miércoles, 19 de octubre de 2016

Arte Barroco. Algaida, Sevilla, 2021

9. Arte barroco

 

1. Introducción

El adjetivo “barroco”, con el que hoy se designa a la cultura artística europea del siglo XVII y, por extensión, a la monarquía absoluta, a la economía mercantilista y a la Contrarreforma católica que lideraron los jesuitas, ha tenido un largo recorrido.

Surge a finales del siglo XVI en el lenguaje técnico de los joyeros portugueses, que aplicaban el término barrôco a la perla irregular, de contorno imperfecto, que engastaban en monturas de oro y plata. En la centuria siguiente comenzó a utilizarse en sentido figurado y para los comerciantes florentinos era sinónimo de una operación mercantil fraudulenta. Sería en Francia, durante la segunda mitad del siglo XVIII, cuando adquiera por vez primera un sentido estético, pero de valoración negativa. Para Rousseau, en su Dictionnaire de la Musique (1778), equivale a la “armonía confusa”, y Quatremère de Quincy define la arquitectura barroca, en la Encyclopédie méthodique (1788), como algo “extravagante”. Durante el siglo XIX se mantiene esta acepción y juicio peyorativo. Barroco es lo excesivamente complicado, ampuloso, recargado, por oposición a las normas clásicas que el arte del Renacimiento había definido y que los “degenerados” artistas siguientes se habían encargado de corromper. Los académicos españoles de la Ilustración divulgaron esta idea despreciativa achacando a los arquitectos Borromini y Churriguera la decadencia y el mal gusto de las artes, acuñando las voces “borrominesco” y “churrigueresco”.

La reivindicación del Barroco como un estilo propio, independiente y en oposición al Renacimiento se debe al historiador suizo Heinrich Wölfflin, quien en su tratado Renaissance und Barock (1888) aprecia la altísima categoría estética del movimiento. A partir de este texto rehabilitador se han generado dos corrientes: una formal, que se centra en los valores plásticos; y otra sociológica, que estima el Barroco como una época histórica. La síntesis entre arte y sociedad ha permitido dividir las zonas de producción entre un barroco de Corte y de Iglesia, propio de los países católicos; y un barroco de la burguesía protestante.

Como arte cortesano, el Barroco se pone al servicio de los príncipes absolutos, cuyo afán de esplendor se traduce en la magnitud de los proyectos y en el fasto de la decoración. La Corte española de los Austrias Menores, con centros peninsulares en Madrid, Valladolid, Sevilla y Valencia, ultramarinos en México y Lima, italianos en Nápoles y Milán, y flamenco en Amberes, revela hasta qué punto el arte buscaba emocionar al pueblo para persuadirlo de la bondad del sistema imperante y de la necesidad de obedecer a las instituciones. El mismo camino siguen, en Francia, Luis XIV, el “Rey Sol”, y los gobernantes lusitanos en Portugal y en Brasil.

Por su parte, la Roma papal renovará la iconografía católica e impondrá el gusto por las composiciones aparatosas, de tono triunfal, para expresar el aplastamiento de la herejía protestante [259]. Simultáneamente, Holanda y las regiones luteranas y calvinistas desarrollarán un arte burgués, de vertiente laica.

Con frecuencia se ha articulado el arte barroco en dos etapas: el barroco pleno o maduro, que abarca de 1630 a 1680, coincidiendo con la explosión de la generación artística que ha nacido en el tránsito del siglo: Bernini y Zurbarán, en 1598; Borromini, Velázquez y Van Dyck, en 1599; Alonso Cano en 1601 y Rembrandt en 1606; y el barroco tardío o rococó, que pervivirá hasta 1750, consiguiendo su apoteosis en las cortes centroeuropeas de Viena y Praga.

 

2. La arquitectura en Italia y Francia

Con el triunfo del Barroco comienzan a perfilarse las principales nacionalidades artísticas europeas. Elementos comunes a todas las escuelas arquitectónicas van a ser el empleo del orden colosal y la riqueza de la ornamentación, pero en el diseño de los espacios interiores y en la composición de las fachadas surgieron variantes.

La arquitectura barroca italiana se caracteriza por plantas movidas, que contraen y dilatan el espacio mediante paredes cóncavas y convexas. Idéntica curvatura de líneas y planos transmiten a las fachadas, gozando los artistas romanos de libertad para improvisar edificios originales.

Francia, en cambio, impone una dictadura arquitectónica, controlada desde la Academia y sometida al bon goût. Los espacios son de superficies regulares, los volúmenes nítidos y las fachadas rectas. Esta rigidez cartesiana, donde el arquitecto no podía transgredir la normativa de sus precursores griegos y renacentistas, prestó gran unidad a los proyectos y ha motivado que los historiadores franceses hayan adherido al adjetivo barroco la etiqueta de «clasicista» para definir el arte de su país durante el grand siècle o siglo XVII. Complemento arquitectónico será la domesticación de la naturaleza, enmarcando los palacios con jardines adecuados a la escala humana, recortados en parterres geométricos y refrescados por canales de agua [260].

 

Las plantas alabeadas de Bernini y Borromini en Roma

El barroco romano gira en torno a dos polos contradictorios, ejemplificados por dos arquitectos rivales: Gian Lorenzo Bernini (Nápoles, 1598 - Roma, 1680) y Francesco Borromini [Bissone (Lugano), 1599 - Roma, 1667]. Ambos artistas construyen edificios de planta elíptica con muros alabeados, pero las diferencias en el empleo de los órdenes y de los materiales, y en el uso del espacio y de la luz fueron diametralmente opuestas.

Partiendo de la preceptiva clásica, Bernini respetó las proporciones de los órdenes y las reglas de la composición, mientras que la fantasía de Borromini rompió estas normas e inventó nuevos elementos: «Yo no he nacido para ser copista de las columnas del Coliseo», dirá, motivando que Milizia lo motejara, en 1768, de «loco», y de «locura» a su arquitectura. Bernini utilizó preferentemente el mármol como material de construcción; Borromini fue un arquitecto barato, que empleó el ladrillo, el estuco y el revoque.

Bernini plantea espacios naturales abiertos, con curvas y contracurvas diáfanas, mientras que en Borromini los espacios son artificiales y reducidos, al complicarlos mediante combinaciones de alabeos secundarios. En cuanto a la iluminación, Bernini deja sus fachadas e interiores pulidos con el propósito de que la luz y la sombra resbalen y los bañen por igual; Borromini, en cambio, afila los perfiles, añade resaltes y aplica aristas para que la luz se quiebre en un cortante efecto claroscurista [261 y 262].

Los biógrafos de Bernini nos han dibujado a un genio perfecto, de estrella rutilante y envidiables cualidades morales; jovial, buen hijo, buen padre y buen esposo. Con éxito ininterrumpido sirvió a ocho papas, Luis XIV de Francia le invitó a París para que diseñara el Louvre y sus clientes fueron cardenales y duques. Aristocrática es también la única orden religiosa que le contrató: la poderosa Compañía de Jesús.

Su carrera como arquitecto se inicia en el Vaticano, proyectando el Baldaquino de San Pedro (1624-1633): un movido palio de bronce, apeado en cuatro columnas salomónicas, que sitúa bajo la cúpula de la basílica para conmemorar que allí está la tumba del primer apóstol. El éxito de esta empresa le valió el título de arquitecto pontificio, realizando en los años sucesivos dos obras portentosas, que completarán el templo: la gran columnata que se extiende delante de la plaza (1656-1657) y la Cátedra de San Pedro, en el ábside (1657-1666).

