la mayoría de los casos es sucia- y que el control
sobre el tipo de cambio es muchas veces tan eficaz o más que los aranceles, los
contingentes u otras medidas proteccionistas para robar parte del mercado y
defenderse de la competencia.
Si fuese
cierto el razonamiento de los partidarios del libre cambio, los países no
mantendrían déficits o superávits cuantiosos en sus balanzas de pago durante
mucho tiempo sin que fuesen corregidos por la variación de los tipos de cambio,
pero la verdad es que los mantienen y el endeudamiento exterior que generan
está en el origen de muchas crisis. Concretamente, se encuentra detrás de la gran recesión que sacudió a la economía
mundial en 2008. Esta es la tesis que mantuve en el libro La
trastienda de la crisis, publicado en la editorial Península.
Si en 1980
los distintos países presentaban con pequeñas diferencias balanzas de pagos más
o menos equilibradas, los saldos positivos y negativos fueron incrementándose,
sobre todo a partir de finales de los noventa, y abriéndose ampliamente el
abanico entre países deudores y acreedores, generando una situación inestable y
explosiva que por fuerza tenía que estallar. Los países asiáticos -China, Japón, Indonesia, Malasia, Singapur,
Tailandia y Taiwán- financiaban a los países occidentales -EEUU, Australia,
Canadá, etc. Año tras año, la necesidad de financiación de
unos y el excedente de los otros era cada vez mayor. El endeudamiento de un
país, al igual que el de una familia, tiene un límite, más pronto o más tarde
hay que pagar. El dinero caliente a la misma velocidad que entra se retira,
causando graves daños en la economía y en las condiciones de vida del país en
cuestión.
En todo lo
anterior no se ha citado a la Unión Europea. La razón es que en conjunto
presentaba un saldo próximo a cero en su balanza por cuenta corriente, pero
ello no quiere decir que en el interior no existiesen también profundos
desequilibrios entre los países miembros. Mientras que en 2007 había países que
tenían elevados superávits: Alemania (6,8% del PIB), Holanda (7,4%), Suecia
(8,5%), Luxemburgo (10%); otros alcanzaban déficits desorbitados: España
(-9,6%), Grecia (-15,6%), Portugal (-10,0), Irlanda (-6,5%), Chipre (-11,1%).
En consecuencia, la
crisis afectó también de lleno a Europa en su interior, con el agravante de que
dentro de la eurozona no se podía acudir a la realineación de las monedas.
Tras la
crisis, los desequilibrios se han moderado, pero ni lo han hecho de manera
uniforme ni han desaparecido por completo. EE UU mantiene aún un déficit exterior muy elevado, que parece
haber persuadido a Trump de adoptar medidas proteccionistas. Bien
es verdad que el presidente de EE UU dirá que no es él quien comienza la guerra
comercial, sino simplemente se defiende de una situación anormal en el comercio
exterior y que las únicas medidas proteccionistas no son los aranceles o los
contingentes.
Trump ha comenzado su ofensiva
centrándose en China. Es comprensible porque en las relaciones bilaterales el
mayor déficit que presenta el comercio del país americano es frente el país
asiático. Pero,
si consideramos la economía internacional en su conjunto, China después de la
crisis ha modificado su estrategia y ha corregido parcialmente el elevado
déficit de su balanza por cuenta corriente, que mantenía con anterioridad,
aunque es cierto que dada la opacidad del monstruo asiático es difícil estar
seguro de algo. Ahora bien, al margen de todo, lo que sí era de prever es que
antes o después el presidente americano, a pesar de su conducta caótica,
tomaría conciencia de que donde se encuentra ahora el verdadero problema es en
la eurozona.
Los países
del Sur de Europa, aunque a costa de tener que someter sus economías a los
duros ajustes de una devaluación interna, han corregido sus déficits
exteriores. Por el contrario, Alemania y Holanda etc. no solo no han reducido
sus superávits, sino que los han incrementado. Ambos hechos (la rectificación
de unos y la perseverancia de otros) han originado un fenómeno nuevo y es que
el saldo de la balanza por cuenta corriente de la eurozona en su conjunto, que
antes de la crisis se mantenía alrededor de cero, alcanza en estos momentos un
superávit cercano al 4%. Teniendo en cuenta la envergadura de su PIB, un 4% de excedente exterior
constituye un nivel elevadísimo y se ha convertido en el máximo problema -mucho
más que el de China- del comercio y de la economía mundiales.
