No creas
Jonathan
Martínez, 26 de marzo de 2025
publico.es
El
4 de febrero de 1977, Adriana Calvo cayó por el deslizadero de todas sus
desgracias. Era profesora de Física en la Universidad Nacional de La Plata y
vivía en Tolosa, en un barrio arbolado de casitas bajas a una hora y media en
coche de Buenos Aires. Estaba embarazada de siete meses y había explicado a sus
dos hijos que muy pronto tendrían una hermanita, una pequeña compañera de
juegos. Pero aquel viernes de todos los demonios, un comando de hombres armados
entró como un vendaval en su casa.
Mientras
uno de ellos la interrogaba, los demás se movían por los cuartos con un
estrépito de allanamiento y buscaban en los cajones no se sabe bien qué cosas.
La metieron en un coche entre promesas tranquilizadoras, no hay motivo para
alarmarse, esto no es más que una comprobación rutinaria. Sin embargo, no bien
encendieron el motor, le envolvieron la cabeza con una capucha y la arrojaron
al suelo del vehículo para que nadie pudiera verla a través de las ventanillas.
Ahí empezaron las amenazas.
Tras
un viaje breve por el centro de la ciudad de La Plata, la condujeron a través
de un portón metálico, la esposaron, le pusieron una venda en los ojos y la
sentaron en una silla dentro de una habitación donde se escuchaban los suspiros
de otros detenidos. En la noche hubo traslados. La transportaron en coche por
caminos secundarios y la sentaron en el suelo de otras dependencias junto al
resto de arrestados. Una voz espectral pasó revista y Adriana descubrió que
también su marido estaba allí retenido. Lo llamó pero la hicieron callar con
una bofetada.
Al
rato llegaron los mandos militares y comenzaron las preguntas, los gritos de
espanto, los golpes que rompían el aire, el zumbido eléctrico de la picana, el
burbujeo del submarino mojado, la asfixia entrecortada del submarino seco.
Después de haber oído los ecos del dolor ajeno, Adriana entendió que le tocaba
el turno. La zarandearon, la insultaron, la apalearon, te vamos a reventar, no
salís más de acá, a tus hijos no los ves más, tormentos que se repitieron noche
tras noche en una semana infinita con sus siete infinitos días.
La
tenían alojada en un cubil irrespirable junto a otras cuatro mujeres. Todos los
días llegaban detenidos nuevos y se repetía el viejo ritual de los malos
tratos. Adriana reconoció la voz de Jorge Omar Bonafini, su mejor alumno en la
facultad, y supo que lo habían torturado sin descanso. Pero sobre todo, conoció
a Patricia Huchansky. La había visto regresar del interrogatorio con la boca
tumefacta, los pechos heridos y la vagina sangrante. Durante el tiempo en que
compartieron mazmorra, Adriana y Patricia se convirtieron en uña y carne.
Fue
más tarde, en la Comisaría 5.ª de La Plata, cuando pudo considerarse ya
prisionera entre prisioneros que vivían sometidos a un régimen raquítico de
caldo con patatas y dormían almacenados sin manta ni colchón en medio de un
hedor sofocante. Adriana iba a recordar muchos años después el parto de Inés
Ortega. Tenía dieciséis años. Se la llevaron a otra estancia y no tardaron en
resonar los llantos de un bebé que se llamaría Leonardo. Inés Ortega
desapareció. Al bebé se lo tragó la tierra.
Adriana
debió de sufrir un pálpito de mal agüero cuando sintió sus primeras
contracciones. La sacaron de allí acostada en el asiento trasero de un coche
patrulla, con los ojos vendados y las manos amarradas a la espalda. El
conductor y el copiloto le decían que la iban a matar y que iban a matar al
bebé. Iban a toda velocidad camino de quién sabe dónde. Entre sudores de mareo,
Adriana se bajó a duras penas las bragas y apretó hasta que la pequeña Teresa
salió y quedó colgada del cordón umbilical y tirada en el suelo del auto.
Pasaron
varias horas hasta que le permitieron abrazar a la niña ya en un edificio que
reconoció como el Pozo de Banfield, un centro de detención, tortura y
exterminio donde operaba la Brigada de Investigaciones. La tumbaron sobre una
camilla. El doctor Jorge Bergés le retiró por fin la venda y le arrancó la
placenta para arrojarla al suelo. Ella pudo ver los rostros de los hombres que
reían y la increpaban con palabras gruesas y la obligaban a limpiar el desastre
y a recoger la placenta mientras la niña lloraba de frío sobre una encimera.
Por
primera vez en mucho tiempo, Adriana durmió en una cama. Luego fue a parar a
una celda compartida y se reencontró con Patricia Huchansky. La inmundicia era
severa. Las presas orinaban en una botella de lejía que los guardias rara vez
vaciaban. Allí supo de María Eloísa Castellini, que había dado a luz tendida en
el suelo del pasillo. Y allí también conoció a Silvia Mabel Isabella Valenzi.
Había estado secuestrada en el Pozo de Quilmes y le habían robado a su recién
nacido en un hospital público sin que nadie hubiera dado parte a la familia.
A
Adriana terminaron por abrirle el calabozo y le ofrecieron la libertad con la
condición de que no contara nada, de que cerrara la boca si no quería que la
trajeran de vuelta al mismo infierno, salga del país, váyase a Alemania mañana
mismo con su familia antes de que sea tarde. La soltaron cerca de la casa de
sus padres, no mirés para atrás o te matamos. En camisón y sandalias, caminó
tres cuadras con la niña en brazos, ambas llenas de piojos, y llamó a la puerta
de sus padres. Iban a pasar casi diez años antes de que prestara testimonio,
este testimonio, durante el juicio contra las Juntas Militares.
Ahora
el Gobierno argentino difunde un vídeo que minimiza la dictadura con pretextos
antiterroristas. No cuentes nada, le dijeron a Adriana. No creas nada, nos
dicen ahora los sicarios de Milei. No creas que Patricia Huchansky jamás fue
vuelta a ver con vida. No creas que Silvia Mabel Isabella Valenzi y su hija
continúan desaparecidas. No creas a los familiares que aún hoy buscan a Jorge
Omar Bonafini. No creas a Adriana Calvo, que en el pozo más negro de su
desgracia se hizo la promesa de luchar todo el resto de su vida para que hoy,
frente a toda una dinastía de tiranos, sigan existiendo la memoria, la verdad y
la justicia en Argentina.
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