La columnata, con el gigantesco ejército de santos y mártires que sostiene, es funcional y alegórica: cierra ópticamente la Plaza del Vaticano, sirve de deambulatorio cubierto a las procesiones y abraza ecuménicamente a la cristiandad que peregrina el primero de enero para recibir del Papa la bendición solemne urbi et orbi (a la ciudad de Roma y al mundo entero). La Cátedra está relacionada con la silla que, según la tradición, había usado San Pedro. Bernini sitúa esta reliquia en un trono mayor, que mantienen en el aire los Doctores de la Iglesia, y abre en la zona superior una gloria que perfora el muro, convirtiéndose en el precedente de los transparentes hispanos.

Pero la obra arquitectónica de la que Bernini se sentía especialmente satisfecho era Sant'Andrea al Quirinale (1658-1670), una iglesia de planta central, destinada a los novicios jesuitas, donde juega con la línea cóncava y la convexa.

Contraria es la biografía de Borromini. Irascible, de carácter violento, de temperamento inquieto y con un final atormentado, que le lleva a suicidarse con su espada, desesperado por la fiebre y el insomnio de una cruel enfermedad. Su clientela se encuentra entre las órdenes religiosas más humildes, desprovistas de los recursos financieros que poseía el Papado: los descalzos trinitarios, los filipenses, las hermanas agustinas y los franciscanos. Sus comienzos fueron discretos. Trabajó en Milán como cantero y pasa en 1614 a Roma, donde le acoge su pariente Carlo Maderno, que dirigía las obras del Vaticano.

Su primera obra como artista independiente y también su última realización es el complejo arquitectónico que le encargan los trinitarios españoles en Quattro Fontane: en 1637 realizaba el convento y el claustro, en 1641 concluía la iglesia con el título de San Carlo, y en 1667 su admirable fachada. En el mismo período construye tros tantos prodigios ilusorios: «Variar para huir del aburrimiento», anota en uno de sus proyectos. El Oratorio de San Felipe Neri data de 1637 y está concebido como una sala de audiciones, ya que los filipenses otorgaban a la música un alto poder de persuasión en la labor pastoral.

A continuación, emprende su obra culminante, la más original y herética de su talento revolucionario: la iglesia universitaria de Sant'Ivo alla Sapienza (1642-1650). Su dinámica planta está formada por dos triángulos equiláteros que, al cruzarse, crean un hexágono; esta celdilla de panal vuelve a repetirse en la cúpula y se ha interpretado como una alusión al papa Urbano VIII, cuyo emblema era la abeja. Para la familia del siguiente pontífice, Inocencio X, diseña la iglesia de Sant'Agnesse, en la Piazza Navona (1653-1655), y para los franciscanos trazó, en estos mismos años, el templo de Sant'Andrea delle Fratte.

 

El palacio clasicista francés: Versalles

Versalles es el prototipo de residencia áulica del príncipe absoluto. Nada más subir al trono, Luis XIV de Francia eligió este palacio como expresión de la monarquía y de su propia persona, el «Rey Sol», que aparecerá asociado al dios mitológico Apolo en el decorado de la arquitectura y en las esculturas que engalanan los jardines. Muy pronto, el palacio y la ciudad que surgirá a su alrededor se convirtieron en un signo suntuario de propaganda política. La impresión de estupor que recibían los embajadores extranjeros al presentar sus cartas credenciales o al ser recibidos en audiencia era que sólo la eficaz administración de un poder organizado podía arrojar edificios tan formidables y espectaculares.

Inicialmente, Versalles había sido un pequeño castillo, fabricado en piedra y ladrillo, rodeado de fosos y cubierto de pizarra, que debía su fama a la abundantísima caza que poblaba sus bosques. Su transformación barroca va a seguir un proceso escalonado, que coincide con los años 1661, cuando Luis XIV lo convirtió en marco escenográfico de sus fiestas; 1668, cuando fijó su vivienda, tras las primeras victorias militares; y 1682, en que pasó a ser capital de Francia, en detrimento de París. Versalles se transforma así en una ciudad con mansiones para los cortesanos, ministerios para los empleados de la administración, cuarteles para la guardia y viviendas para los criados. Todo ello coherente y simétricamente articulado en torno a la cámara del rey.

Los artistas que prestaron su ingenio y rigor al servicio del Estado fueron el arquitecto Jules Hardouin-Mansart (París, 1646-1708), el pintor Charles Le Brun (París, 1619-1690) y el jardinero-paisajista André Le Nôtre (París, 1613-1700).

Mansart diseñó una monumental fachada, por cuyo interior corría la Galería de los Espejos, flanqueada por el Salón de la Guerra y el Salón de la Paz. Le Brun decoró sus espacios con mármoles polícromos y trofeos dorados, pintando en el techo los gloriosos anales del rey.

Después, Mansart añadió dos alas en escuadra y nuevas dependencias que han sido universalmente aclamadas, como l'Orangerie: un invernadero de plantas exóticas; el Grand Trianon: un pequeño palacete emboscado en los jardines para que Luis XIV pudiera gozar la intimidad de su amante, la marquesa de Maintenon; y las Grandes y Petites Écuries: dos caballerizas que debían albergar las bestias de tiro y los animales de montar, así como al personal encargado de su cuidado, con capacidad para 2.500 caballos y 200 carrozas. Por su parte, Le Nôtre diseñó las tres avenidas de jardines que confluyen en el palacio, y las calles radiales que se abren en la parte posterior en torno a un gran canal. Aquí dispuso glorietas, fuentes y pérgolas emparradas entre parterres y unidades boscosas. A partir de Versalles, tanto el palacio como el modelo de jardín francés se extendieron por las cortes europeas.

 

3. La escultura en Italia: Gian Lorenzo Bernini

En 1644, el escritor inglés John Evelyn anotaba en el diario de su viaje romano: «Bernini ofreció una ópera pública, en la que diseñó la escenografía, esculpió las estatuas, inventó la maquinaria, compuso la música, redactó el libreto y construyó el teatro». Bernini dominó todas las disciplinas artísticas, pero por encima de todo su vocación fue la escultura.

Los rudimentos de la profesión los adquiere con su padre, que en 1605 se traslada con toda la familia desde Nápoles a Roma. A partir de entonces, el joven Bernini copia las antigüedades grecolatinas del Vaticano y admira el arte de Miguel Ángel. Años después, sus contemporáneos lo considerarán «el Miguel Ángel del siglo XVII».

El profesor Wittkower, que considera a Bernini como «el precursor de la civilización de la imagen», ha dividido su producción escultórica en cuatro etapas, que coinciden con el generoso mecenazgo de otros tantos príncipes de la Iglesia y papas. El material que utilizó fue el mármol y tanto las figuras aisladas como los grupos tendrán un punto de vista frontal.

La etapa juvenil corresponde a los encargos mitológicos y bíblicos del cardenal Scipione Borghese para decorar su villa. Son obras influidas por la linea serpentinata del manierismo, en las que da rienda suelta al virtuosismo técnico en el tratamiento de la textura de la piel, y al estado psicológico de los héroes griegos y judíos. Las representaciones de Eneas y Anquises (1618-1619), el Rapto de Proserpina (1621-1622), Apolo y Dafne (1622-1625) y su célebre David (1623) son típicas de esta fase [267).

En 1624 era elegido papa su amigo Urbano VIII y Bernini inicia la época llamada alto barroco, que se caracteriza por la importancia conferida al ropaje para apoyar el impacto emocional. Las telas revolotean y se arrebujan en grandes masas de efecto claroscurista, que le permiten policromar la imagen con la luz. Su obra maestra es San Longinos (1629-1638), en el Vaticano [268].