El tipo de cambio del euro no es
el adecuado,
pero ¿cuál es el correcto? Si miramos a Alemania o a Holanda, debería
revalorizarse, pero si lo que contemplamos son las condiciones de España,
Grecia, Portugal, e incluso Francia e Italia, tendría que depreciarse o al
menos mantenerse. Contradicciones de adoptar una única moneda con países tan
diversos y sin realizar antes la unión política.
La
globalización y la multilateralidad en las relaciones comerciales han originado
que los efectos de esta política mercantilista hayan tenido su impacto fuera de
Europa. Los
superávits de Alemania y de la eurozona en su conjunto tienen que tener su
correspondencia en los déficits de otros países, entre los que se encuentra en
un puesto destacado EEUU. La balanza de pagos por cuenta
corriente del gigante americano viene presentando saldo negativo desde hace por
lo menos tres décadas, y alcanzado cuantías realmente importantes en todo el
primer decenio del presente siglo. Situación que, si en un principio se puede
mantener gracias al papel de moneda de reserva atribuido al dólar, resulta
insostenible cuando se prolonga en el tiempo.
Trump es
criticable por muchos motivos, pero en este tema tiene un punto de razón cuando
pretende defenderse de una guerra comercial desatada por China y Alemania hace
ya muchos años; la
primera con una férrea intervención del Estado en la economía,
incluido el manejo del tipo de cambio. La segunda ocultándose tras la Unión Monetaria,
alejándose de la relación real de intercambio, ya que, si conservase el marco,
su cotización estaría muy por encima de la fijada para el euro.
Hay un dato
que puede justificar que la inquietud de EE UU se incremente. El dólar a
principios de siglo representaba aproximadamente el 70% de las reservas
mundiales de divisas; en la actualidad, apenas llega al 58%. Mantiene ciertamente su hegemonía
frente al euro (20%), el yen (5%) y el renminbi chino (3%), pero la tendencia
descendente es indudable.
En la última cumbre de Kazán
(Rusia) los llamados BRICS (Brasil, Rusia, India, China y Sudáfrica) acordaron
desvincular progresivamente sus monedas del dólar. Anunciaron la creación de BRICS
Clear. Es decir, un nuevo sistema de pagos destinado a liquidar valores sin
tener necesidad de pasar por el dólar como moneda de conversión. Se sabe que ya
ahora el 90% del comercio entre China y Rusia se liquida en renminbis y rublos.
Existen, por tanto, razones para que Donald Trump, a pesar de sus
locuras, esté preocupado. De hecho, muchas de las medidas proteccionistas
que tomó en su anterior legislatura fueron mantenidas por Biden. Dada la personalidad del
actual presidente de EE UU, es difícil saber, al margen de amenazas y
baladronadas, cuál va a ser su reacción y las decisiones que en realidad va a
tomar finalmente. Y más difícil aún conocer las respuestas de los otros países
y, por supuesto los efectos positivos y negativos que se van a producir sobre
la economía internacional.
El problema
se complica en la Unión Europea ya que no constituye una verdadera unidad
económica y por lo tanto los resultados van a ser diversos en cada país. Los
intereses serán distintos y sus opiniones sobre las medidas a tomar en
represalia, también. Tampoco tienen por qué coincidir con la decisión adoptada
por la Comisión, tanto más cuanto que es previsible que Trump vaya a responder
con nuevos aranceles. Se puede producir una situación asimétrica, en la medida en que si el
desequilibrio está generado principalmente por los países europeos del Norte,
sean los países del Sur una vez más los que paguen las consecuencias.
