domingo, 19 de diciembre de 2021

De particular a particular

 

De particular a particular

 

04/03/2012 00:00

Todavía hay quien supone que fumar en pipa le convierte en intelectual. Es una presunción ilimitada ahora que hay individuos que desean ser amortajados en chándal. Es como si hubiesen pasado siglos desde que la última voluntad de algunos consistió en ser enterrados con hábito de ermitaño. Incluso hubo un tiempo en que los adolescentes leían a escondidas y eso les llevaba a aspirar a ser Robinson Crusoe o Sherlock Holmes, vivir en la copa de un árbol, navegar por mares remotos o indagar los grandes misterios del universo. Entonces fumar en pipa era un atributo de hombres pensativos, un poco solitarios, digamos que artistas. Fumaban en pipa algunos profesores, en muestra de una capacidad reflexiva que no estaba al alcance de la masa adolescente que a lo sumo consumía cigarrillos rubios en los lavabos del patio de recreo. La pipa era indicativo de madurez, de ciertas cualidades mentales, de un ser muy a su modo sereno e inteligente.

¿Cómo soñar sin leer? Al leer uno encontraba el camino para desear ser el capitán Nemo, héroe templario, centurión romano o explorador de fosas volcánicos sin fondo. En algún momento aparecían las ideas, las formas de conocimiento y la experiencia leída de lo que es historia. Pasábamos, es un decir, de Peter Pan a Julio César. Leíamos unas primeras biografías y algunos textos accesibles sobre el pasado de Grecia y Roma, sobre Carlos V o Lincoln. Uno navegaba por el Amazonas en canoa y se oía el chasquido de los cocodrilos deslizándose en busca de su presa. Descubrimos que había seres desgraciados habitando entre las gárgolas de Notre Dame. Y así fuimos siendo lo que teníamos que ser. La lectura algo tiene que ver con la cuestión del sentido de la vida. También tiene que ver con la madurez sobre todo si la alternativa no es otra que el infantilismo de la PlayStation.

A lo mejor nos indujo a leer un profesor que fumaba en pipa. Eso es: la pasión de leer casi siempre sería una transferencia de particular a particular. De padre a hijo, de hermana a hermano, de un profesor a un alumno. Estas cosas funcionan poco si se quieren hacer por aspersión, como lanzando nubes de sustancia fertilizadora desde una avioneta de vuelo bajo. Es por la misma razón que en una biblioteca solo son fundamentales los libros, en su mayor abundancia, nunca excesiva, y el silencio. Lo que se llaman actividades paralelas son una pérdida de tiempo y dinero. Son el peaje de lo lúdico. La lectura, por contra, es la gran paradoja de algo perfectamente serio y a la vez profundamente divertido.

Del fracaso de nuestro sistema educativo uno de los rasgos más grotescos es que no haya sido capaz de explicar a los alumnos que el pequeño esfuerzo que representa ponerse a leer un libro tiene grandes compensaciones en relativamente poco tiempo. Son compensaciones que pueden durar una vida. Tienen un valor vital y espiritual, pero también utilitario, como haber memorizado la tabla de multiplicar. En tediosas sesiones de clase de aritmética la repetición con sonsonete de las tablas de multiplicar grababa en nuestra memoria, por un elemental efecto mnemotécnico, el dos por dos son cuatro, seguramente hasta la fecha de hoy. A veces uno duda sobre el siete por ocho o el seis por nueve pero no hasta el punto de tener que recurrir a una calculadora. No creo que tuviéramos muchos otras cosas que hacer en aquellos años de preadolescencia. El tiempo dedicado a memorizar las tablas de multiplicar era un tiempo muy bien aprovechado. Tanto como buscar palabras en el diccionario o ubicar la Patagonia en un atlas. Luego vendrían el álgebra, traducir del latín, el placer de redactar o comprender que el pensamiento podía organizarse en sistemas.

No es que en los años cincuenta fuésemos una gran generación de lectores. Saldrían uno o dos por clase. Eso ya es mucho, pero también es importante que el resto quedase en igualdad de condiciones, sabiendo leer, con un vocabulario más amplio que el actual y, dicho sea de paso, con nociones ortográficas y caligráficas más sólidas que las que depara un sistema muchísimo más caro, de más duración y universalidad. Algunos quizás se lo deban a un profesor de gramática que fumaba en pipa y tenía la capacidad de sugerir el significado perenne de la lectura. De particular a particular. Tal vez nos hiciera leer el viaje de la balsa Kon-tiki, el diario de Anna Frank, La isla del tesoro o aquella colección de cuando los grandes hombres eran niños. Luego atinamos a leer unos primeros poemas, un poco como quien entra a tientas y a ciegas en la cueva del tesoro.

Hoy vemos pasar los autobuses y la figura de alguien con la cabeza inclinada sobre un libro tiene trazos de estampa antigua. Tantas reformas educativas, tantos planes de estudio y lectura para que todos leamos menos. Han fracasado incluso los métodos de lectura que pretendían saltarse lo que se consideraban prácticas pedagógicas obsoletas y que haría falta reinstaurar ipso facto. Nos ha ido fallando aquel buen profesor que fumaba en pipa.

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