Entre 1640 y 1654 se desarrolla el período medio, el más creativo de su carrera. Son los años del pontificado de Inocencio X y Bernini consigue un puñado de logros que se van a mantener en el candelero durante un siglo en toda la escultura europea. Unificó todas las artes, logrando el supremo espectáculo de la teatralidad barroca en el interior de un templo con el Éxtasis de Santa Teresa, en Santa Maria della Vittoria, de Roma, mientras los miembros de la familia Cornaro asisten al prodigio de la Transverberación de la Doctora de Ávila desde dos palcos proscenios abiertos en los laterales de la capilla. Dio forma al monumento funerario papal en la tumba parietal de Urbano VIII. Erigió una fuente rústica monumental en el corazón del urbanismo romano, como acredita la Fontana dei Quattro Fiumini, en el centro de la Piazza Navona (1648-1651), con las personificaciones fluviales del Danubio, del Ganges, del Nilo y del Río de la Plata, en alusión a las cuatro partes del mundo entonces conocidas. Resolvió el problema del pecho cortado en los retratos de busto mediante la colocación de ropajes flotantes que envuelven los hombros y cuya solución estaba pendiente desde la época imperial romana, según se observa en el Retrato del duque Francisco I d´Este; e impuso con la imagen de Constantino el Grande (1654), situado en el rellano principal de la Scala Regia del Vaticano, el nuevo tipo de monumento ecuestre, con el caballo en corveta y el personaje heroizado.

Hacia 1665, durante el pontificado de Alejandro VII, Bernini evoluciona hacia el estilo tardío, buscando el expresivismo y la espiritualidad, tan típica en la etapa final de los grandes maestros italianos, según vimos en Donatello y Miguel Ángel. Las figuras se alargan y los ropajes se retuercen y agitan, como muestran los Ángeles con los atributos de la Pasión, que decoran las barandillas del Puente de Sant’Angelo, modelados entre 1668 y 1671.

 

4. La pintura en Italia

El antagonismo advertido en la arquitectura barroca romana entre Bernini y Borromini vuelve a reflejarse en el marco de la pintura. No en vano, el arte oficial de los Carracci ha sido relacionado con la plástica de Bernini, y la reacción violenta del Caravaggio se ha identificado con la locura revolucionaria de Borromini. Si los contemporáneos tildaron a Borromini de «quimérico», al Caravaggio lo tachan de «anticristo de la pintura».

El marqués Vincenzo Gustiniani, experto coleccionista y mecenas de la Roma barroca, había definido el manierismo pictórico del siglo XVI como la idea preconcebida que el artista «tiene en su imaginación sin modelo alguno». Los Carracci y Caravaggio reaccionaron frente al manierismo desde posiciones distintas, visibles en los modelos que animan sus cuadros y en la iluminación. Los Carracci se inspiraron en la escultura grecolatina; copiaron a los dioses de la antigüedad pagana, recuperaron las proporciones ideales del cuerpo humano y dieron origen al clasicismo academicista.

El Caravaggio, en cambio, retrata a la gente corriente, inaugurando el naturalismo. El cuadro La Buenaventura, en el que una gitana está leyendo la mano a un joven y disimuladamente le roba el anillo, es muy expresivo del proceder del Caravaggio. Había sido invitado a que copiara las estatuas clásicas, pero el pintor respondió que la naturaleza le había provisto de mejores maestros y, pasando por allí una zíngara, la llamó y la retrató [272].

En cuanto al procedimiento técnico y al uso de la luz, los Carracci pintaron grandes frescos para decorar los techos y las paredes de los palacios, que aparecen iluminados con tonos claros; mientras el Caravaggio impone en sus lienzos de caballete el tenebrismo, buscando efectos claroscuristas, donde un foco de luz externo alumbra dramáticamente aquellas zonas que le interesan, dejando el resto en penumbra. Ambas concepciones produjeron, desde Roma, la renovación artística de la pintura europea.

 

El clasicismo en los frescos de los Carracci

Los Carracci fueron una familia de pintores boloñeses, integrada por los hermanos Agostino (1557-1602) y Annibale (1560-1609), y su primo Ludovico (1555-1609), que recuperaron para el arte italiano la concepción poderosa y sensual del mundo mitológica. En su ciudad natal abrieron una academia privada con el título de los «Bieencaminados», cuya asignatura fuerte era el dibujo. Los tres artistas formaron un taller común, que se deshizo con la marcha a Roma, en 1595, de Annibale, el más importante y el que ejerció mayor influencia del grupo.

Una vez en la Ciudad Eterna, el joven cardenal Odoardo Farnese le encarga la decoración pictórica de su palacio, que acomete en dos fases: el Camerino (1595-1597) y la gran Galería (1597-1604). En el despacho privado del cardenal o Camerino, desarrolló quince historias sobre Hércules y Ulises, que escondían una intención moralizante, justificando así el empleo de la mitología pagana en la Roma contrarreformista. Aludían al triunfo de la virtud y el esfuerzo frente al peligro y la tentación. Hércules y Ulises, representados a escala monumental, aparecían como prefiguras paganas de Cristo, que obtenían la salvación tras vencer las dificultades de la vida.

El programa de la Galería también guardaba un propósito alegórico. Ilustra la poderosa fuerza del amor, ante la que ceden los dioses y los héroes. Annibale fingió en el techo una arquitectura ilusionista en la que encuadró varias bodas, como si fueran cuadros de caballete integrados en el fresco. El asunto central es el Triunfo de Baco y Ariadna, subidos a un carro tirado por leopardos y cabras. El cortejo nupcial de sátiros, silenos y ménades que acompañan al dios del vino, bailando y tocando instrumentos musicales, resume las claves del clasicismo: un estilo solemne, inspirado en los modelos antiguos y en el canon de belleza que aplicaron los griegos al cuerpo humano, resuelto con dibujo apretado y luz poniente (273).

Los frescos de la gran Galería ejercieron una poderosa influencia en la pintura barroca europea, convirtiéndose en punto de referencia de las exultantes mitologías de Rubens. La familia de los Carracci cultivó también el género religioso, dominado por la ortodoxia iconográfica y por el espíritu de Rafael, y desarrolló el paisaje y el bodegón.

 

El naturalismo y los problemas de la luz: el Caravaggio

Michelangelo Merisi [Milán, 1571 - Porto Ercole (Nápoles), 1610], llamado il Caravaggio por la localidad bergamesca de la que era oriunda su familia, es el creador del naturalismo y del tenebrismo pictórico. Su vida está marcada por la bohemia y su arte por la incomprensión. En 1590 se traslada a Roma, donde su carácter arrogante y pendenciero lo lleva varias veces a la cárcel y al asesinato de un hombre por riñas de juego. Condenado por homicida, huye en 1606 a Nápoles, Malta, Siracusa y Mesina.

Obtenido el perdón, muere de malaria cuando regresaba a Roma. Tenía 37 años. Paradójicamente, sus sinceras representaciones populares, dominadas por un áspero verismo, fueron rechazadas por el pueblo, que no quería ver en las historias evangélicas a los mismos pescadores y labriegos que habían tratado a Cristo, sino las decorosas imágenes concebidas por el arte oficial de los Carracci. Sus contemporáneos alabaron el talento del Caravaggio, pero le reprocharon el mal uso que hizo de él.

La breve carrera del Caravaggio ha sido fragmentada por Friedlaender en tres etapas. La fase inicial corresponde a sus primeros años romanos y abarca desde 1590 a 1599. Se caracteriza por cuadros pequeños, de medias figuras, que el pintor vendía en los mercadillos ambulantes para subsistir, y en los que da vida al mundo callejero de la picaresca: jugadores de cartas, hampones y gitanos. En este período temprano inventa el bodegón moderno con La cesta de frutas (Ambrosiana, Milán) y representa a jóvenes andróginos, lánguidos, afeminados y ambiguos, bajo la apariencia mitológica de Baco [274], o disfrazados de músicos travestidos, como El tañedor de laúd (Ermitage, Leningrado), para quien le sirvió de modelo el pintor siracusano Mario Minneti con ropas de mujer.

