martes, 16 de septiembre de 2025

Poner nombre a los muertos

 

https://www.jotdown.es/2025/09/poner-nombre-a-los-muertos

 

Poner nombre a los muertos

 Alfonso Vila Francés, 15 de septiembre de 2025, jotdown.es


Agosto del 2025. Pillo un taxi para ir a la estación del AVE. Es un trayecto corto. Hablo con el taxista. No sé cómo me dice que es de Paiporta. El tema es inevitable. Aunque me resisto a hablar, noto que él sí que quiere hablar. Le pregunto a quemarropa. Los primeros días cualquier pregunta era peligrosa, hasta la pregunta más inocente era peligrosa: un “¿Y cómo estáis?” en un encuentro casual con un amigo o un conocido en una calle, no era solo un “¿Y cómo estáis?”, era algo que no tenía nada que ver con la cortesía o la buena educación, era el miedo, era la angustia de una posible respuesta, lo que no se quería saber pero lo que había que preguntar: ¿Ha muerto alguien de tu familia? ¿Ha muerto alguien que tú conocías, un amigo, un vecino…? Por eso, respuestas como “He perdido el coche”, “he perdido la panadería”, se recibían con alivio, con un alivio que no se manifestaba, por respeto, pero que, luego, cuando ya estabas solo otra vez, te permitía soltar el aire (ese aire que habías retenido dentro), desactivar el botón del pánico (cuya alarma sonaba estruendosamente en tu cabeza) y darle una orden precisa a tus piernas: seguir caminando, no pasa nada. Un coche se puede perder, un trabajo (aunque sea el trabajo de tu familia, la panadería de tus padres y de los padres de tus padres) se puede perder… Pero lo otro…, lo otro es… Solo imagínalo un momento. Imagina cómo fue. Imagina que podía haber sido tu mujer, tus hijos, tus padres, tus amigos, o cualquiera de esos compañeros de trabajo de los que no sabes casi nada, pero un día dejas de ver y no sabes qué le ha pasado. No sabes si está en la lista. Los primeros días, uno evitaba los encuentros. No quería preguntar. No quería saber. Y ahora estoy en un taxi, y han pasado (dicen) muchos días, y no sé cómo le hago la pregunta y el taxista me responde: “todavía tengo cicatrices en la pierna. Estuve toda la noche abrazado a mi hermano, en la calle, con el agua hasta el cuello, no nos podíamos mover y los contenedores nos golpeaban. Tenía heridas por todos lados. Cuando llegamos a casa nuestra madre estaba muerta”. Y lo dice así, de un tirón, mientras conduce, mientras ya estamos llegando a la estación. “Perdí el taxi, éste es nuevo. El otro no sé dónde está. Me dijeron que lo habían encontrado, a los cuatro días, pero yo no fui a buscarlo, con lo de mi madre…”. No sé cómo puede decir algo tan horrible con esa tranquilidad, porque eso es lo que aparenta: tranquilidad.

“¿Y qué vas a hacer? Hay que seguir viviendo”, me dirá alguien después, cuando le cuento mi conversación con el taxista.  Sí, claro, hay que seguir viviendo… ¿Pero cómo se puede seguir viviendo? Cuando por fin sale el sol, cuando por fin baja el agua, cuando por fin te puedes mover, tienes que pasar por calles con “muertos en los coches” (su hermano, me decía el taxista, le preguntaba: “¿Y qué hacemos?”, “nada”, contestaba él, “ir a casa, no podemos hacer nada”), cuando el frío deja paso al dolor físico (las heridas de las piernas), entonces consigues llegar a tu casa y te encuentras a tu madre… ¿Dónde? ¿En qué parte de lo que era tu casa? El agua se ha ido, pero queda el fango, ¿cómo sacas su cuerpo? Me gustaría que cierto miserable se molestara en escuchar a las víctimas. Solo eso, escuchar a las víctimas. Y ponerse en su piel por un minuto. Solo por un minuto. Supongo que es pedir demasiado…

Llego a la estación. Pago al taxista. Qué puedo decirle. Me despido de él. No sé ni su nombre. Para mí es un héroe. Simplemente por seguir viviendo. Yo no sé si podría. Pienso en Primo Levi, desde luego, que no quiso olvidar y quiso contarlo. Y luego se tiró por el hueco de la escalera de su casa. Pienso en Jorge Semprún, que dijo que comprendió que para seguir viviendo tenía que olvidar (aunque olvidar pudiera parecer que era traicionar, ¿lo era?, ¿sentía él que lo era?). Estas semanas estoy pasando por Paiporta en metro, por la nueva estación, por la nueva vía. En Torrent hablo con mis alumnos. Allí también hubo muertos. Nadie lo olvida. Todos seguimos nuestra vida. Si sale el tema, intentamos alejarnos, coger distancia, verlo como algo muy pequeñito, que está muy lejos y casi no se distingue.

