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Juan
Gaitán, 19 de julio de 2025, farodevigo.es
El ilegal
Pidió
prestado el dinero para el viaje a su maestro, Miguel Torres, el hombre que le
enseñó a trabajar el metal. La mayor parte del dinero se la dejó a su mujer
para que pudiese ir tirando hasta que cambiase la suerte. Después de pagar el
billete de tren le quedaron tan solo unas pocas monedas que nada más alcanzaron
para una semana de pensión y un paquete de tabaco. Sin
papeles, sin saber el idioma, solo en una ciudad extraña a más de mil
setecientos kilómetros de su casa, Manuel iba a buscarse la vida con los
bolsillos vacíos.
Pasó días
sin comer, buscando por todas partes hasta que le dijeron que en tal sitio
necesitaban a alguien que supiese trabajar con un torno. Nunca entendió muy
bien qué providencia le ayudó a llegar hasta el sitio en cuestión desconociéndolo
todo, pero lo hizo y por señas pidió el trabajo. Le dieron unos planos, unas
herramientas, el material necesario. Con la cabeza dándole vueltas por el
hambre hizo la pieza requerida y consiguió el puesto.
El ilegal trabajó, aprendió el idioma (los idiomas, en realidad), hizo
vida monacal, ahorró todo lo que podía para enviarlo a casa, a su casa, a la orilla del sur desde la que
había salido, allí donde había quien le esperaba. Pasó frío, tuvo miedo, estuvo
enfermo sin que nadie pudiera cuidarle, darle consuelo, preguntarle «¿estás
mejorcito?», con la dulzura de los diminutivos.
Cuando tuvo lo suficiente para poder salir adelante, dar la entrada de
un pisito (una fastuosa mansión de sesenta y ocho metros cuadrados en un barrio
humilde donde criar a sus cuatro hijos), decidió volver. No se hacía a otro
horizonte que el del rebalaje, a otra luz, a otros vientos, a otros acentos. Regresó tan ilegal como se fue,
sin haber hecho más que quitarse el hambre y la miseria.
Años más tarde, cuando el alzhéimer le arrasó la memoria, lo único que
le quedó fue el recuerdo de aquella ciudad donde había sido ilegal, a la que
seguía viendo cuando miraba por la ventana del hospital, y se pasaba las horas
explicando: «Mira, mira. Allí, en aquella esquina, es donde compro el chocolate
y el tabaco, y allí, en la otra acera, un poco más adelante, donde me tomo el
café». Y luego me rebuscaba en los bolsillos unas monedas para dárselas a su
mujer, preocupado siempre de que tuviera lo necesario para vivir.
No sé qué diría ahora, viendo todo este horror de salir a cazar al
inmigrante en una tierra que si algo dio fueron emigrantes. Daría más de lo que tengo por sentarme a
tomar un café con Manuel y que me contara otra vez el dolor que sentía cuando
le llamaban cochon (‘cerdo’) solo por ser
de otra parte. Manuel, el ilegal. Mi padre
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