Las interpretaciones religiosas también encuentran cabida en su paleta, legándonos la bellísima Cena de Emaús (National Gallery, Londres). Todos estos cuadros están construidos con figuras sólidas, recortadas sobre fondo neutro y de rico colorido, que proclaman la conquista de la realidad en su vertiente cotidiana.

A partir de 1600 se inicia su estilo maduro, en el que funde el naturalismo con su visión

revolucionaria de la luz, creando el tenebrismo caravaggiesco. En esta fase intermedia de su producción se dan cita los grandes encargos para las iglesias romanas. Actualmente, se conservan in situ los lienzos monumentales que pintó para la capilla Cerasi, en Santa María del Popolo, con los asuntos de La crucifixión de San Pedro y La conversación de San Pablo (1600-1601); y para la capilla Contarelli, en San Luis de los Franceses, con los temas de San Mateo y el ángel, La vocación de San Mateo y El martirio de San Mateo (1601-1602). De esta serie, el cuadro más interesante y divulgado quizás sea La vocación de San Mateo: Cristo y San Pedro entran en la oficina de recaudación de impuestos y, con ellos, un plano de luz oblicua que corta la oscuridad, simulando la voz de Jesús convocando al apóstol, que se interroga con el dedo en el pecho ante la inesperada llamada [275].

Otras obras de esta época, que atestiguan la polémica que desató el naturalismo tenebrista en la Roma de su tiempo son La Virgen de Loreto, de la que Baglione escribe: “Hay dos peregrinos, un hombre con los pies enlodados y una mujer con una cofia desgarrada y sucia. El populacho armó gran alboroto por el tratamiento irreverente de ciertos elementos que deberían haber sido tratados con más respeto en obra tan importante” [277]. Peor suerte corrió La muerte de la Virgen, que fue retirada de la iglesia de la Scala “porque imitaba con demasiada exactitud el cadáver hinchado de una prostituta ahogada en el Tíber” [276].

La etapa final coincide con su exilio, pintando cuadros religiosos para las iglesias del sur de Italia y Malta, mientras huía de la justicia. Ejemplos de este período son Las siete obras de misericordia, destinadas al retablo mayor de la iglesia napolitana de la Misericordia (1607), La decapitación del Bautista, en la catedral de La Valetta, de Malta (1608), y La resurrección de Lázaro, en el Museo Nazionale de Mesina (1609).

 

La pintura en Flandes y en Holanda

Fuera de Italia, la pintura barroca alcanza un amplísimo desarrollo en los antiguos Países Bajos que, por la firma del Tratado de Amberes, en 1609, se fragmentan en dos estados irreconciliables: Flandes, al sur, ocupando los territorios de la actual Bélgica; y las Provincias Unidas Holandesas, al norte. Luchas religiosas, conflictos político-sociales y fronteras económicas, incubadas en el siglo XVI, determinan esta separación geográfica, que generará igualmente concepciones artísticas antagónicas, observables tanto en la iconografía que decora sus iglesias y viviendas como en el tamaño de los cuadros.

En Flandes (católico, monárquico, aristocrático y sometido al gobierno español) la temática religiosa es evangélica, hagiográfica y sacramental, plasmándose en grandes cuadros de altar, mientras que en Holanda (protestante, republicana, burguesa e independiente) cultiva asuntos bíblicos de formato pequeño para ser contemplados en la intimidad del dormitorio doméstico, ya que luteranos y calvinistas han suprimido el culto a las imágenes, y estas han desaparecido de las iglesias.

La lectura y la meditación personal de la Biblia ocupan para el protestante el mismo lugar que la Iglesia católica tiene reservado al sacerdote en la preparación de los fieles.

El resto de la vivienda tuvo también una particular decoración, pues en Flandes se conserva el género mitológico para enriquecer los palacios cortesanos, y en Holanda es sustituido por escenas costumbristas, que representan ocupaciones caseras; son los típicos interiores holandeses, en los que bajo la imagen de lo cotidiano, bañada por sorprendentes efectos de la luz, se esconden alegorías moralizantes de carácter puritano: la pereza, la avaricia y la infidelidad.

El retrato y el bodegón son también testigos de esta oposición entre dos modelos socioculturales enfrentados. En Flandes el retrato es individual y se concibe bajo paradigmas solemnes, con el propósito de mostrar el elevado rango social del personaje; en cambio, en Holanda, tiene carácter corporativo, ofreciendo sus artistas una espléndida galería de grupos, por la que desfilan colectivamente, en igualdad democrática, los oficiales de las guardias cívicas que custodian sus ciudades, captados en un almuerzo de camaradería, los administradores de las instituciones benéficas en un cabildo de cuentas, los miembros de profesiones liberales en el curso de una reunión entre colegas, o los síndicos de los gremios entregados a discutir la política comercial.

Finalmente, las opulentas cocinas y despensas que pintan los bodegones flamencos, atestadas de comestibles, donde la variada oferta de la producción agrícola se amontona con pescados, carnes y aves de corral, deja paso en Holanda a severas mesas de comedor, sencillamente ordenadas y apenas cubiertas con platos y bebidas frugales. El consumismo de Flandes, reflejado en la abundancia de sabrosos manjares para estimular el apetito, es sustituido en Holanda por el ascetismo protestante.

 

La escuela flamenca: Rubens

Pedro Pablo Rubens [Siegen (Alemania), 1577 - Amberes, 1640] es mucho más que un pintor de tipos masculinos atléticos y mujeres de carnes generosas, sonrosadas y sensuales. La naturaleza le dotó de un cerebro prodigioso para desenmarañar los problemas compositivos de un cuadro y fue un mago del color. Además, está considerado como el artista más culto de su tiempo, hablaba y escribía seis lenguas modernas aparte del latín, y estuvo considerado como un sagaz diplomático al servicio de la política exterior de España. Su habilidad en los asuntos de Estado le hizo recorrer las cancillerías europeas negociando tratados de paz, como el obtenido entre Madrid y Londres en 1630. El éxito de esta embajada le valió ser nombrado caballero por Felipe IV y Carlos I de Inglaterra. El artista escribirá: “Por mi parte quisiera que el mundo entero estuviera en paz y que el siglo en que vivimos fuera de oro y no de hierro”. Se refería a las disensiones internacionales, pero también al estallido nacionalista que había dividido los Países Bajos y obligado a su padre, un acomodado abogado de Amberes, a exiliarse a Alemania por profesar la religión protestante y oponerse al duque de Alba.

Con solo un año queda huérfano, obteniendo entonces su familia el perdón, lo que le permite abandonar el destierro y regresar con su madre, María Pypelinckx, a Amberes.

Estudia Humanidades, entra como paje en casa de la condesa de Lalaing y cursa el aprendizaje artístico con Otto Venius. En 1598 es ya un pintor independiente. Su formación la completa en Italia.

Cruza los Alpes en 1600 para instalarse en la corte de Vicente Gonzaga, duque de Mantua. Este viaje era el tributo que todo pintor extranjero debía rendir al arte italiano. Hace escala en Roma, donde admira a Miguel Ángel, al Caravaggio y a los Carracci; en Mantua copia a Mantegna y emprende su célebre colección de monedas, medallas, relieves y esculturas antiguas, que luego decorarían su casa de Amberes y en cuyos vestigios arqueológicos encontrará la fuente de inspiración clásica; en Génova se interesa por la arquitectura. Ocho años permanece en Italia, tan solo interrumpidos por una breve estancia en Valladolid, donde acude en la primavera de 1603 con la misión diplomática de entregar unos presentes de su protector, Vicente Gonzaga, al rey Felipe III y a su primer ministro, el duque de Lerma. La ciudad castellana era en aquel momento la capital de España y Rubens aprovechó la visita para pintar el Retrato ecuestre del duque de Lerma.