¿Es inútil tener un poco de esperanza? Muchas veces me dijo que sí. Muchas veces al día durante cada día. Y sin embargo todavía espero que llegue alguna buena noticia, algo que me haga ver que estoy equivocado, que es posible mantener un poco de esperanza. Para vivir hay que olvidar, pero para olvidar hay que superar las trampas que nos pone la conciencia cada día. Esa conciencia que siente que está traicionando a los que no están.  Leyendo sobre el suicidio de Primo Levi me encontré con una realidad terrible: los supervivientes se sienten culpables. Culpables por haber sobrevivido. Yo no me considero mejor que los otros. No creo en ninguna especie de castigo divino. No hice nada especial para sobrevivir. Tuve suerte. Punto. El día 29 de octubre de 2024 yo salí a trabajar y no hice nada que no hubiera hecho muchísimas veces, salí a trabajar como todos los días. Cogí el coche y me fui al instituto. Un año antes, mi instituto estaba en Utiel. Un año después mi instituto está en Torrent. El 29 de octubre del 2024 mi instituto estaba en Paterna.

El día 30 de octubre hice muchas llamadas a Utiel. Llamaba a mis compañeros del curso anterior. A algunos los localicé pronto. Otros no respondían. ¿Era solo un problema de cobertura? Había visto ese vídeo de mi calle, la calle donde había vivido, convertida en un río furioso. No conocía a muchos vecinos de mi finca (yo estaba alquilado, salía poco, los fines de semana volvía a Valencia), pero sabía que en la planta baja, la panadería donde compraba el pan, estaba completamente anegada. Mentalmente repasaba todas las tiendas de esa calle. Las conocía todas, como también conocía los bares y los negocios (la carnicería, el bazar, la zapatería…). Conocía a sus dueños. No mucho, solo como cliente habitual, pero me preguntaba si ellos estarían bien, aunque se hubieran quedado sin su tienda o su bar o su restaurante. Hay cosas que se pueden arreglar. Que cuesta mucho arreglar. La muerte no. En la tele daban cifras, muertos y desaparecidos. Yo les ponía nombres, posibles nombres. Supongo que siempre es lo mismo: si te enteras que ha habido un terremoto en Japón no sueles poner nombre a los muertos. Aquí los muertos eran, podían ser, compañeros míos, vecinos míos. Incluso un primo mío, me enteré después, que no vivía en Utiel, estaba allí aquel día por trabajo, y vio venir el agua pero pudo refugiarse en un lugar alto. Tuvo suerte. Unos tuvieron suerte y otros no. Punto.

Al final todos mis compañeros del instituto estaban bien. Algunos perdieron el coche, otros la casa, pero todos estaban vivos. Un amigo mío salió de Requena en coche antes de que el director mandara el mensaje que decía que se suspendían las clases, pero tuvo suerte, llegó a Utiel y volvió a Requena. Y en el camino de vuelta le pilló el agua. Se salvó por poco. Paso con el coche y ya no pudo pasar nadie detrás de él: un puente se había derrumbado. Tuvo suerte. No hizo nada especial. Solo tuvo suerte.

Yo también tuve suerte. Y mi mujer, que iba al gimnasio en Alfafar, también tuvo suerte. Mi hijo pequeño, que fue al instituto, como cualquier día, también tuvo suerte. Mi hijo mayor, que acababa de empezar en la universidad, no fue a clase. Yo escuché en la radio que las clases de la universidad se habían suspendido mientras iba en coche a Paterna. Cuando pude parar, le envié un mensaje a mi hijo mayor: “No vayas a la Facultad”, pero él ya se había enterado y no salió de casa. Llovía bastante cuando llegué a Paterna. Me mojé, aunque llevaba paraguas. Es lo que pasa cuando llueve bastante: los pies, las piernas, siempre te mojas aunque lleves paraguas. Pese a todo pasé la mañana en el instituto, como cualquier día. Pronto paró de llover y por la tarde estuve en casa. Y nos sonó la alarma a todos, a mí y a mis hijos, a los tres móviles a la vez. Y yo me quedé sorprendido, pero no sabía nada, no me enteré de nada, durante las horas en que la gente se ahogaba a muy pocos kilómetros de mi casa, porque mi casa está en el lado sur de Valencia, yo no me enteré de nada. No se fue la luz. No se escuchaban los helicópteros de rescate o de la policía. Ni tampoco sirenas. Era una tarde normal. Fue una noche normal. Y teníamos el agua al otro lado del nuevo cauce del Turia (eso fue lo que nos salvó: el dique del cauce). Y luego, cuando me enteré, cuando empezó a llegar la información (muy despacio), no me lo podía creer. No me lo podía creer.

