'Szmalcownik': los
extorsionadores del gueto de Varsovia que chantajeaban a los judíos que
lograban escapar
Jorde Decarlini, 22 de abril
de 2023
En el ranking macabro de lugares donde
los nazis desplegaron
sus atrocidades, muy pocas ciudades ocupan un puesto superior que Varsovia. Evidentemente, sus
habitantes más perseguidos fueron los judíos, quienes con 359.827
miembros censados en 1939 representaban la comunidad judaica más amplia no ya
de Polonia, sino de toda Europa —y la segunda a nivel mundial, solo por detrás
de Nueva York—. Aquel mismo año, el de la invasión alemana, comenzó el
hostigamiento: imposición del brazalete con la estrella de David, prohibición
de acceso a determinadas zonas, exclusión en algunas profesiones. Pero en
noviembre de 1940 llegó el paso definitivo: los invasores levantaron un muro de tres metros de
altura y dieciocho kilómetros de largo coronado por un alambre de
púas. Había nacido, como parte de la solución final ideada
por los nazis, el gueto de Varsovia.
Su población
osciló a lo largo del tiempo, pero se estima que alrededor
de 400.000 judíos —además de los varsovianos, fueron trasladados
habitantes de poblaciones vecinas— quedaron encerrados detrás del muro. Un
porcentaje resume bien aquel hacinamiento: aunque representaban el 30% de la
población de la ciudad, el gueto tan solo suponía el 2,4% de su territorio. Se
calcula que, de media, cada habitación albergaba a nueve personas, quienes
además obtenían una dieta con un aporte calórico diez veces inferior al de los
ciudadanos de cualquier otro barrio.
En el ranking macabro de lugares donde los nazis desplegaron sus atrocidades, muy pocas ciudades
ocupan un puesto superior que Varsovia.
Evidentemente, sus habitantes más perseguidos fueron los judíos, quienes con 359.827 miembros
censados en 1939 representaban la comunidad judaica más amplia no ya de
Polonia, sino de toda Europa —y la segunda a nivel mundial, solo por detrás de
Nueva York—. Aquel mismo año, el de la invasión alemana, comenzó el
hostigamiento: imposición del brazalete con la estrella de David, prohibición
de acceso a determinadas zonas, exclusión en algunas profesiones. Pero en
noviembre de 1940 llegó el paso definitivo: los invasores levantaron un muro de tres metros de
altura y dieciocho kilómetros de largo coronado por un alambre de
púas. Había nacido, como parte de la solución final ideada
por los nazis, el gueto de Varsovia.
Su población osciló a lo largo del tiempo, pero se
estima que alrededor de 400.000 judíos —además
de los varsovianos, fueron trasladados habitantes de poblaciones vecinas—
quedaron encerrados detrás del muro. Un porcentaje resume bien aquel
hacinamiento: aunque representaban el 30% de la población de la ciudad, el
gueto tan solo suponía el 2,4% de su territorio. Se calcula que, de media, cada
habitación albergaba a nueve personas, quienes además obtenían una dieta con un
aporte calórico diez veces inferior al de los ciudadanos de cualquier otro
barrio.
Durante el primer año y medio, el creciente número de
bajas judías se explica por las condiciones infrahumanas: hambre, falta de
higiene y recursos, epidemias. Muertes naturales y suicidios. Pero eso cambió en julio de
1942, fecha en la que se hizo efectiva la resolución que, seis meses antes,
habían tomado catorce altos funcionarios nazis, reunidos en una apacible
mansión en el distrito de Wannsee, al suroeste de Berlín. Su plan de deportaciones masivas al campo de exterminio de Treblinka —construido
en un bosque a unos 80 kilómetros de la capital polaca— significó, en apenas
dos meses, el traslado rumbo a la muerte para 300.000 habitantes del gueto.
Como si, a pesar de todo, aún se resistiesen a creer la
abyección de sus represores, los judíos pensaron que los trasladaban a
campos de trabajo. Poco a poco, con las informaciones que recibían a
cuentagotas, descubrieron la cruda realidad. Se estima que por entonces tan
solo sobrevivían en el gueto unas 60.000 personas —más de la mitad servían de
mano de obra baratísima en empresas alemanas, y el resto ocultos, librándose
como podían de las deportaciones—, de las cuales apenas un número ínfimo
contaba con la capacidad y la preparación básica para luchar. Pero eso fue lo
que decidieron hacer las dos organizaciones insurrectas que operaban dentro de
aquellos muros, quizás porque la alternativa era el tren.
El alzamiento del gueto de
Varsovia comenzó
el 19 de abril de 1943, como un último intento desesperado de plantarle cara al
tirano que, por supuesto, los aplastó. Los desiguales combates, en número y en
arsenal, duraron cuatro días. El fin simbólico de la rebelión se fija el 16 de
mayo, día en el que los alemanes volaron una sinagoga ubicada más allá del área
cercada como respuesta a la insurrección.
El gueto quedó completamente destruido —poco
después pasaría lo mismo con el resto de Varsovia, donde los nazis se ensañaron
a sabiendas de su inminente derrota bélica—. Hoy, ocho décadas después, nadie
que pasee por aquella zona sería capaz de reconocer lo que fue, salvo que
cuente con la ayuda de un guía que contextualice los escasos vestigios del
horror. En su lugar se levantó un distrito financiero. Nada queda de aquello.
