viernes, 7 de octubre de 2016

No creas

No creas

Jonathan Martínez, 26 de marzo de 2025

publico.es

 

El 4 de febrero de 1977, Adriana Calvo cayó por el deslizadero de todas sus desgracias. Era profesora de Física en la Universidad Nacional de La Plata y vivía en Tolosa, en un barrio arbolado de casitas bajas a una hora y media en coche de Buenos Aires. Estaba embarazada de siete meses y había explicado a sus dos hijos que muy pronto tendrían una hermanita, una pequeña compañera de juegos. Pero aquel viernes de todos los demonios, un comando de hombres armados entró como un vendaval en su casa.

Mientras uno de ellos la interrogaba, los demás se movían por los cuartos con un estrépito de allanamiento y buscaban en los cajones no se sabe bien qué cosas. La metieron en un coche entre promesas tranquilizadoras, no hay motivo para alarmarse, esto no es más que una comprobación rutinaria. Sin embargo, no bien encendieron el motor, le envolvieron la cabeza con una capucha y la arrojaron al suelo del vehículo para que nadie pudiera verla a través de las ventanillas. Ahí empezaron las amenazas.

Tras un viaje breve por el centro de la ciudad de La Plata, la condujeron a través de un portón metálico, la esposaron, le pusieron una venda en los ojos y la sentaron en una silla dentro de una habitación donde se escuchaban los suspiros de otros detenidos. En la noche hubo traslados. La transportaron en coche por caminos secundarios y la sentaron en el suelo de otras dependencias junto al resto de arrestados. Una voz espectral pasó revista y Adriana descubrió que también su marido estaba allí retenido. Lo llamó pero la hicieron callar con una bofetada.

Al rato llegaron los mandos militares y comenzaron las preguntas, los gritos de espanto, los golpes que rompían el aire, el zumbido eléctrico de la picana, el burbujeo del submarino mojado, la asfixia entrecortada del submarino seco. Después de haber oído los ecos del dolor ajeno, Adriana entendió que le tocaba el turno. La zarandearon, la insultaron, la apalearon, te vamos a reventar, no salís más de acá, a tus hijos no los ves más, tormentos que se repitieron noche tras noche en una semana infinita con sus siete infinitos días.

La tenían alojada en un cubil irrespirable junto a otras cuatro mujeres. Todos los días llegaban detenidos nuevos y se repetía el viejo ritual de los malos tratos. Adriana reconoció la voz de Jorge Omar Bonafini, su mejor alumno en la facultad, y supo que lo habían torturado sin descanso. Pero sobre todo, conoció a Patricia Huchansky. La había visto regresar del interrogatorio con la boca tumefacta, los pechos heridos y la vagina sangrante. Durante el tiempo en que compartieron mazmorra, Adriana y Patricia se convirtieron en uña y carne.

Fue más tarde, en la Comisaría 5.ª de La Plata, cuando pudo considerarse ya prisionera entre prisioneros que vivían sometidos a un régimen raquítico de caldo con patatas y dormían almacenados sin manta ni colchón en medio de un hedor sofocante. Adriana iba a recordar muchos años después el parto de Inés Ortega. Tenía dieciséis años. Se la llevaron a otra estancia y no tardaron en resonar los llantos de un bebé que se llamaría Leonardo. Inés Ortega desapareció. Al bebé se lo tragó la tierra.

Adriana debió de sufrir un pálpito de mal agüero cuando sintió sus primeras contracciones. La sacaron de allí acostada en el asiento trasero de un coche patrulla, con los ojos vendados y las manos amarradas a la espalda. El conductor y el copiloto le decían que la iban a matar y que iban a matar al bebé. Iban a toda velocidad camino de quién sabe dónde. Entre sudores de mareo, Adriana se bajó a duras penas las bragas y apretó hasta que la pequeña Teresa salió y quedó colgada del cordón umbilical y tirada en el suelo del auto.

Pasaron varias horas hasta que le permitieron abrazar a la niña ya en un edificio que reconoció como el Pozo de Banfield, un centro de detención, tortura y exterminio donde operaba la Brigada de Investigaciones. La tumbaron sobre una camilla. El doctor Jorge Bergés le retiró por fin la venda y le arrancó la placenta para arrojarla al suelo. Ella pudo ver los rostros de los hombres que reían y la increpaban con palabras gruesas y la obligaban a limpiar el desastre y a recoger la placenta mientras la niña lloraba de frío sobre una encimera.

Por primera vez en mucho tiempo, Adriana durmió en una cama. Luego fue a parar a una celda compartida y se reencontró con Patricia Huchansky. La inmundicia era severa. Las presas orinaban en una botella de lejía que los guardias rara vez vaciaban. Allí supo de María Eloísa Castellini, que había dado a luz tendida en el suelo del pasillo. Y allí también conoció a Silvia Mabel Isabella Valenzi. Había estado secuestrada en el Pozo de Quilmes y le habían robado a su recién nacido en un hospital público sin que nadie hubiera dado parte a la familia.

A Adriana terminaron por abrirle el calabozo y le ofrecieron la libertad con la condición de que no contara nada, de que cerrara la boca si no quería que la trajeran de vuelta al mismo infierno, salga del país, váyase a Alemania mañana mismo con su familia antes de que sea tarde. La soltaron cerca de la casa de sus padres, no mirés para atrás o te matamos. En camisón y sandalias, caminó tres cuadras con la niña en brazos, ambas llenas de piojos, y llamó a la puerta de sus padres. Iban a pasar casi diez años antes de que prestara testimonio, este testimonio, durante el juicio contra las Juntas Militares.

Ahora el Gobierno argentino difunde un vídeo que minimiza la dictadura con pretextos antiterroristas. No cuentes nada, le dijeron a Adriana. No creas nada, nos dicen ahora los sicarios de Milei. No creas que Patricia Huchansky jamás fue vuelta a ver con vida. No creas que Silvia Mabel Isabella Valenzi y su hija continúan desaparecidas. No creas a los familiares que aún hoy buscan a Jorge Omar Bonafini. No creas a Adriana Calvo, que en el pozo más negro de su desgracia se hizo la promesa de luchar todo el resto de su vida para que hoy, frente a toda una dinastía de tiranos, sigan existiendo la memoria, la verdad y la justicia en Argentina.


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