Cuando
se deja de creer en la prensa, no se calla el poder, se refuerza
Eva
Maldonado, 13 de mayo de 2025, diario16plus.com
Decir
que “no me creo nada” puede sonar a escepticismo lúcido. Pero si se abandona
por completo la confianza en el periodismo, lo que queda es ruido, manipulación
y la ley del más fuerte. La crítica no debe volverse ceguera.
Vivimos
en un momento paradójico: nunca antes habíamos tenido acceso a tanta
información, a tantas fuentes, a tantos datos para intentar comprender el
mundo… y, sin embargo, una parte creciente de la sociedad ha dejado de confiar
en quienes se dedican profesionalmente a informarla. Frases como "todos
los medios mienten" se han convertido en eslóganes cotidianos, repetidos
en redes sociales, foros digitales y conversaciones privadas, donde la
desconfianza se comparte, se refuerza y se extiende.
Esta
desafección no es un fenómeno anecdótico. Es un síntoma profundo de la crisis
de confianza institucional, de una saturación de contenidos que no siempre
ayudan a entender y, sobre todo, del auge de un relativismo extremo que
cuestiona incluso la posibilidad de que algo sea objetivamente cierto. Ya no se
discute tanto sobre qué es verdad, sino sobre si acaso existe algo que lo sea.
Y en ese terreno, resbaladizo y emocional, es fácil que triunfe una forma de
escepticismo total: “todo está manipulado”, “todos los medios obedecen a
intereses”, “mejor no creerse nada”.
Este
tipo de actitud, aunque comprensible, es también profundamente peligrosa. No
solo por caer en una generalización injusta, sino porque borra la diferencia
fundamental entre hechos, opiniones e interpretaciones. Al hacerlo, no solo nos
volvemos más desconfiados, sino también más desorientados. Y en ese vacío,
ganan otros.
Desconfiar
de todo no nos hace más libres, sino más manejables
Es
legítimo cuestionar a los medios. De hecho, es necesario. Exigir rigor,
pluralidad, responsabilidad y transparencia es un derecho democrático. Pero
afirmar que todos mienten, que todos manipulan por igual, es no querer distinguir.
Y cuando se renuncia a distinguir, se renuncia a pensar. Porque si nada es
creíble, todo es igual de irrelevante. Y si todo es irrelevante, cualquiera
puede imponer su versión.
¿Quién
se beneficia de ese clima de sospecha permanente? Desde luego, no la
ciudadanía. Ganan, por ejemplo, los poderes políticos y económicos que
prefieren operar sin el incómodo escrutinio público. Si nadie cree en la
prensa, nadie investiga, nadie denuncia, nadie exige rendición de cuentas. El
silencio informativo no incomoda al poder: lo protege.
También
ganan quienes alimentan la desinformación. Los creadores de bulos, los gurús
del vídeo viral, los que venden teorías de la conspiración disfrazadas de
“verdades ocultas”. Esos actores prosperan cuando los medios pierden
legitimidad, porque ocupan el espacio dejado por la prensa desacreditada. Pero
a diferencia del periodismo, no responden ante ningún código ético, ni
rectifican, ni se hacen responsables. Solo buscan mantener cautiva a una
audiencia fiel, indignada y crédula.
Y en
tercer lugar, ganan las grandes plataformas digitales, cuyo negocio se basa en
la polarización. Sus algoritmos no promueven contenidos veraces, sino los que
generan más clics, reacciones o conflicto. Por eso, cuanto más dudamos de los
medios y más confiamos en el vídeo que “nadie quiere que veas”, más crecen
ellas, y más pierden los hechos contrastados.
No todo
es mentira: los hechos siguen existiendo
Conviene
recordarlo con claridad: no todo es mentira. No todos los medios manipulan. No
todo lo que circula es falso. Siguen existiendo datos objetivos, hechos
contrastables, periodismo riguroso y profesionales que hacen su trabajo con
ética, en condiciones cada vez más difíciles: "Dato mata relato".
Decir
que “todo está comprado” o “ya no se puede creer en nada” no es pensamiento
crítico: es pereza disfrazada de lucidez. Porque el verdadero pensamiento
crítico implica esfuerzo: contrastar fuentes, leer con atención, distinguir
entre información y opinión, y asumir que, a veces, los hechos contradicen
nuestras creencias.
Cuando
se informa que una ley ha sido aprobada con cierta votación, eso no es una
interpretación: es un dato verificable. Cuando un organismo científico publica
cifras sobre cambio climático, eso no es ideología: es resultado de una
medición técnica. El mundo está lleno de hechos, y aunque puedan ser
interpretados desde distintas perspectivas, no desaparecen solo porque el
entorno esté polarizado.
Es
cierto que los medios cometen errores, que hay líneas editoriales discutibles,
que existen sesgos. Pero nada de eso justifica tirar por la borda el valor del
periodismo en su conjunto. Lo importante no es creer sin cuestionar, sino
aprender a discriminar entre medios serios y fuentes dudosas, entre lo
contrastado y lo emocionalmente manipulador.
Porque
cuando decimos que todos los medios mienten, en el fondo estamos bajando los
brazos. Estamos renunciando a buscar la verdad, a informarnos mejor, a
construir una conversación pública basada en hechos. Lo que queda entonces no
es una sociedad más libre, sino más ruidosa, más volátil, más vulnerable. Y
ahí, el que tiene más poder, más dinero o más altavoz, impone su relato.
Confiar en los hechos no es ingenuidad: es una necesidad democrática. Sin
verdad compartida, solo queda ruido. Y en el ruido, no gana quien tiene razón.
Gana quien grita más fuerte.
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