En 1608 abandona Italia ante el alarmante quebranto de salud que sufre su madre. Cuando llega a Amberes, ésta ha muerto. Un año después es nombrado pintor de los archiduques, se casa con Isabel Brant e inicia las gestiones inmobiliarias para edificar la casa-taller más emblemática del barroco europeo [280]. Un palacio con gabinete de antigüedades, amplio jardín y espacio suficiente para que viva su familia y trabajen sus colaboradores. En uno de los frentes del taller mandó elevar una tribuna desde la que vigilaba a sus múltiples aprendices y oficiales, atareados en la factura de monumentales retablos y complejas series decorativas; a este balcón se asomaban también los clientes que acudían a encargarle nuevas obras o a observar la marcha de proyectos iniciados, explicándoles el maestro el proceso de producción sin interrumpir a los ayudantes.

Otro detalle expresivo del obrador es su elevada puerta, de casi siete metros de altura, por la que salían de costado los gigantescos lienzos rumbo a su destino. Cerca de 3.000 cuadros llevan actualmente el sello Rubens; tal abundancia solo es comprensible por la amplia cooperación de discípulos, especializados en pintar fondos de paisajes, perspectivas arquitectónicas, retratos, animales o flores, incluso había expertos que se ocupaban solo de los pies o de los brazos de las figuras, de modo que el lienzo pasaba, en cadena, por varias manos. Rubens firmaba los contratos, daba el boceto preparatorio, supervisaba el trabajo y cobraba. Empresario y gran organizador comercial, su participación en el cuadro dependía del dinero que le pagaban. Si el precio era razonablemente alto, intervenía directamente; de lo contrario, se limitaba a retocar el cuadro con su inimitable pincelada y ardiente colorido o, simplemente, lo dejaba en el estado en que lo habían ultimado sus auxiliares. Más de cien aprendices llegó a tener a su servicio, según testimonia en una carta; algunos tan brillantes como Jacobo Jordaens y Antón van Dyck.

Rubens dominó todos los procedimientos de la técnica pictórica, desde lienzos al óleo hasta murales al fresco, pasando por los cartones para tapices, el diseño de arcos triunfales para honrar los recibimientos regios y la ilustración de libros y misales, que los grabadores de la famosa editorial flamenca de Plantin trasladaron a planchas. Con idéntica maestría tocó todos los temas y géneros, pero renovándolos. Pintó asuntos religiosos, históricos y mitológicos; cultivó el paisaje, el bodegón y fue un espléndido retratista. La pintura no tuvo secretos para él.

Su trayectoria como pintor religioso se inicia con la Adoración de los Reyes Magos (Museo del Prado), y los trípticos de La elevación de la cruz y del Descendimiento, realizados en 1611 y 1612, que se conservan en la catedral de Amberes. Los Archiduques quieren olvidar el vandalismo de los calvinistas iconoclastas, que habían llenado de sombra y frialdad el interior de las iglesias, y pretenden que las capillas resuciten con altares pictóricos que proclamen la ortodoxia de Roma.

Rubens representó los misterios evangélicos y exaltó los milagros de los santos modernos, constituyendo un magnífico ejemplo la serie consagrada, en 1619, a San Ignacio y San Francisco Javier, que cubría el techo de la casa profesa de la Compañía de Jesús de Amberes, hasta que un incendio la destruyó. Pero su obra cumbre, en el deseo de mostrar el poder del papado frente a la herejía protestante, es El triunfo de la Eucaristía, conjunto de veinte tapices que la archiduquesa Isabel Clara Eugenia, hija de Felipe II y gobernadora de los Países Bajos, ofreció en 1628 al convento de las Descalzas Reales, de Madrid, en el que se había educado.

Junto al heraldo de la Contrarreforma católica, emerge en la escena internacional el Rubens decorador de los grandes palacios europeos de la monarquía absoluta: la Galería de María de Medici, en el Palacio de Luxemburgo de París; el Salón de banquetes de Carlos I de Inglaterra, en su palacio londinense de Whitehall; y la Torre de la Parada de Felipe IV, en las cercanías de Madrid. De estas vastas empresas, el ciclo más exultante, considerado como uno de los triunfos de la pintura de todos los tiempos, es el de María de Medici. Esta italiana, reina regente de Francia, le confía en 1622 dos series con escenas de su glorificación y de su difunto marido, Enrique IV, destinadas a revestir sendas galerías de su recién concluido palacio en París. Rubens comienza por ilustrar, en veintiún cuadros, la vida de la reina, que fragmenta en cuatro períodos: su juventud en Florencia, desde su nacimiento hasta su matrimonio con el rey de Francia (1573-1600); sus diez años de reinado, que concluyen con el asesinato de Enrique IV (1600-1610); su regencia hasta la mayoría de edad de su hijo Luis XIII (1610-1614); y las desavenencias con su hijo y reconciliación final. El artista funde la historia con la mitología y convoca a «las tres Parcas» que tejen el glorioso destino de la reina; a «las tres Gracias» que presiden su educación; a «Júpiter y a Juno», inspirando a Enrique IV el amor por la novia, cuyo retrato le presentan [282]; a la «asamblea olímpica», aconsejando la política internacional de la reina; y así hasta la reconciliación con su hijo, donde el genio de Francia fulmina a la hidra de la discordia. En el sorprendente plazo de tres años, los cuadros estaban en su destino, trasladándose al Museo del Louvre cuando el palacio de Luxemburgo fue convertido en sede del Senado. Problemas financieros y políticos impidieron que Rubens realizará el segundo de los encargos de María de Medici: la galería de Enrique IV.

Cuando en 1628 regresa por segunda vez a España, conoce a Velázquez y copia los tizianos de Felipe IV. Entonces exclama: «Quiero a Tiziano como un novio a su amada». No solo estaba declarando su devoción al poético color del pintor veneciano; era también una especie de premonición.

En 1630, con 53 años y viudo, se casaba en segundas nupcias con Helena Fourment, una muchacha de 16 años, que será la musa de sus composiciones mitológicas, probablemente los cuadros más conocidos de Rubens.

Las razones de este matrimonio dispar las explica en una carta: «He tomado por esposa a una joven honesta y burguesa, por más que todos querían persuadirme para que eligiera en la corte. Pero preferí una mujer que no se avergonzara de verme con los pinceles en la mano. A decir verdad, me habría resultado demasiado duro perder mi preciosa libertad a cambio de las caricias de una vieja». Fruto de esta feliz etapa final son los cuadros que conserva el Museo del Prado, pintados entre 1638 y 1639, en los que aparece retratada su esposa: el Juicio de Paris, el Jardín de Amor y la esplendorosa tabla de Las tres Gracias [283].

 

La escuela holandesa: Rembrandt

El pintor, grabador y dibujante singular Rembrandt Harmenszoon van Rijn (Leyden, 1606 - Ámsterdam, 1669) es el gran intérprete de la sociedad burguesa holandesa y el primer artista que ya no depende del mecenazgo de la corte o de la aristocracia, sino que vende sus productos en el mercado [284].

