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Poner nombre a los
muertos
Agosto
del 2025. Pillo un taxi para ir a la estación del AVE. Es un trayecto corto.
Hablo con el taxista. No sé cómo me dice que es de Paiporta. El tema es
inevitable. Aunque me resisto a hablar, noto que él sí que quiere hablar. Le
pregunto a quemarropa. Los primeros días cualquier pregunta era peligrosa,
hasta la pregunta más inocente era peligrosa: un “¿Y cómo estáis?” en un
encuentro casual con un amigo o un conocido en una calle, no era solo un “¿Y
cómo estáis?”, era algo que no tenía nada que ver con la cortesía o la buena
educación, era el miedo, era la angustia de una posible respuesta, lo que no se
quería saber pero lo que había que preguntar: ¿Ha muerto alguien de tu familia?
¿Ha muerto alguien que tú conocías, un amigo, un vecino…? Por eso, respuestas
como “He perdido el coche”, “he perdido la panadería”, se recibían con alivio,
con un alivio que no se manifestaba, por respeto, pero que, luego, cuando ya
estabas solo otra vez, te permitía soltar el aire (ese aire que habías retenido
dentro), desactivar el botón del pánico (cuya alarma sonaba estruendosamente en
tu cabeza) y darle una orden precisa a tus piernas: seguir caminando, no pasa
nada. Un coche se puede perder, un trabajo (aunque sea el trabajo de tu
familia, la panadería de tus padres y de los padres de tus padres) se puede
perder… Pero lo otro…, lo otro es… Solo imagínalo un momento. Imagina cómo fue.
Imagina que podía haber sido tu mujer, tus hijos, tus padres, tus amigos, o
cualquiera de esos compañeros de trabajo de los que no sabes casi nada, pero un
día dejas de ver y no sabes qué le ha pasado. No sabes si está en la lista. Los
primeros días, uno evitaba los encuentros. No quería preguntar. No quería
saber. Y ahora estoy en un taxi, y han pasado (dicen) muchos días, y no sé cómo
le hago la pregunta y el taxista me responde: “todavía tengo cicatrices en la
pierna. Estuve toda la noche abrazado a mi hermano, en la calle, con el agua
hasta el cuello, no nos podíamos mover y los contenedores nos golpeaban. Tenía
heridas por todos lados. Cuando llegamos a casa nuestra madre estaba muerta”. Y
lo dice así, de un tirón, mientras conduce, mientras ya estamos llegando a la
estación. “Perdí el taxi, éste es nuevo. El otro no sé dónde está. Me dijeron
que lo habían encontrado, a los cuatro días, pero yo no fui a buscarlo, con lo
de mi madre…”. No sé cómo puede decir algo tan horrible con esa tranquilidad,
porque eso es lo que aparenta: tranquilidad.
“¿Y
qué vas a hacer? Hay que seguir viviendo”, me dirá alguien después, cuando le
cuento mi conversación con el taxista. Sí, claro, hay que seguir
viviendo… ¿Pero cómo se puede seguir viviendo? Cuando por fin sale el sol,
cuando por fin baja el agua, cuando por fin te puedes mover, tienes que pasar
por calles con “muertos en los coches” (su hermano, me decía el taxista, le
preguntaba: “¿Y qué hacemos?”, “nada”, contestaba él, “ir a casa, no podemos
hacer nada”), cuando el frío deja paso al dolor físico (las heridas de las
piernas), entonces consigues llegar a tu casa y te encuentras a tu madre…
¿Dónde? ¿En qué parte de lo que era tu casa? El agua se ha ido, pero queda el
fango, ¿cómo sacas su cuerpo? Me gustaría que cierto miserable se molestara en
escuchar a las víctimas. Solo eso, escuchar a las víctimas. Y ponerse en su
piel por un minuto. Solo por un minuto. Supongo que es pedir demasiado…
Llego
a la estación. Pago al taxista. Qué puedo decirle. Me despido de él. No sé ni
su nombre. Para mí es un héroe. Simplemente por seguir viviendo. Yo no sé si
podría. Pienso en Primo
Levi, desde luego, que no quiso olvidar y quiso contarlo. Y
luego se tiró por el hueco de la escalera de su casa. Pienso en Jorge Semprún, que
dijo que comprendió que para seguir viviendo tenía que olvidar (aunque olvidar
pudiera parecer que era traicionar, ¿lo era?, ¿sentía él que lo era?). Estas
semanas estoy pasando por Paiporta en metro, por la nueva estación, por la
nueva vía. En Torrent hablo con mis alumnos. Allí también hubo muertos. Nadie
lo olvida. Todos seguimos nuestra vida. Si sale el tema, intentamos alejarnos,
coger distancia, verlo como algo muy pequeñito, que está muy lejos y casi no se
distingue.
