miércoles, 3 de mayo de 2023

Agosto 2018: N.º 20: Pícaros en el Siglo de Oro

 




Esta pintura, mal titulada como CUATRO FIGURAS EN UN ESCALÓN (ca. 1655) –más probablemente se encuentran en un zaguán situado más bajo que el nivel de circulación de la calle- es una de las abundantes obras costumbristas y profanas de BARTOLOMÉ ESTABAN MURILLO (1617-1682). Este tipo de obras nos abren una ventana a la CALLE SEVILLANA y a las gentes corrientes de la capital andaluza. Dada la mala fama de la ciudad en relación con el vicio, el juego, la delincuencia y el sexo, algunos autores han considerado que, en pinturas como esta, el hispalense encubría un segundo significado oculto que aludía a algunas de las prácticas desarrolladas a diario en la vida real cuya expresión explícita no estaba permitida por la moral católica imperante. De este modo, algunas interpretaciones han querido ver en la pintura la representación de una familia en un burdel, y consideran a la mujer adulta una alcahueta, mientras que la joven, que levanta su velo y parece sonreír divertida o quizás insinuarse, sería la que ofrecería sus servicios sexuales. Siguiendo esta hipótesis, el muchacho risueño actuaría como rufián, mientras que el niño al que están despiojando, cuyos pantalones aparecen parcialmente rotos estaría aludiendo –según una lectura más osada y terrible- al ofrecimiento de prácticas pedófilas. La interpretación más probable y menos rebuscada es mucho más evidente, y refiere a la de un grupo familiar que asiste, divertido y curioso, a algo que ha acontecido inesperadamente en la calle.




Otra obra de Murillo, Santo Tomás de Villanueva niño reparte su ropa (ca. 1670), representa a este santo (1488-1555) frente a un grupo de pequeños mendigos vestidos con harapos. Se trata de una pintura destinada a la iglesia del convento de San Agustín en Sevilla y que señalaba una clara inclinación a la CARIDAD de esta institución y por supuesto del santo que protagoniza la escena. La asistencia a los desfavorecidos dependía fundamentalmente de las instituciones eclesiásticas, aunque la iniciativa privada tuvo también una importante repercusión incluso para financiar a estas, en particular a través de los testamentos de gentes pudientes que se acordaban de los pobres cuando había que rendir cuentas frente a Dios.





In Ictu Oculi (1670-1672) de Juan Valdés Leal (1622-1690). En esta pintura se trata la banalidad de la vida frente a las expectativas de LA MUERTE y la imposibilidad de sobreponerte a ella. La muerte aparece sosteniendo un ataúd bajo el brazo y apagando la llama de la vida. Sus pies se sostienen sobre un orbe terrestre y sobre multitud de objetos como coronas, cetros, tiaras, libros, armaduras y báculos. De nada sirven el poder y la gloria ante ella. La obra se encontraba en el hospital de Caridad de Sevilla, entre cuyas funciones principales se encontraba la de ENTERRAR A LOS AJUSTICIADOS Y A LOS INDIGENTES.






Una mujer lee la buenaventura a un distinguido joven rodeado de tres cómplices de la adivina, que aprovechan la distracción para HURTARLE. Una de ellas ya ha cogido delicadamente el cordón de la bolsa que el individuo lleva en el bolsillo, mientras su compañera tiende la mano para recuperar el botín una vez se haya sustraído. La tercera de las jóvenes, observando atentamente cualquier indicio de que el joven se esté percatando de lo que ocurre, corta la cadena de su colgante para robar la medalla. Esta última tiene una tez más clara y va vestida de forma más elegante, inspirando mayor confianza a la pobre víctima, aunque en realidad forma parte del grupo de GITANAS, como también revela su manto. La presencia de gentes de esta etnia era muy frecuente también en la Andalucía de la época, y sobre ellas sobrevolaba un tópico que las asociaba habitualmente con el robo, como menciona Cervantes en La gitanilla: “Parece que los gitanos y gitanas solamente nacieron en el mundo para ser ladrones: nacen de padres ladrones, críanse con ladrones, estudian para ladrones y, finalmente, salen con ser ladrones corrientes y molientes a todo ruedo; y la gana del hurtar y el hurtar son en ellos como accidentes inseparables”. Georges de la Tour (1593-1652). La Diseuse de bonne aventure (ca. 1630).