Sé lo que es una riada, claro. Aquí en Valencia todos sabemos lo que es una riada. Pero lo que había pasado no era una riada. No era un desastre natural. El taxista me dijo que estaba hablando en la calle con su hermano y de repente tenían un riachuelo a los pies, un poco de agua, no demasiada. No llovía y les extrañó… ¿se está saliendo el barranco? “Mira que es grande…”. Y luego, de repente… ¿Cómo pudo pasar? ¿Cómo pudo ser que nadie les avisara? Todos somos culpables. Pero no todos somos igual de culpables. Algunos tenían una responsabilidad. Y si han fallado, si no han hecho nada de lo que tendrían que haber hecho, que se larguen, que se vayan a su casa. Casares Quiroga dimitió cuando empezó la Guerra Civil. Le sucedió Martínez Barrio y duró un día en el cargo. Si no puedes hacer nada, te vas. Si no has podido evitar que pasara lo que nunca tenía que haber pasado, te vas. Ten un poco de decencia y reconoce que no has estado a la altura… Y no, esto no sería suficiente, pero al menos sería algo.

A veces para seguir viviendo no hay más remedio que olvidar. Pero para poder olvidar antes se tiene que hacer justicia, al menos una parte de justicia. Y eso aún no ha pasado. Y uno tiene que olvidar para vivir pero no puede olvidar, y por tanto no puede vivir, o no puede vivir una vida en condiciones mínimas de ser vivida. Solo puede aguantar, arrastrarse sobre los minutos, las horas y los días, sobrevivir, y si no se cae, y si le levanta y camina es porque espera, cada día espera, que se haga justicia, que se empiece a hacer justicia, que se abra una pequeña grieta por donde entre la luz y el aire, que la vida nos devuelva una pequeña parte de lo que perdimos, una pequeña parte: con eso nos conformamos.

Yo he tenido suerte. Mi familia ha tenido suerte. No me canso de repetirlo. Los primeros días era una obsesión. Y cuando me llamaban por teléfono a mí, cuando mis amigos de otras partes de España me llamaban preocupados, entonces era lo primero que decía: He tenido suerte. Hemos tenido suerte. Siento que no puedo hablar por otros, por los que no han tenido suerte. No puedo quitarles las palabras que son suyas, no puedo quitarles el dolor que se agarra bien dentro y aguanta y aguanta y te come el corazón mientras tú aún estás respirando, mientras tú te contemplas a ti mismo, horrorizado, con las tripas abiertas y las manos llenas de sangre. No, les puedo comprender (en parte), pero no puedo hablar por ellos. Y cuando escribo esto siento que les estoy usurpando las palabras, y usurpando su silencio, porque su silencio también habla, aunque nadie escuche lo que dice. Porque para vivir hay que olvidar y olvidar siempre es una traición. Siempre: aunque no lo sea. Porque para ti lo es, porque tú sientes que lo es. Porque te dices: cómo puedo ir a trabajar, como puedo ver la tele, como puedo bajar a la calle y comprar el pan, como puedo hacer todo lo que tengo que hacer, esas cosas tan cotidianas y tan simples, sin traicionar a los muertos, a los que me gritan: aún no me han enterrado en paz. Aún no se ha hecho justicia.

Tengo que hablar. Tengo que hablar aunque sea porque otros no pueden hablar. Pero no diré que hablo en nombre de ellos, porque eso sería lo más sucio que podría hacer. Y, pese a todo, tengo que hablar, y tengo que contar lo que yo sé, lo que yo he vivido, lo que yo siento.

Todos somos culpables, pero hay unos más culpables que otros. Esto es como en Rebelión en la Granja: Todos los animales son iguales… ¿Os suena? Sí, eso esconde una trampa siniestra: si todos somos culpables, entonces nadie es culpable. Y no, de eso nada, eso es lo que quieren los más culpables, los que saben que son culpables, pero nunca lo confesarán, porque para eso tendrían que ser menos egoístas, menos hipócritas, más compasivos, mejores personas, en resumen. ¿Cómo hemos dejado que semejantes miserables, que semejante basura humana, controle nuestras vidas, decida nuestro destino? “El gobierno de los peores”, me dijo alguien. Y no solo aquí… En todas partes, en todo el mundo. O casi. Me decía ayer mismo una alumna: “Mi padre no quiere que vea las noticias, dice que son todas muy malas”. Le contesté que no todas, que de vez en cuanto alguna era buena. Sí, claro, intentaba ser optimista. Y una parte de mí gritó, gritó violentamente, gritó ferozmente… ¿Qué haces?, Y si tiene razón… Y si es mejor no saber, no ver, no sufrir… No, no se puede, ni se debe. Pero cómo vivir. Todos los días hay un montón de personas en las estaciones de la línea 1. Me contaba un compañero que cuando no funcionaba el Metro el tráfico era horrible. Quejarse del tráfico. Lo entiendo. A veces para seguir viviendo no hay más remedio que olvidar. Pero para poder olvidar antes se tiene que hacer justicia, al menos una parte de justicia.

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