¿Es
inútil tener un poco de esperanza? Muchas veces me dijo que sí. Muchas veces al
día durante cada día. Y sin embargo todavía espero que llegue alguna buena
noticia, algo que me haga ver que estoy equivocado, que es posible mantener un
poco de esperanza. Para vivir hay que olvidar, pero para olvidar hay que
superar las trampas que nos pone la conciencia cada día. Esa conciencia que
siente que está traicionando a los que no están. Leyendo sobre el
suicidio de Primo Levi me encontré con una realidad terrible: los
supervivientes se sienten culpables. Culpables por haber sobrevivido. Yo no me
considero mejor que los otros. No creo en ninguna especie de castigo divino. No
hice nada especial para sobrevivir. Tuve suerte. Punto. El día 29 de octubre de
2024 yo salí a trabajar y no hice nada que no hubiera hecho muchísimas veces,
salí a trabajar como todos los días. Cogí el coche y me fui al instituto. Un
año antes, mi instituto estaba en Utiel. Un año después mi instituto está en
Torrent. El 29 de octubre del 2024 mi instituto estaba en Paterna.
El
día 30 de octubre hice muchas llamadas a Utiel. Llamaba a mis compañeros del
curso anterior. A algunos los localicé pronto. Otros no respondían. ¿Era solo
un problema de cobertura? Había visto ese vídeo de mi calle, la calle donde
había vivido, convertida en un río furioso. No conocía a muchos vecinos de mi
finca (yo estaba alquilado, salía poco, los fines de semana volvía a Valencia),
pero sabía que en la planta baja, la panadería donde compraba el pan, estaba
completamente anegada. Mentalmente repasaba todas las tiendas de esa calle. Las
conocía todas, como también conocía los bares y los negocios (la carnicería, el
bazar, la zapatería…). Conocía a sus dueños. No mucho, solo como cliente
habitual, pero me preguntaba si ellos estarían bien, aunque se hubieran quedado
sin su tienda o su bar o su restaurante. Hay cosas que se pueden arreglar. Que
cuesta mucho arreglar. La muerte no. En la tele daban cifras, muertos y
desaparecidos. Yo les ponía nombres, posibles nombres. Supongo que siempre es
lo mismo: si te enteras que ha habido un terremoto en Japón no sueles poner
nombre a los muertos. Aquí los muertos eran, podían ser, compañeros míos,
vecinos míos. Incluso un primo mío, me enteré después, que no vivía en Utiel,
estaba allí aquel día por trabajo, y vio venir el agua pero pudo refugiarse en
un lugar alto. Tuvo suerte. Unos tuvieron suerte y otros no. Punto.
Al
final todos mis compañeros del instituto estaban bien. Algunos perdieron el
coche, otros la casa, pero todos estaban vivos. Un amigo mío salió de Requena
en coche antes de que el director mandara el mensaje que decía que se
suspendían las clases, pero tuvo suerte, llegó a Utiel y volvió a Requena. Y en
el camino de vuelta le pilló el agua. Se salvó por poco. Paso con el coche y ya
no pudo pasar nadie detrás de él: un puente se había derrumbado. Tuvo suerte.
No hizo nada especial. Solo tuvo suerte.
Yo
también tuve suerte. Y mi mujer, que iba al gimnasio en Alfafar, también tuvo
suerte. Mi hijo pequeño, que fue al instituto, como cualquier día, también tuvo
suerte. Mi hijo mayor, que acababa de empezar en la universidad, no fue a
clase. Yo escuché en la radio que las clases de la universidad se habían
suspendido mientras iba en coche a Paterna. Cuando pude parar, le envié un
mensaje a mi hijo mayor: “No vayas a la Facultad”, pero él ya se había enterado
y no salió de casa. Llovía bastante cuando llegué a Paterna. Me mojé, aunque
llevaba paraguas. Es lo que pasa cuando llueve bastante: los pies, las piernas,
siempre te mojas aunque lleves paraguas. Pese a todo pasé la mañana en el
instituto, como cualquier día. Pronto paró de llover y por la tarde estuve en
casa. Y nos sonó la alarma a todos, a mí y a mis hijos, a los tres móviles a la
vez. Y yo me quedé sorprendido, pero no sabía nada, no me enteré de nada,
durante las horas en que la gente se ahogaba a muy pocos kilómetros de mi casa,
porque mi casa está en el lado sur de Valencia, yo no me enteré de nada. No se
fue la luz. No se escuchaban los helicópteros de rescate o de la policía. Ni
tampoco sirenas. Era una tarde normal. Fue una noche normal. Y teníamos el agua
al otro lado del nuevo cauce del Turia (eso fue lo que nos salvó: el dique del
cauce). Y luego, cuando me enteré, cuando empezó a llegar la información (muy
despacio), no me lo podía creer. No me lo podía creer.
Sé lo
que es una riada, claro. Aquí en Valencia todos sabemos lo que es una riada.
