jueves, 10 de diciembre de 2020

Memorias de un marine

Con los de la vieja escuela. En Peleliu y en Okinawa

Los hombres emplearon ese período de calma en registrar las mochilas y los bolsillos de los enemigos muertos a la caza de souvenires. Se trataba de un asunto truculento, pero los marines lo ejecutaban de un modo muy metódico. Revisaban las cintas de los cascos en busca de banderas, vaciaban las mochilas y los bolsillos y extraían los dientes de oro. Los sables, revólveres y cuchillos de haraquiri [suicidio ritual] eran muy apreciados y los cuidaban con esmero hasta que pudieran enviárselos a su familia en casa o vendérselos a algún piloto o marinero por un jugoso precio. Los fusiles y otras armas más grandes por lo general se inutilizaban. Pesaban demasiado para llevarlas. Las tropas de retaguardia las recogerían después. Los hombres de las compañías de fusiles se lo pasaban muy bien bromeando sobre los espeluznantes relatos que aquella gente, que nunca había visto un japonés vivo y a la que no le habían disparado, contaría probablemente tras la guerra.

Los hombres se regodeaban, comparaban y a menudo intercambiaban sus premios. Constituía un ritual brutal y espantoso como ha ocurrido desde la antigüedad en campos de batalla donde los contrincantes son presa de un profundo odio mutuo. Era incivilizado, como lo es todo en la guerra, y se llevaba a cabo con aquel salvajismo particular que caracterizó el enfrentamiento entre los marines y los japoneses. No se trataba simplemente de buscar souvenires o saquear al enemigo muerto; más bien eran como guerreros indios arrancando cabelleras.

Mientras le quitaba una bayoneta y una vaina a un japonés muerto, me fijé en un marine que se encontraba cerca. No pertenecía a nuestra sección de morteros, pero había pasado por casualidad y quería participar en el botín. Se acercó a mí arrastrando lo que supuse que era un cadáver. Pero el japonés no estaba muerto. Había sido herido de gravedad en la espalda y no podía mover los brazos; de lo contrario, habría opuesto resistencia hasta su último aliento.

La boca del nipón resplandecía con enormes dientes con fundas de oro, y su captor los quería. Apoyó la punta de su Ka-Bar [cuchillo de combate] contra la base de un diente y golpeó el mango con la palma de la mano. Como el japonés pataleaba y se retorcía, la punta del cuchillo rebotó en el diente y se hundió en la boca de la víctima. El marine lo insultó y le abrió las mejillas hasta las orejas de un tajo. Puso un pie sobre la mandíbula inferior del infortunado y lo intentó de nuevo. La sangre manó de la boca del soldado. Este emitió un gorgoteo y se sacudió como loco. Grité:

—Mátalo para que no siga sufriendo.

La única respuesta que obtuve fue que me insultara. Otro marine se acercó corriendo, le metió una bala en el cerebro al soldado enemigo y puso fin a su dolor. El carroñero refunfuñó y continuó extrayendo tranquilo sus premios.

Tal era la increíble crueldad que podían cometer hombres decentes cuando se veían reducidos a una existencia salvaje en su lucha por la supervivencia en medio de la muerte violenta, el horror, la tensión, la fatiga y la mugre. Nuestro código de conducta hacia el enemigo se diferenciaba de manera drástica del que prevalecía detrás, en el puesto de mando de la división.

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