Sí que permanecen, en cambio, las fuentes
documentales, que ayudan a hacerse una idea, aunque sea muy aproximada. Las
memorias, los escritos, los bandos, las resoluciones. Escarbando en esos mismos
documentos es posible encontrar el ominoso rastro de una figura, un término
que, sin ajustarse a la etiqueta de judíos o nazis, también contribuyó a la
infamia: szmalcownik.
Etimológicamente, el término proviene de la voz
polaca szmalco-wać, que tiene su origen en una palabra que
significa grasa de cerdo. En principio
contaba con un doble significado: uno más literal, la acción propiamente dicha
de separar la grasa del cuerpo del animal, y otra acepción, más callejera, que
se refería a una manera de ganar dinero. Durante la Segunda Guerra Mundial, los polacos empezaron a
emplear szmalcownik para referirse
a las personas que perseguían y chantajeaban a judíos que se
encontraban sin permiso fuera de la zona asignada, bajo la amenaza de
entregarlos a las autoridades.
Se tiene constancia de que
ese fenómeno ocurrió igualmente en otras ciudades, que también albergaban sus
propios guetos, más reducidos, pero las mejores fuentes documentales
conservadas son las de Varsovia, por eso ambos conceptos suelen ir aparejados.
Se estima que entre tres y cuatro mil personas extorsionaron a judíos en la
capital durante la ocupación nazi. El perfil habitual respondía a hombres de 25
a 40 años, polacos la gran mayoría, aunque también los hubo de otras
nacionalidades. Su ocupación era tan simple como ruin: permanecer ojo avizor
con ánimo de identificar a cualquiera que tuviera prohibido estar fuera del
gueto. Había puntos estratégicos que vigilaban con más frecuencia, como las
inmediaciones del juzgado de Varsovia, donde se apostaban a diario porque a los
judíos sí se les permitía acudir allí para dirimir asuntos personales, y
algunos aprovechaban esa visita para intentar escapar al lado ario.
A veces los chantajistas conformaban bandas organizadas,
donde, incluso, integraban a algunos pocos judíos colaboracionistas con el
enemigo —igual que se dieron casos de cooperantes con la Gestapo— con la labor
de identificar o traicionar a sus semejantes. Pero los szmalcownik eran bien capaces de
reconocerlos por sí mismos: se apoyaban en cuestiones tan básicas como el
aspecto físico, su manera de hablar o su incapacidad para responder preguntas
referidas a costumbres católicas.
El modus operandi puede
dividirse en dos: aquellos extorsionadores que interrogaban a cualquier judío
que se encontrasen y, a la manera de un atracador callejero, le pedían solo lo
que tuviese encima, o los que iban más allá y, en lugar de asaltarlos, los
seguían hasta sus escondites y extendían el chantaje a todas sus posesiones.
Así, esta práctica se convirtió en una forma
de robo organizado llevada a cabo tanto por agentes de Policía como
por delincuentes habituales, que de repente pasaron a tener la ley de su lado.
Un chantajista refuerza su
posición de poder en función de lo que el chantajeado tenga que perder. Por
eso, en los primeros tiempos del gueto la transacción se
saldaba con sumas pequeñas, pero los szmalcownik aumentaron
sus demandas desde que en 1941 la normativa cambió y todo aquel judío —así como
cualquier persona que los ayudase— localizado sin autorización fuera de un
gueto o un campo de trabajo era directamente condenado a muerte. Lo mismo
ocurrió cuando empezaron las deportaciones masivas: págame, porque si no te
delato y tu destino seguro es Treblinka.
Los extorsionadores procuraban estirar su
amenaza todo lo posible, ya que, si realmente avisaban a las autoridades, esa
fuente de ingresos concreta —esa persona— desaparecía para siempre. Por
supuesto, vista la catadura moral de estos individuos, a nadie debe sorprender
que algunos exprimiesen a los judíos hasta que ya no tenían nada más que darles
y, solo en ese momento, los entregaban y cobraban la recompensa que los
alemanes ofrecían por cada pieza.
La población judía, que vivía de manera
perfectamente pacífica, se encontró de la noche a la mañana con un invasor que
cercenó sus libertades y los encerró luego en guetos, y encima vio cómo estas
prácticas chantajistas les multiplicaban las penurias, el miedo, la sensación
de peligro constante y el desasosiego por culpa de desalmados que no solo se
lucraron con su situación, sino que contribuyeron a engrosar el altísimo número
de muertes. Dicho de otro modo: en aquellos años, en Varsovia y demás ciudades
volvió a ponerse de manifiesto que el ser humano siempre puede alcanzar cotas
todavía más altas de ruindad. Es una máxima universal. ¿Que llegan los nazis y
convierten tu existencia y la de los tuyos en un infierno? Nada puede ir a peor
en ese contexto, pensaría alguno, pero entonces aparecen los szmalcownik para aprovecharse de ese
infierno. No es pesimismo, sino algo que conviene tener en cuenta: da igual lo
terrible que parezca la situación, siempre cabe un hijo de puta más.
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