Pero lo que había pasado no era una riada. No era un desastre natural. El
taxista me dijo que estaba hablando en la calle con su hermano y de repente
tenían un riachuelo a los pies, un poco de agua, no demasiada. No llovía y les
extrañó… ¿se está saliendo el barranco? “Mira que es grande…”. Y luego, de
repente… ¿Cómo pudo pasar? ¿Cómo pudo ser que nadie les avisara? Todos somos
culpables. Pero no todos somos igual de culpables. Algunos tenían una
responsabilidad. Y si han fallado, si no han hecho nada de lo que tendrían que
haber hecho, que se larguen, que se vayan a su casa. Casares Quiroga dimitió
cuando empezó la Guerra Civil. Le sucedió Martínez Barrio y duró un día en el
cargo. Si no puedes hacer nada, te vas. Si no has podido evitar que pasara lo
que nunca tenía que haber pasado, te vas. Ten un poco de decencia y reconoce
que no has estado a la altura… Y no, esto no sería suficiente, pero al menos
sería algo.
A
veces para seguir viviendo no hay más remedio que olvidar. Pero para poder
olvidar antes se tiene que hacer justicia, al menos una parte de justicia. Y
eso aún no ha pasado. Y uno tiene que olvidar para vivir pero no puede olvidar,
y por tanto no puede vivir, o no puede vivir una vida en condiciones mínimas de
ser vivida. Solo puede aguantar, arrastrarse sobre los minutos, las horas y los
días, sobrevivir, y si no se cae, y si le levanta y camina es porque espera,
cada día espera, que se haga justicia, que se empiece a hacer justicia, que se
abra una pequeña grieta por donde entre la luz y el aire, que la vida nos
devuelva una pequeña parte de lo que perdimos, una pequeña parte: con eso nos
conformamos.
Yo he
tenido suerte. Mi familia ha tenido suerte. No me canso de repetirlo. Los
primeros días era una obsesión. Y cuando me llamaban por teléfono a mí, cuando
mis amigos de otras partes de España me llamaban preocupados, entonces era lo
primero que decía: He tenido suerte. Hemos tenido suerte. Siento que no puedo
hablar por otros, por los que no han tenido suerte. No puedo quitarles las
palabras que son suyas, no puedo quitarles el dolor que se agarra bien dentro y
aguanta y aguanta y te come el corazón mientras tú aún estás respirando,
mientras tú te contemplas a ti mismo, horrorizado, con las tripas abiertas y
las manos llenas de sangre. No, les puedo comprender (en parte), pero no puedo
hablar por ellos. Y cuando escribo esto siento que les estoy usurpando las
palabras, y usurpando su silencio, porque su silencio también habla, aunque
nadie escuche lo que dice. Porque para vivir hay que olvidar y olvidar siempre
es una traición. Siempre: aunque no lo sea. Porque para ti lo es, porque tú
sientes que lo es. Porque te dices: cómo puedo ir a trabajar, como puedo ver la
tele, como puedo bajar a la calle y comprar el pan, como puedo hacer todo lo
que tengo que hacer, esas cosas tan cotidianas y tan simples, sin traicionar a
los muertos, a los que me gritan: aún no me han enterrado en paz. Aún no se ha
hecho justicia.
Tengo
que hablar. Tengo que hablar aunque sea porque otros no pueden hablar. Pero no
diré que hablo en nombre de ellos, porque eso sería lo más sucio que podría
hacer. Y, pese a todo, tengo que hablar, y tengo que contar lo que yo sé, lo
que yo he vivido, lo que yo siento.
Todos
somos culpables, pero hay unos más culpables que otros. Esto es como en
Rebelión en la Granja: Todos los animales son iguales… ¿Os suena? Sí, eso
esconde una trampa siniestra: si todos somos culpables, entonces nadie es
culpable. Y no, de eso nada, eso es lo que quieren los más culpables, los que
saben que son culpables, pero nunca lo confesarán, porque para eso tendrían que
ser menos egoístas, menos hipócritas, más compasivos, mejores personas, en
resumen. ¿Cómo hemos dejado que semejantes miserables, que semejante basura
humana, controle nuestras vidas, decida nuestro destino? “El gobierno de los
peores”, me dijo alguien. Y no solo aquí… En todas partes, en todo el mundo. O
casi. Me decía ayer mismo una alumna: “Mi padre no quiere que vea las noticias,
dice que son todas muy malas”. Le contesté que no todas, que de vez en cuanto
alguna era buena. Sí, claro, intentaba ser optimista. Y una parte de mí gritó,
gritó violentamente, gritó ferozmente… ¿Qué haces?, Y si tiene razón… Y si es
mejor no saber, no ver, no sufrir… No, no se puede, ni se debe. Pero cómo
vivir. Todos los días hay un montón de personas en las estaciones de la línea
1. Me contaba un compañero que cuando no funcionaba el Metro el tráfico era
horrible. Quejarse del tráfico. Lo entiendo. A veces para seguir viviendo no
hay más remedio que olvidar. Pero para poder olvidar antes se tiene que hacer
justicia, al menos una parte de justicia.
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