Sus orígenes son modestos. Su madre pertenece a una familia de panaderos y su padre explota un molino de malta a orillas del río Rijn, de donde procede el apellido del artista. Cursa su formación pictórica con Pieter Lastman, que acababa de regresar de Roma y le enseña los secretos del tenebrismo caravaggiesco. Con estos ingredientes, Rembrandt acuña un estilo propio en el que los contrastes de luz y sombra nunca serán tajantes, como venían haciendo los italianos, sino que envuelve sus figuras en penumbras graduadas, misteriosas y doradas. En 1624 abre un taller en Leyden, comenzando a pintar asuntos bíblicos y a desarrollar la técnica del grabado al aguafuerte.

En 1632 se encuentra ya establecido en Ámsterdam, la ciudad más próspera de Holanda, cuyos habitantes, satisfechos por su independencia política y su religión protestante, se encargan también de impedir que el mar anegue sus territorios, y fundan las dos compañías de Indias, que llevarán riqueza, confort y bienestar a las casas de sus mercaderes. La sociedad civil necesita grandes retratos colectivos para decorar las salas de sus respectivas corporaciones y Rembrandt realiza tres obras memorables. En 1632 los cirujanos le encargan La lección de anatomía del doctor Nicolaes Tulp para rememorar una clase magistral impartida por este célebre médico, que es captado en el momento de desprender con la pinza un haz muscular del brazo del cadáver, ante la mirada atenta de los asistentes. En 1642 pinta para los arcabuceros de la Guardia Cívica la indebidamente llamada Ronda de noche, por la aparente atmósfera nocturna que invade el cuadro, fruto de la suciedad acumulada. La limpieza a que fue sometido el lienzo en 1946 demostró que el capitán Banning Cocq, vestido de negro con una banda roja terciada sobre el pecho, su lugarteniente y la compañía militar salen con estandarte y música de tambor por la puerta de la ciudad a plena luz del sol. Veinte años después, en 1662, el gremio de fabricantes de tejidos le solicita el retrato de los miembros que ocupaban la mesa de gobierno para conmemorar el final de su mandato; el resultado es el cuadro titulado Los síndicos de los pañeros, sorprendidos por el pintor en una junta económica de balance positivo. El dominio y la evolución que Rembrandt alcanzó en este campo se sustancia en la cumplida galería de autorretratos que el artista realizó a lo largo de su vida, así como los retratos que pintó a su hijo Tito y a sus dos mujeres, Saskia y Hendrickje.

En plena madurez Rembrandt sufre una crisis financiera, humana, religiosa y artística. Su pasión por el coleccionismo, en el que había invertido gran parte de sus ganancias, contribuyó a su hundimiento económico; entonces contrajo deudas, que lo llevaron a la quiebra y a vender sus bienes en subasta pública; aun así, el dinero obtenido no sirvió para satisfacer a los acreedores y el artista se declaró insolvente. Paralelamente, la apacible relación mantenida con la joven Hendrickje, que en 1649 había entrado en su casa como sirviente y que alegró la vida del maestro desde que enviudó, fue turbada por las críticas de la puritana sociedad protestante, que los acusó ante los tribunales de concubinato. Rembrandt ingresa entonces en la secta menonita. Y ante estas circunstancias, busca la expresividad interior, la sustancia espiritual y moral e intenta retratar el alma de los personajes. El claroscuro sigue siendo idéntico al de los años precedentes, pero la pincelada se hace más suelta y el color es vibrante. Surgen entonces cuadros melancólicos de sentida admiración por la época griega como Aristóteles contemplando el busto de Homero; asuntos históricos de trágicas conmociones como La conspiración de Julius Civilis (National Museum, Estocolmo), en la que éste incita a los bátavos a la rebelión; y dramáticas escenas como El buey abierto en canal (Louvre, París), en la puerta de una carnicería. Rembrandt tuvo numerosos y valiosos discípulos que, fascinados por su manera de pintar, insistieron en los mismos temas, claroscuro y materia pictórica.

 

6. La arquitectura barroca española

Las ciudades españolas del Barroco son esencialmente conventuales. Las fundaciones monásticas masculinas y los cenobios de clausura femeninos, ubicados en el interior del casco urbano, con sus iglesias, claustros, huertos y dependencias anejas, ocupan un tercio del suelo edificable. Esta posesión del territorio por las órdenes religiosas podría parecer lógica en Sevilla, monopolio del tráfico ultramarino, pues en las expediciones de la flota atlántica que zarpaban del Guadalquivir debía embarcarse un contingente de misioneros para conquistar espiritualmente las Indias. Todas las comunidades porfían entre sí y, ante la necesidad de albergar a la población flotante de frailes que llega a Sevilla procedente de toda España, a la espera de que los oficiales de la Casa de la Contratación les expidan el pasaje para ir a América, se vieron obligadas a aumentar el censo de casas. Pero la capital hispalense no fue un ejemplo excepcional: los 73 conventos sevillanos eran seguidos por los 57 de Madrid, y una ciudad relativamente pequeña como Segovia contaba con 24.

Consecuentemente, muchos de los arquitectos del siglo XVII van a ser frailes profesos de las órdenes. Los carmelitas cuentan con fray Alberto de la Madre de Dios, los agustinos con fray Lorenzo de San Nicolás y los jesuitas con los discípulos del padre Bartolomé de Bustamante: los hermanos Pedro Sánchez y Francisco Bautista.

Las plantas que conciben estos tracistas religiosos para favorecer el culto, la predicación y la administración de los sacramentos no son originales; procedían del siglo anterior y se acomodan a los llamados modelos de salón y de cajón, por su estructura regular, carente del alabeo de muros que Bernini y Borromini habían impuesto a sus creaciones romanas.

El tipo de «salón», propio de Castilla, responde al templo cruciforme, con una única y amplia nave, y capillas laterales entre contrafuertes interiores [288]. Andalucía, en cambio, impone el «cajón», consistente en un rectángulo perimetral [289]. Ambas soluciones dejan paso a una descollante capilla mayor, visible desde todas las partes del templo.

La sobriedad escurialense de estos edificios, de proporciones cúbicas y escasa altura, se proyecta también en las fachadas. La del convento de San José, de Ávila, realizada en 1608 por Francisco de Mora, y la del monasterio de La Encarnación, de Madrid, diseñada en 1611 por fray Alberto de la Madre de Dios, van a servir de patrón universal para toda España [290].

Tónica general de la arquitectura es la pobreza constructiva, visible en la utilización casi exclusiva del ladrillo y en las falsas cúpulas de la meseta castellana, denominadas «encamonadas», que ofrecían la ventaja económica de fabricarse con madera y yeso. Su gran valedor, el agustino recoleto fray Lorenzo de San Nicolás, dice al respecto en su tratado Arte y uso de la Arquitectura: «En España, particularmente en esta Corte [de Madrid], se va introduciendo el cubrir las capillas con cimborrio de madera, y es obra muy segura y muy fuerte y que imita en lo exterior a las de cantería; se usa en edificios que tienen las paredes poco gruesas o que lo caro de la piedra es causa de que se hagan con materia más ligera y menos costosa» [291]. Ahora bien, la sencillez externa dejará paso durante el último tercio del siglo XVII y la primera mitad del XVIII a una deslumbrante decoración interior, hasta el punto de convertirlas en espejeantes cuevas doradas. Las iglesias aparecen brillante y teatralmente revestidas de espumosas yeserías, coloristas cuadros de altar y refulgentes retablos dorados, que impactaban mental y sensorialmente a los fieles [292-293]. Esta corriente ornamentista recibirá el adjetivo de «castiza» frente a los palacios cortesanos borbónicos, de influencia francesa e italiana, que se construyen en Madrid, Aranjuez y La Granja.