Conviene
recordar, por último, que, si una parte de la derecha se sitúa en contra del
libre cambio y de la libre circulación de capitales por motivos nacionalistas,
la izquierda, la verdadera izquierda, siempre ha considerado que la globalización es
causa de que los salarios desciendan, los sistemas fiscales se hagan más
regresivos y la economía del bienestar más vulnerable. Véase
por ejemplo el último libro de Joseph Stiglitz Camino de Libertad en
la editorial Taurus.
Texto adaptado por el profesor Julio
Dapena Losada
La guerra comercial ha existido
siempre
Juan Francisco
Martín Seco, 18 de marzo de 2025
[…] En este
artículo pretendo más bien reflexionar sobre un asunto que creíamos olvidado y
que Trump ha puesto sobre la mesa, no sé si únicamente como chantaje de cara a
conseguir sus objetivos o porque piense emplearlos de verdad. Me refiero a los aranceles, asunto que remite
a los temas del libre cambio y de la globalización.
Sean cuales
sean los objetivos del actual presidente de EEUU, hay que traer a colación el
dicho de que la verdad es la verdad dígala Agamenón o su porquero, y el tema es
suficientemente interesante para analizarlo, sobre todo teniendo en cuenta que
casi todos los comentarios publicados han salido en contra de los aranceles y
en defensa del libre cambio. Sin embargo, la guerra comercial se ha producido siempre desde que el mercado
adquirió una dimensión internacional.
El mercantilismo inició su
andadura allá por el siglo XVI y mantuvo su hegemonía al menos hasta el final
del siglo XVIII. Partía
del hecho de que el enriquecimiento de una nación se encuentra en el ahorro, en
la acumulación de metales preciosos (dinero) mediante el saldo positivo del
comercio exterior, por lo que pretende incentivar las exportaciones y limitar,
a través de contingentes o aranceles, las importaciones.
Con Adam Smith y David Ricardo se cambia radicalmente la óptica. Se
establece el libre cambio,
que sostiene que la mejor política en el campo del comercio internacional es la
de la absoluta libertad, evitando cualquier tipo de restricciones
gubernamentales, de manera que cada país se especialice en aquellas actividades para las que
disponga de «ventajas comparativas» con respecto al resto.
Este punto de vista tiene una aparente lógica que no es otra que la aplicación
de la división del trabajo al comercio internacional.
Lo
sorprendente de esta teoría es su defensa de que la mejor política posible para
un país es la del libre comercio, no solo cuando es generalizada y todos se
atienen a sus exigencias, sino aun en el caso de que otro u otros países practiquen una política
proteccionista. Estarían así injustificadas las actuaciones
tendentes a empobrecer al vecino mediante el uso de aranceles y contingentes a
la importación.
La verdad es
que estas aseveraciones son bastante difíciles de creer; y, de hecho, en la práctica,
ningún país las acepta y solo están dispuestos a desarmarse comercialmente a
condición de que otros hagan lo mismo. Es más, los distintos acuerdos de
comercio internacional son siempre extrañas mezclas de proteccionismo y de
libre cambio, en los que cada nación intenta obtener la mayor libertad posible
de exportación para sus productos, a la vez que busca un alto grado de
protección para sus mercados frente a los artículos extranjeros. La misma
existencia de la Organización Mundial del Comercio (OMC) es prueba de que ningún Estado
es capaz de desarmarse respecto del comercio de algunos bienes, si no obtiene
contrapartidas en otros productos.
Los
defensores del libre cambio mantienen que los desequilibrios en las balanzas de
pagos, generados por la libertad de comercio, se corregirán automáticamente mediante ajustes en los tipos de
cambio, cuya flotación modificará la estructura de costes y
precios frente al exterior. Se transmuta así la competitividad de los
respectivos países.
El problema es que los gobiernos pueden intervenir en las cotizaciones de
la moneda –la
flotación de las divisas en la mayoría de los casos es sucia- y que el control
sobre el tipo de cambio es muchas veces tan eficaz o más que los aranceles, los
contingentes u otras medidas proteccionistas para robar parte del mercado y
defenderse de la competencia.