Recreación ideal de algunos de los personajes habituales en la picaresca en la vida real de los contextos urbanos de la España del Siglo de Oro. La imagen superior izquierda corresponde a una PROSTITUTA que se insinúa a un posible cliente mientras recibe consejo o instrucciones por parte de una ALCAHUETA. Rufianes (que explotan y a la vez protegen a las prostitutas) y alcahuetas son algunos de los personajes más habituales en el mundo de la prostitución de la época moderna, y algunos de los más recurrentes de la picaresca literaria. Estas últimas eran con frecuencia antiguas rameras de edad avanzada que compaginan actividades profesionales o semiprofesionales (parteras, hilanderas, buhoneras, herbolarias) como tapadera, con otras ilícitas y delictivas que incluían la propia alcahuetería y otras más oscuras. Sus propias dedicaciones “oficiales” les abrían las puertas a posibles clientes interesados en el comercio carnal. En función de la época y el lugar, los castigos por ser halladas culpables de estos delitos podían incluir el destierro, el emplumamiento o la exhibición en la picota. Con frecuencia, la relación entre la prostituta y su alcahueta se encubría mediante un supuesto parentesco como de madre-hija, tía-sobrina o madrina-ahijada. La imagen siguiente (abajo izquierda) reconstruye a un TAHÚR o fullero, uno de los típicos personajes de la vida cotidiana, no necesariamente de la clase más baja. Así lo demuestra esta reconstrucción mediante una vestimenta al uso, típica de los hombres de clase media durante la primera mitad del siglo XVII. El tahúr se habría dirigido a una casa de juego después de terminar su jornada laboral en una curtiduría y se muestra dispuesto a jugarse todo lo que haga falta con la esperanza de ganarse un dinero, aunque se reserva un par de cartas bajo una faja de trabajo que pueden salvarle el pellejo… o –si lo descubren- justo lo opuesto. El juego fue una de las grandes preocupaciones de las autoridades, que desarrollaron una legislación compleja destinada a evitar no ya el endeudamiento sino los problemas periféricos comúnmente asociados con el juego (peleas, pendencias e incluso asesinatos). El tercer representante de nuestra particular picaresca (arriba a la derecha), no es otro que el FALSO MENDIGO, una de las plagas endémicas del paisaje urbano moderno. Para poder vivir de la limosna, los falsos mendigos concebían toda una serie de imaginativas tretas destinadas a evitar cualquier esfuerzo mediante un trabajo honesto, como indica Pérez de Herrera (Discursos del ampara de los legítimos pobres), que dice haber conocido de buena fuente algunos casos muy extremos: “[…] Movidos desta ociosa y mala vida, pudiendo trabajar en otras cosas, se hacen llagas fingidas y comen cosas que les hacen daño a la salud para andar descoloridos y mover a piedad, fingiendo otras mil invenciones para este efecto, y haciéndose mudos y ciegos no lo siendo; y algunos, y muchos, que se ha sabido que sus hijos e hijas en naciendo les tuercen los pies o manos, y aun se dice que los ciegan […]. [A un fraile de la orden de San Bernardo] le pidió con muchas lágrimas una mujer que rogase a su marido que no le cegase un hijo recién nacido, quejándose de que con un hierro ardiendo pasándole por junto a los ojos había cegado otros dos, y lo mismo quería hacer a este […]. Y en Lisboa fueron castigados dos hombres por justicia; el uno por haber dado un cruzado a otro porque le cortase una mano y el otro por haberlo hecho así a fin de quedar lisiado y escusarse de trabajar”. El último personaje [abajo derecha] es un joven LADRÓN, bolsa en mano, que huye tras haber sido descubierto. El ladrón de la ilustración es de tipo CORTABOLSAS, como bien indica el cuchillo de mesa que empuña en su otra mano, aunque en la época existían muchos otros tipos de ladrones que entraban en casas ajenas o vaciaban bolsas, como los altaneros (que escalaban en las viviendas para entrar), los ventosos (que se introducen por las ventanas), los guzpatareros (butroneros, que se introducen en las casas realizando un agujero en la pared), los apóstoles (que usaban ganzúas a modo de llave), los maletas (que se introducen en un baúl o un fardo que es depositado en el interior de una casa), los juaneros (que roban las cajas de limosna) o los sangradores, que realizan pequeños cortes en las bolsas para vaciar su contenido. Pérez de Herrera menciona algunos de estos cortabolsas compinchados con músicos ciegos (o falsos ciegos) que “[…] se ponen en las plazas principales de los lugares grandes destos reinos […] y juntándose mucha gente para oírlos, son causa de muchos hurtos”.