Surge entonces una nómina excepcional de arquitectos y entalladores «casticistas»: Pedro de Ribera en Madrid, Fernando de Casas Novoa en Santiago de Compostela, Jaime Bort en Murcia, Francisco Hurtado Izquierdo en Córdoba y Granada; y las dinastías de los Churriguera en Salamanca, los Figueroa en Sevilla y los Tomé en Toledo. Todos fueron dueños de un exultante repertorio ornamental, traducido en las aparatosas portadas, que se conciben como retablos en piedra, los cuales rivalizan con las grandes obras de madera dorada y policromada que se alzan en los presbiterios. Esta «máscara» decorativa, que velaba el rostro de la arquitectura, ha sido interpretada como una estrategia política para ocultar a las clases populares la postración política y económica en que se hallaba sumido el país, manteniendo con este disfraz ornamental la ilusión de continuar viviendo la gloria de tiempos pasados [294-297].

Complemento de la arquitectura van a ser las transformaciones urbanísticas que experimentan las ciudades españolas. Los ayuntamientos promulgan «ordenanzas municipales» que velan por el ensanche y el alineamiento de las calles, la pavimentación del viario y el saneamiento del alcantarillado. Pero el ennoblecimiento urbano solo alcanzará su plenitud con la apertura, en el corazón del caserío, de la emblemática Plaza Mayor. Un espacio público de estructura rectangular, con soportales para resguardar de las inclemencias a comerciantes y compradores.

Los edificios de la Plaza Mayor son de tres plantas, con alzado uniforme y balcones de hierro, que los convierten en palcos para presenciar los espectáculos civiles y religiosos que se celebran en su ámbito durante las fiestas: corridas de toros, autos de fe, ajusticiamientos, proclamaciones reales y regocijos por la boda del monarca y el bautizo del príncipe heredero, la canonización del santo patrón y las victorias militares, aparte de estacionar anualmente las procesiones de Semana Santa y la eucarística del Corpus.

 

La primera plaza mayor que responde a estas características es la de Madrid, construida en 1619 por Juan Gómez de Mora [298-299]. A su imagen y semejanza se levantarán otras en el territorio nacional y en los virreinatos americanos, cerrándose el ciclo barroco con la espléndida de Salamanca, encargada en 1728 a Alberto de Churriguera e inaugurada sesenta años después.

 

7. La gran época de la imaginería española

La escultura española del Barroco se nutrió de su propia sustancia, al vivir en un aislamiento voluntario, de espaldas a modelos y técnicas extranjeras. Utilizó como material predilecto la madera, que reviste de fulgurante policromía. Pinos castellanos de Soria y andaluces de la serranía jiennense de Segura, nogales asturianos y tejos navarros, cedro y caoba americana, importada de La Habana en la «Carrera de Indias», van a ser utilizados para fabricar retablos y pasos procesionales: dos géneros típicamente hispanos.

El retablo barroco es una estructura arquitectónica fragmentada en pisos horizontales por entablamentos y en calles verticales, por columnas de fuste liso, salomónicas o estípites, que decoran como un gran telón escénico la mesa de altar. Pero, además, es un instrumento pedagógico de la liturgia católica y como tal, tiene la misión de narrar a través de imágenes y relieves los principales acontecimientos del catolicismo. Esta misión catequética a través del arte va a tener su complemento los días de la Semana Santa, cuando las ciudades españolas se convierten en un inmenso templo y los pasos, en imágenes itinerantes.

Los dirigentes barrocos parten del convencimiento absoluto de que el paso procesional que sacan las cofradías penitenciales a la calle buscando el encuentro con el fiel que no entra en la iglesia, con figuras en permanente movimiento que captan la atención del espectador y le transmiten la necesaria confianza que se ha de tener hacia los seres celestiales, es el mejor vehículo para enseñar ortodoxamente el drama del Calvario a una población iletrada.

También están persuadidos de que resulta mucho más fácil educar a través de la emoción y de los sentidos, que por la vía de la razón. Y para asegurarse el triunfo, exigieron a los imagineros un lenguaje claro, sencillo, fácilmente comprensible, y una interpretación realista, de modo que los fieles se estremeciesen ante la angustia de María, se indignasen con los sayones que azotan a Jesús y se sobrecogiesen con los Nazarenos y Cristos expirantes. La identificación llegó a ser tan grande que las imágenes sagradas adoptaron variantes regionales, condicionadas por el carácter de sus habitantes y por el rigor del clima.

La austeridad castellana y la dureza de la meseta forjaron una tipología de crucificados patéticos y llagados, que exhiben en sus carnes el dramático suplicio de la pasión, y de Vírgenes maduras transidas de dolor. Castilla pone su acento recio en las imágenes, pensando en herir con violencia a la primera impresión.

Por contra, en Andalucía y Murcia, donde la primavera ha estallado y el aire templado perfuma el ambiente de abril, surgen Cristos apolíneos y Vírgenes adolescentes, y se omite la sangre porque repugna a la sensibilidad mediterránea. El gusto por lo aparente se traduce en el fastuoso aderezo que envuelve a Nazarenos y Dolorosas, lo que explica la abundancia de maniquíes articulados de vestir, que no tienen de humano más que la mascarilla del rostro, las manos y los pies, supliendo las carencias de talla con un deslumbrante ajuar de túnicas, sayas y mantos bordados, potencias y coronas de oro. Los encargados de aplicar estos complementos son los «vestidores» y «camareros», que cumplen en las imágenes de candelero la misma función que los policromadores en las figuras de talla completa (303-304). Los murcianos agregan, además, los típicos productos de la huerta, servidos en vajilla y cristalería, componiendo un sabroso bodegón en el paso de La Cena, de Salzillo.

A su vez, la escuela andaluza ofrece novedades en su vertiente occidental y oriental. En Sevilla prima el carácter clásico y el amor por la belleza, mientras en Granada gusta lo pequeño y preciosista. Dos Inmaculadas: «La cieguecita» sevillana de Montañés, de tamaño natural (310), y la Concepción granadina de Alonso Cano, abreviada en formato reducido [315], son ejemplos llamativos de ambas preferencias.

 

La escuela castellana: Gregorio Fernández

Gregorio Fernández [Sarriá (Lugo), 1576- Valladolid, 1636) es el maestro indiscutible del barroco castellano. En su producción se advierten dos etapas: una fase manierista, que alcanza hasta 1616; y un período de madurez, donde afianza el naturalismo.

Sus obras, de talla completa y bulto redondo, están teñidas de patetismo, caracterizándose en su etapa de esplendor por el modelado blando del desnudo y la rigidez metálica de los ropajes. Son telas pesadas, que se quiebran en pliegues geométricos, recordando el arte hispanoflamenco. Paños artificiosos, que contrarresta con los postizos realistas que aplica a sus imágenes: ojos de cristal, dientes de marfil, uñas de asta y grumos de corcho para dar volumen a los coágulos de sangre.

La actividad de su taller y el prestigio de su estilo proyectó su influencia por el norte y el oeste español: desde La Rioja al País Vasconavarro, y desde León hasta Cáceres.

Trabajó para las iglesias diocesanas, las cofradías penitenciales, la nobleza y el rey, estimándolo Felipe IV como el «escultor de mayor primor que ay en estos mis Reynos».

Sus mejores clientes fueron las órdenes religiosas, construyendo retablos para los cartujos, cistercienses, franciscanos, carmelitas y jesuitas, a quienes labra también sus santos titulares: San Bruno, San Bernardo, San Francisco, Santa Teresa y los héroes de la Compañía, el legislador San Ignacio y el misionero San Francisco Javier.

Como creador de tipos iconográficos, dio forma definitiva en Castilla al modelo de la

Inmaculada y al de la Virgen de la Piedad. Aunque las novedades que le reportaron fama y estima popular fueron sus interpretaciones pasionistas: el Flagelado, atado a una columna baja y troncocónica, y el Yacente, que reclina la cabeza encima de una almohada y reposa extendido sobre la sábana.