Si fuese
cierto el razonamiento de los partidarios del libre cambio, los países no
mantendrían déficits o superávits cuantiosos en sus balanzas de pago durante
mucho tiempo sin que fuesen corregidos por la variación de los tipos de cambio,
pero la verdad es que los mantienen y el endeudamiento exterior que generan
está en el origen de muchas crisis. Concretamente, se encuentra detrás de la gran recesión que sacudió a la economía
mundial en 2008. Esta es la tesis que mantuve en el libro La trastienda de la crisis,
publicado en la editorial Península.
Si en 1980
los distintos países presentaban con pequeñas diferencias balanzas de pagos más
o menos equilibradas, los saldos positivos y negativos fueron incrementándose,
sobre todo a partir de finales de los noventa, y abriéndose ampliamente el
abanico entre países deudores y acreedores, generando una situación inestable y
explosiva que por fuerza tenía que estallar. Los países asiáticos -China, Japón, Indonesia, Malasia, Singapur,
Tailandia y Taiwán- financiaban a los países occidentales -EEUU, Australia,
Canadá, etc. Año tras año, la necesidad de financiación de
unos y el excedente de los otros era cada vez mayor. El endeudamiento de un
país, al igual que el de una familia, tiene un límite, más pronto o más tarde
hay que pagar. El dinero caliente a la misma velocidad que entra se retira,
causando graves daños en la economía y en las condiciones de vida del país en
cuestión.
En todo lo
anterior no se ha citado a la Unión Europea. La razón es que en conjunto
presentaba un saldo próximo a cero en su balanza por cuenta corriente, pero
ello no quiere decir que en el interior no existiesen también profundos
desequilibrios entre los países miembros. Mientras que en 2007 había países que
tenían elevados superávits: Alemania (6,8% del PIB), Holanda (7,4%), Suecia
(8,5%), Luxemburgo (10%); otros alcanzaban déficits desorbitados: España
(-9,6%), Grecia (-15,6%), Portugal (-10,0), Irlanda (-6,5%), Chipre (-11,1%).
En consecuencia, la
crisis afectó también de lleno a Europa en su interior, con el agravante de que
dentro de la eurozona no se podía acudir a la realineación de las monedas.
Tras la
crisis, los desequilibrios se han moderado, pero ni lo han hecho de manera
uniforme ni han desaparecido por completo. EE UU mantiene aún un déficit exterior muy elevado, que parece
haber persuadido a Trump de adoptar medidas proteccionistas. Bien
es verdad que el presidente de EE UU dirá que no es él quien comienza la guerra
comercial, sino simplemente se defiende de una situación anormal en el comercio
exterior y que las únicas medidas proteccionistas no son los aranceles o los
contingentes.
Trump ha comenzado su ofensiva
centrándose en China. Es comprensible porque en las relaciones bilaterales el
mayor déficit que presenta el comercio del país americano es frente el país
asiático. Pero,
si consideramos la economía internacional en su conjunto, China después de la
crisis ha modificado su estrategia y ha corregido parcialmente el elevado
déficit de su balanza por cuenta corriente, que mantenía con anterioridad,
aunque es cierto que dada la opacidad del monstruo asiático es difícil estar
seguro de algo. Ahora bien, al margen de todo, lo que sí era de prever es que
antes o después el presidente americano, a pesar de su conducta caótica,
tomaría conciencia de que donde se encuentra ahora el verdadero problema es en
la eurozona.
Los países
del Sur de Europa, aunque a costa de tener que someter sus economías a los
duros ajustes de una devaluación interna, han corregido sus déficits
exteriores. Por el contrario, Alemania y Holanda etc. no solo no han reducido
sus superávits, sino que los han incrementado. Ambos hechos (la rectificación
de unos y la perseverancia de otros) han originado un fenómeno nuevo y es que
el saldo de la balanza por cuenta corriente de la eurozona en su conjunto, que
antes de la crisis se mantenía alrededor de cero, alcanza en estos momentos un
superávit cercano al 4%. Teniendo en cuenta la envergadura de su PIB, un 4% de excedente exterior
constituye un nivel elevadísimo y se ha convertido en el máximo problema -mucho
más que el de China- del comercio y de la economía mundiales.
