Historia de la Guerra del Peloponeso, Libro
II
47. Así tuvo lugar el entierro, en este
mismo invierno, al cabo del cual concluyó el primer año de esta guerra. Y tan
pronto comenzó la primavera los peloponesios [espartanos] y sus aliados
hicieron una incursión, como la anterior, con los dos tercios de su ejército
contra el Ática (a su frente iba el rey de los lacedemonios Arquidamo, hijo de
Zeuxidamo). Se instalaron allí y se dedicaban a devastar el territorio. Cuando
no llevaban aún muchos días en el Ática comenzó a aparecer por primera vez la
famosa peste, de la que se decía que había atacado con anterioridad en muchos
otros lugares, como en Lemnos y en otros parajes, aunque una epidemia tan
grande y tan destructora de hombres no se recordaba que hubiera ocurrido en
parte alguna. Efectivamente, en los comienzos los médicos no acertaban a
devolver la salud, por su desconocimiento de la misma; es más, eran ellos
mismos los que en mayor número morían, en cuanto que eran los que más trataban
a los enfermos, y tampoco bastaba ningún otro remedio humano. Las súplicas en
los santuarios o acudir a adivinos y similares resultaron por completo
inútiles; y todo el mundo acabó por desistir de ellos, derrotados por el mal.
48. Comenzó éste primero, según se dice,
desde Etiopía, situada al Sur de Egipto, y más tarde descendió a Egipto y Libia
y a la mayor parte del territorio sometido al Rey [de Reyes o Gran Rey, el
emperador persa]. En Atenas irrumpió de repente, e hizo presa en primer lugar
entre los habitantes del Pireo[1],
de suerte [manera] que se decía entre ellos que los peloponesios habían vertido
veneno en los pozos, pues todavía no tenían allí aljibes. Algo después penetró
ya en el interior de la ciudad, y los muertos fueron ya muchísimos.
Pronúnciese sobre él cada cual, según lo
que —médico o simple particular— sepa, de qué es natural que haya surgido, y
qué causas considera que fueron capaces de tener la virtualidad [capacidad] de
provocar tan violenta alteración
Yo,
por mi parte, voy a contar cómo fue y expondré los indicios a partir de los
cuales uno que los examine, en caso de que de nuevo vuelva a atacar, podría
diagnosticar mejor, al contar con una idea previa, al haber estado yo mismo
enfermo y haber visto también a muchos otros padecerlo.
49. Aquel año, en efecto, se estuvo generalmente
de acuerdo en que había sido muy inmune a las enfermedades más corrientes, y si
alguien había sufrido antes alguna enfermedad, su dolencia acabó resolviéndose
en ésta. A los demás, en cambio, y sin causa aparente alguna, estando en
perfecto estado de salud, les atacaban al principio de repente fuertes fiebres
en la cabeza; sus ojos se enrojecían y se inflamaban, y en sus órganos
internos, como la garganta y la lengua, al punto se hacían sanguinolentos y
exhalaban un aliento atípico y fétido.
A estos síntomas sucedían estornudos y
ronqueras, y al cabo de poco tiempo el malestar descendía al pecho acompañado
de una fuerte tos. Y una vez que se fijaba en el estómago lo convulsionaba, y
sobrevenían cuantos vómitos de bilis nos han descrito los médicos, y ello en
medio del mayor agotamiento. A muchos les sobrevenían arcadas que les
provocaban violentos espasmos, que en algunos casos cesaban enseguida, y en
otros muchos después. El cuerpo, al tacto externo, no estaba ni muy caliente ni
pálido, sino ligeramente enrojecido, lívido y recubierto de pequeñas ampollas y
llagas; en cambio por dentro ardía tanto que no podían soportar que se les
cubriera con los mantos y sábanas más finas, ni ninguna otra cosa que estar
desnudos; y de muy buena gana se habrían echado al agua fresca, cosa que
hicieron arrojándose a unos pozos muchos enfermos que estaban menos vigilados,
víctimas de una sed insaciable. Pero daba igual beber mucho que poco. Además
pesaba sobre ellos una falta de reposo e insomnio constantes.