Una leyenda vallisoletana, transmitida con fervor de generación en generación, sostiene que, en 1619, una vez concluido el Cristo atado a la columna, de la Cofradía del Azotamiento, bajó Jesús a su taller para preguntarle dónde se había inspirado, a lo que el imaginero respondió: «Señor, en mi corazón».

En cuanto a su famoso Yacente, de los Capuchinos de El Pardo, baste decir que fue regalado por el monarca en 1614 con el propósito de que los religiosos se convirtieran en directores espirituales del Real Sitio. Su belleza puso en circulación otra leyenda, según la cual Fernández habría exclamado: «El cuerpo lo he hecho yo; pero la cabeza solo la ha podido hacer Dios».

De sus célebres pasos procesionales, ninguno se conserva íntegro. El más alabado es el del Descendimiento, de la iglesia penitencial de la Vera Cruz, de Valladolid. Fue contratado en 1623 y consta de siete figuras vestidas a la moda del siglo XVII, con el propósito de que la escenografía sacra fuera más fácilmente comprendida por los fieles.

 

La escuela andaluza: Juan Martínez Montañés y Juan de Mesa en Sevilla; Alonso Cano en Granada

Juan Martínez Montañés [Alcalá la Real (Jaén), 1568 - Sevilla, 1649] es el imaginero español que gozó de mayor fama y respeto popular entre sus contemporáneos. Los sevillanos, en vida del artista, lo denominaban “el dios de la madera” y los madrileños “el Lisipo andaluz”. Su gran amigo y policromador de sus obras, el pintor, tratadista e influyentísimo iconólogo al servicio del Santo Oficio hispalense, Francisco Pacheco, llegó a decir: “Estoy persuadido que es hombre como los demás”, dado que el virtuosismo técnico que confirió a sus imágenes y el dominio con que pulsó la fibra del populismo habían puesto en tela de juicio su carácter mortal.

Artista precoz, se forma en Granada en el taller de Pablo de Rojas, pasando muy joven a Sevilla, donde a los diecinueve años adquiere el título de “maestro escultor”. Ya no abandonará esta ciudad, salvo una estancia en la Corte, donde acude en 1635, convocado por Velázquez, para modelar en barro el retrato de Felipe IV, con destino a la estatua ecuestre del monarca que fundirá en Florencia Pietro Tacca y actualmente centra la Plaza de Oriente de Madrid. Su estilo es clásico e idealizado, propio del manierismo, a cuyos postulados jamás renunció. Construyó retablos e imágenes para España y las Indias.

Como retablista se muestra un ferviente partidario de las estructuras arquitectónicas claras, gobernadas por el orden corintio y decoradas con ángeles y elementos vegetales. Tres tipos destacan en su repertorio: retablos mayores de composición rectangular, con grandes cajas para empotrar relieves e imágenes, como el de San Isidoro del Campo, en Santiponce (1609-1613), San Miguel, de Jerez de la Frontera (1617-1643) [ver “Patrimonio artístico andaluz” de esta unidad], y Santa Clara, de Sevilla (1621-1623); arcos de triunfo, según se observa en el dedicado a San Juan Bautista, para las monjas hispalenses del Socorro (1610); y tabernáculos-hornacinas, entre los que sobresale el de La cieguita, en la catedral de Sevilla (1629-1631).

En el campo de la escultura devocional y piadosa definió los modelos del Niño Jesús y de la Inmaculada. En 1606 fundía la ternura con la gracia inocente, consiguiendo en el Niño Jesús del Sagrario sevillano su éxito más clamoroso, el que le marcaría el resto de su vida y habría de convertirse en su obra más repetida y universal, a juzgar por el gran número de copias en talla y vaciados en plomo que se hicieron para subvenir su demanda en España e Hispanoamérica.

A la Purísima la concibe como una Virgen niña, que junta las manos en actitud de orar y descansar sobre una peana de querubines, guardando una composición trapezoidal. Su obra maestra es “La cieguita”, así llamada popularmente por tener la mirada baja y los ojos entornados, de la que un contemporáneo escribía en 1631, con ocasión de su estreno: “Es la imagen la primera cosa que se ha hecho en el mundo, conque Juan Martínez Montañés está muy envanecido”.

El orgullo y la inmodestia de Montañés llegan a la cima cuando labra las imágenes de la Pasión. En 1602 había realizado el Cristo del Auxilio, de la Merced, de Lima, y un año después, cunando contrata el Cristo de la Clemencia, de la catedral sevillana, dice en la escritura notarial: “Tengo gran deseo de acavar e hazer una pieza semejante, para que quede en España y no se lleve a las Yndias ni a otras partes, y se sepa el maestro que la hizo para gloria de Dios”. El nazareno de Jesús de la Pasión, concluido hacia 1615 para la cofradía de su mismo nombre, es su única talla procesional.

A la ejecución esmerada de sus obras y a su comprensión inmediata por el pueblo, Mesa agregaba pocas exigencias en el precio: 100 ducado cobraba por un Crucificado frente a los 300 en que se cotizaba Montañés. Quizás su fama de barato contribuyó también a que se convirtiera en el artista predilecto de las cofradías sevillanas. Y a expensas de las hermandades penitenciales acuñó los tipos procesionales del Crucificado y Nazareno, que la Contrarreforma y el arte hispalense hicieron suyos, hasta el punto de que se siguen copiando en la actualidad, sin apenas cambios. Sus grandes interpretaciones cristíferas aparecen firmadas con el detalle realista de una espina perforando la oreja y la ceja de Jesús.

La serie de crucificados que labró se abre con el Cristo del Amor (1618), el más patético de su catálogo artístico, cuyo expresivismo irá atemperando en obras sucesivas: el Cristo de la Conversión del Buen Ladrón (1619) y el Cristo de la Buena Muerte (1620). La impresión de serenidad que causó esta última obra en los medios artísticos sevillanos fue tan favorable que sus contemporáneos lo tomaron de modelo para encargarle futuras réplicas. Pero Mesa no se adocena y, lejos de tipificar sus creaciones iconográficas, realizaba en 1622 su obra más personal y también su crucificado más perfecto. Se trata del Cristo de la Agonía, encomendado por el vasco Juan Pérez de Irazábal y venerado en la parroquia guipuzcoana de San Pedro, en Vergara: un cristo de grandes contrastes, entre la vida y la muerte, entre la tierra y el cielo, elevándose; está casi resucitado sin pasar por el sepulcro [311]. En la cumbre de su fama se propone atender el siempre atrayente mercado americano, embarcando con destino al virreinato del Perú los cristos de las iglesias limeñas de San Pedro y Santa Catalina.

Simultáneamente, Mesa abordaba en 1620 la que sería y es aún su imagen devocional más famosa y respetada: el imponente Jesús del Gran Poder. Un corpulento nazareno con la cruz al hombro, captado en el momento de dar una potente zancada y concebido para ser vestido con túnica de tela [312]. En su corta y brillante carrera profesional talló santos y vírgenes, siendo su último trabajo Nuestra Señora de las Angustias, de la iglesia cordobesa de San Pablo, en la que trabajó hasta momentos antes de su muerte, según declara en el testamento [313].

De todos los artistas españoles del Siglo de Oro, Alonso Cano (Granada, 1601-1667) es el único que se aproximó al ideal polifacético del genio universal. Fue arquitecto, escultor, pintor, dibujante excepcional y diseñador de mobiliario litúrgico: retablos, sillerías corales y lámparas de iglesia. Su perfil biográfico y artístico se desarrolla en tres etapas, que coinciden con las estancias prolongadas que pasó en Sevilla, Madrid y Granada.


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