El tipo de cambio del euro no es
el adecuado,
pero ¿cuál es el correcto? Si miramos a Alemania o a Holanda, debería
revalorizarse, pero si lo que contemplamos son las condiciones de España,
Grecia, Portugal, e incluso Francia e Italia, tendría que depreciarse o al
menos mantenerse. Contradicciones de adoptar una única moneda con países tan
diversos y sin realizar antes la unión política.
La
globalización y la multilateralidad en las relaciones comerciales han originado
que los efectos de esta política mercantilista hayan tenido su impacto fuera de
Europa. Los
superávits de Alemania y de la eurozona en su conjunto tienen que tener su
correspondencia en los déficits de otros países, entre los que se encuentra en
un puesto destacado EEUU. La balanza de pagos por cuenta
corriente del gigante americano viene presentando saldo negativo desde hace por
lo menos tres décadas, y alcanzado cuantías realmente importantes en todo el
primer decenio del presente siglo. Situación que, si en un principio se puede
mantener gracias al papel de moneda de reserva atribuido al dólar, resulta
insostenible cuando se prolonga en el tiempo.
Trump es
criticable por muchos motivos, pero en este tema tiene un punto de razón cuando
pretende defenderse de una guerra comercial desatada por China y Alemania hace
ya muchos años; la
primera con una férrea intervención del Estado en la economía,
incluido el manejo del tipo de cambio. La segunda ocultándose tras la Unión Monetaria,
alejándose de la relación real de intercambio, ya que, si conservase el marco,
su cotización estaría muy por encima de la fijada para el euro.
Hay un dato
que puede justificar que la inquietud de EE UU se incremente. El dólar a
principios de siglo representaba aproximadamente el 70% de las reservas
mundiales de divisas; en la actualidad, apenas llega al 58%. Mantiene ciertamente su hegemonía
frente al euro (20%), el yen (5%) y el renminbi chino (3%), pero la tendencia
descendente es indudable.
En la última cumbre de Kazán
(Rusia) los llamados BRICS (Brasil, Rusia, India, China y Sudáfrica) acordaron
desvincular progresivamente sus monedas del dólar. Anunciaron la creación de BRICS
Clear. Es decir, un nuevo sistema de pagos destinado a liquidar valores sin
tener necesidad de pasar por el dólar como moneda de conversión. Se sabe que ya
ahora el 90% del comercio entre China y Rusia se liquida en renminbis y rublos.
Existen, por tanto, razones para que Donald Trump, a pesar de sus
locuras, esté preocupado. De hecho, muchas de las medidas proteccionistas
que tomó en su anterior legislatura fueron mantenidas por Biden. Dada la personalidad del
actual presidente de EE UU, es difícil saber, al margen de amenazas y
baladronadas, cuál va a ser su reacción y las decisiones que en realidad va a
tomar finalmente. Y más difícil aún conocer las respuestas de los otros países
y, por supuesto los efectos positivos y negativos que se van a producir sobre
la economía internacional.
El problema
se complica en la Unión Europea ya que no constituye una verdadera unidad
económica y por lo tanto los resultados van a ser diversos en cada país. Los
intereses serán distintos y sus opiniones sobre las medidas a tomar en
represalia, también. Tampoco tienen por qué coincidir con la decisión adoptada
por la Comisión, tanto más cuanto que es previsible que Trump vaya a responder
con nuevos aranceles. Se puede producir una situación asimétrica, en la medida en que si el
desequilibrio está generado principalmente por los países europeos del Norte,
sean los países del Sur una vez más los que paguen las consecuencias.
Conviene
recordar, por último, que, si una parte de la derecha se sitúa en contra del
libre cambio y de la libre circulación de capitales por motivos nacionalistas,
la izquierda, la verdadera izquierda, siempre ha considerado que la globalización es
causa de que los salarios desciendan, los sistemas fiscales se hagan más
regresivos y la economía del bienestar más vulnerable. Véase
por ejemplo el último libro de Joseph Stiglitz Camino de Libertad en
la editorial Taurus.
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