Durante el tiempo en que la enfermedad
estaba en su apogeo el cuerpo no se consumía, sino que resistía de una manera
increíble la enfermedad, de suerte que en su mayoría morían a los siete o nueve
días a causa de los ardores internos y con parte de sus fuerzas intactas, o si
sobrepasaban este trance, al bajar al vientre la enfermedad, sobrevenía una
fuerte ulceración, a la que se sumaba la aparición de una diarrea de flujo
constante, a causa de la cual más que nada perecían muchos de debilidad. La
enfermedad recorría todo el cuerpo, de arriba abajo, comenzando primero por
asentarse en la cabeza, y si alguien se sobreponía a los ataques de las partes
vitales, conservaba sin embargo las señales del mal en las extremidades, pues
atacaba a los órganos genitales y a los dedos de las manos y de los pies; hubo
muchos que consiguieron librarse tras haberlos perdido, y algunos tras haber
perdido los ojos. A otros, en cambio, al iniciarse su recuperación les
sobrevenía una amnesia total, y no se podían reconocer ni a sí mismos ni a sus
familiares.
50. La índole de la enfermedad era superior
a todo lo que pueda describirse. Además, a cada uno de los que atacó lo hizo
con una violencia mayor de la que resiste la naturaleza humana; y especialmente
por lo que ahora sigue demostró que era algo bien distinto de las afecciones
corrientes: las aves carroñeras y animales que se alimentan de cadáveres, a
pesar de que había muchos insepultos, o no se acercaban o si los habían probado
morían. Y la prueba es ésta: se produjo una total desaparición de tal clase de
aves, y no se las veía ni en torno a los cadáveres ni en ninguna otra parte. Y
eran los perros los que, por convivir con el hombre, permitían observar lo que
sucedía.
51. Así pues, tales eran los síntomas en
conjunto de la enfermedad, si dejamos de lado muchas otras extrañas
peculiaridades, dado que en cada caso seguía un curso distinto del otro. Y no
se presentó por aquel tiempo ninguna de las enfermedades corrientes, y la que
aparecía desembocaba finalmente en ésta. Morían unos por falta de atención y
otros pese a estar atendidos. Ninguno, no se encontró ni un solo remedio, por
así decir, con cuya aplicación se lograra alivio (pues lo que remediaba a uno,
eso mismo dañaba a otro). Y ningún organismo, fuera robusto o débil, se mostró
capaz de resistir por sí la enfermedad, sino que a todos aniquilaba fuera el
que fuera el régimen terapéutico con que se le atendía.
Lo más terrible de toda esta enfermedad fue
el desánimo que le embargaba a uno cuando se percataba de que estaba enfermo
(pues inmediatamente abandonaba su espíritu a la desesperación y se entregaban
ellos mismos, sin intención siquiera de resistir), y como se contagiaban al
cuidarse unos a otros, morían como ovejas. Y fue el contagio lo que motivó
mayor número de víctimas, pues si por temor no querían ponerse en contacto los
unos con los otros, los enfermos morían abandonados, y así muchas casas
quedaron vacías por falta de quien las atendiera; y si se les acercaban,
perecían, y de manera especial quienes tenían a gala dar pruebas de humanitarismo.
En efecto, éstos, por un sentimiento de pundonor se despreocupaban de sí mismos
e iban a casa de sus amigos, incluso cuando hasta los familiares terminaron,
vencidos por la magnitud de la desgracia, por cansarse de las muestras de duelo
por los que incesantemente morían.
Y sin embargo, eran los que habían
sobrevivido a la enfermedad los que más se compadecían del que agonizaba y del
que estaba enfermo, no sólo porque ya lo habían conocido con anterioridad, sino
porque se sentían ya seguros, pues la enfermedad no atacaba a una misma persona
dos veces con riesgo de muerte. Y así eran felicitados por los demás, e incluso
ellos mismos, por la alegría del momento, abrigaban cierta vana esperanza de
que ya nunca iban a morir víctimas de ninguna otra enfermedad.