Esta pintura, Dos mujeres en una ventana (1670), es otra de las obras de Murillo de lectura controvertida. Se ha propuesto razonablemente que pudiera tratarse de dos jóvenes prostitutas que están sonriendo a un posible cliente o algún galán que pasara por la calle, puesto que las NORMAS DEL DECORO obligaban a las MUJERES a preservar cierto recato y no permitían su exhibición en público con libertad. Las mujeres de clase alta no se asomaban a la ventana si no era detrás de cortinas o celosías –“mujer ventanera, parra en el camino”; es decir, a disposición de cualquiera-, aunque ello no significa necesariamente que las que lo hicieran fueran prostitutas, y podría tratarse sencillamente de dos jóvenes de clase social modesta que muestran un estilo de vida ciertamente distendido. De todos modos, el recato no era siempre signo del buen comportamiento moral, como demuestra el uso de mantos para cubrirse, que en un comienzo se concebía como un signo de decoro y con el tiempo fue convirtiéndose en un medio para taparse y caminar por las calles sin ser reconocidas, dejando sólo un ojo a la vista, hasta el punto que hubo algunos intentos de legislación al respecto para evitar situaciones violentas cuando un hombre se acercaba a una de ellas para contratar sus servicios: “Ha venido a tal estremo el uso de andar tapadas las mujeres que dello han resultado grandes ofensas de Dios y notable daño de la República, a causa de que en aquella forma no conoce el padre a la hija ni el marido a la mujer ni el hermano a la hermana” (Junta de Reformación, 1586).









Le Tricheur à l’as de carreau (1636-1638) –EL TAHÚR-. Aún tratándose de una pintura francesa, la escena reconstruye una imagen bastante similar a la que podría verse en garitos y casas de juego españolas de la misma época, aunque algo suavizada y en un ambiente notablemente más rico (basta con observar el tipo de monedas que están en juego). Una sirvienta rellena la copa de vino de una cortesana –ataviada con las perlas características de estas- mientras el tahúr se guarda otro as bajo el ancho cinturón. Un cuarto personaje, un chico joven, permanece ignorante ante lo que acontece en la mesa. La prostituta da la señal al tahúr, su socio, para abrir las apuestas. La sirvienta está naturalmente compinchada con ellos, y va a estar atenta a apuntar las cartas del ingenuo joven, al que los tres cómplices están dispuestos a desplumar hasta la última moneda –e incluso la pluma que luce en su gracioso sombrero-. En la España de la picaresca había auténticos expertos en la materia del floreo, pero cualquiera que fuera un poco ágil mentalmente tenía mucho que ganar, como deja traslucir el Rinconete cervantino cuando le explica a Monipodio sus habilidades con los naipes: “[…] Entiéndeseme el retén; tengo buena vista para el humillo; juego bien de la sola, de las cuatro y de las ocho; no se me va por pies el raspadillo, verruguete y el colmillo, éntrome por la boca de lobo como por mi casa, y atreveríame a hacer un tercio de chanza mejor que un tercio de Nápoles, y a dar un astillazo al más pintado mejor que dos reales prestados” (Cervantes, Rinconete y Cortadillo).








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