52. Añadida al presente infortunio, la
concentración de gente venida de la campiña a la ciudad agravó la situación de
la población, y no menos la de los propios refugiados: como no había viviendas,
se alojaban en chozas asfixiantes en plena canícula, por lo que la mortandad se
producía entre un completo desorden. Según iban muriendo, se acumulaban los
cadáveres unos sobre otros, o bien deambulaban medio muertos por los caminos y
en torno a las fuentes todas, ávidos de agua.
Los templos en los que se les había
instalado estaban repletos de cadáveres de gente que había muerto allí. Y es
que como la calamidad les acuciaba con tanta violencia y los hombres no sabían
qué iba a ocurrir, empezaron a sentir menosprecio tanto por la religión como
por la piedad.
Todos los ritos que hasta entonces habían
seguido para enterrar a sus muertos fueron trastornados, y sepultaban a sus
muertos según cada cual podía. Muchos tuvieron que acudir a indecorosas maneras
de enterrar, dado que carecían de los objetos del ritual por haber perdido ya a
muchos familiares. Algunos se adelantaban a quienes habían erigido las piras, y
depositaban así el cadáver sobre piras ajenas y les prendían fuego, mientras
que otros echaban el suyo desde arriba encima del que ya se estaba quemando, y
se marchaban.
53. La peste introdujo en Atenas una mayor
falta de respeto por las leyes en otros aspectos. Pues cualquiera se atrevía
con suma facilidad a entregarse a placeres que con anterioridad ocultaba, viendo
el brusco cambio de fortuna de los ricos, que morían repentinamente, y de los
que hasta entonces nada tenían y que de pronto entraban en posesión de los
bienes de aquéllos. De suerte que buscaban el pronto disfrute de las cosas y lo
agradable, al considerar igualmente efímeros la vida y el dinero.
Y nadie estaba dispuesto a sacrificarse por
lo que se consideraba un noble ideal, pensando que era incierto si iba él mismo
a perecer antes de alcanzarlo. Se instituyó como cosa honorable y útil lo que
era placer inmediato y los medios que resultaban provechosos para ello. Ni el
temor de los dioses ni ninguna ley humana podía contenerlos, pues respecto de
lo primero tenían en lo mismo el ser piadosos o no, al ver que todos por igual
perecían; por otra parte, nadie esperaba vivir hasta que llegara la hora de la
justicia y tener que pagar el castigo de sus delitos, sino que sobre sus
cabezas pendía una sentencia mucho más grave y ya dictaminada contra ellos, por
lo que era natural disfrutar algo de la vida antes de que sobre ellos se
abatiera.
54. Los atenienses estaban abrumados por
tal calamidad como la que les había sobrevenido, al perecer los ciudadanos en
el interior y ser arrasado su territorio de fuera. Y en medio de la desgracia
se acordaron, como es natural, de este verso que los antiguos decían que había
sido vaticinado hacía tiempo: «Vendrá la guerra doria, y la peste con ella.»
Hubo una discusión entre los ciudadanos acerca de que los antiguos no habían
dicho en su verso «peste», sino «hambre». Sin embargo, ante la situación
presente se impuso, como es natural, que se había dicho «peste». Ya que los
hombres recuerdan aquello que sufren. Y creo yo que si en algún otro momento
después de éste estalla una guerra con los dorios y aparece el hambre, lo natural
será que interpreten el verso de la otra forma. También se acordaron ahora,
aquellos que lo conocían, de la respuesta del oráculo de los lacedemonios,
cuando al preguntar éstos al dios «si había que entrar en guerra», les
respondió «que si luchaban con todas sus fuerzas, obtendrían la victoria, y que
él mismo participaría». Así pues, a propósito de este oráculo, tenían la
impresión de que concordaba con lo que había ocurrido, pues la enfermedad
comenzó a aparecer al producirse el ataque de los peloponesios, y no se propagó
al Peloponeso en proporción digna de notarse, sino que hizo pasto sobre todo de
Atenas, y a continuación también sobre las ciudades más populosas.
Esto es lo que ocurrió relativo a la
enfermedad.
[1] Nombre del puerto
de Atenas, que se encontraba a algunos kilómetros de la ciudad en la época
clásica.
No hay comentarios:
Publicar un comentario