¡A mí, las legiones!
El Ejército romano es el centro de tres estupendas novelas de muy distinto estilo, protagonizadas todas por centuriones
No se debe soltar una ventosidad en una testudo. La frase no es del gran Vegecio, el autor latino del clásico Compendio de técnica militar
(Cátedra), en el que uno puede aprenderlo todo sobre las legiones,
incluso el manejo de una carrobalista o dónde colocar a los arqueros
novatos -decisión fundamental-. El que formula esa inapelable sentencia
sobre lo inapropiado (e insolidario) de la flatulencia en el cerrado
ambiente de la tortuga, la célebre formación táctica de los soldados
romanos, es un curtido oficial de Centurión (Edhasa), la nueva
novela de Simon Scarrow, que transcurre durante las guerras contra los
partos en el siglo I, con Claudio de emperador. Ese tono naturalista,
cuartelero, de guerra de verdad, vamos, con sangre que salpica, ¡chof!,
hasta al lector y gritos como los que pueden resonar en cualquier campo
de batalla ("¡vamos, chicos, acabad con esos cabrones partos!"), es el
que distingue en buena medida la serie sobre las legiones de Scarrow y
el que le ha proporcionado el éxito de que goza. El contraste no puede
ser mayor con otra novela de romanos que acaba de aparecer, El águila de la Novena Legión
(Plataforma Editorial), de Rosemary Sutcliff, también estupenda y de
ágil lectura pero insuflada de un lirismo y una delicadeza notables (el
marchitarse de una rosa, el vuelo de un martín pescador), especialmente
en lo referente a las relaciones humanas y al paisaje. Una tercera
novela del género que merece ser destacada con las otras dos es César, las cenizas de la República (Edhasa), en la que un autor veterano como es Gisbert Haefs (el autor de Aníbal),
recrea con sus característicos sentido del humor y atención minimalista
al detalle las campañas de César en Galia y Egipto desde el punto de
vista de un veterano que se reengancha con el gran Julio en funciones
de... cocinero.
Cato, Aquila y Aurelio sirven los tres bajo las águilas, pero su carácter y sus aventuras son muy diferentes
Vayamos por orden: primero los manípulos de Scarrow. En Centurión, octava entrega de la serie, encontramos al protagonista, Quinto Licinio Cato, al que hemos seguido desde que era un bisoño optio hijo de liberto en El águila del Imperio
(aquí llega a prefecto interino de la segunda cohorte auxiliar iliria,
que ya es cargo), y a su camarada de armas, el doblemente coriáceo
centurión primipilus Macro, metidos en un notable fregado en
Oriente. Deben conducir una avanzadilla casi suicida hasta Palmira para
apoyar allí a los sitiados aliados de Roma contra los rebeldes y el
ejército parto que los apoya. Dado que los refuerzos los comanda un
altivo aristócrata que detesta a nuestros hombres -"sois prescindibles",
les espeta en el más característico tono de hazañas bélicas-, las pasan
canutas. Las marchas, contramarchas, asedios, asaltos, batallas y
escabechinas abundan. Son mucho más frecuentes, como cabe imaginar, que
las escenas de amor, que también las hay: Cato vuelve a enamorarse y la
cosa va en serio. El realismo bélico, pura escuela Bernard Cornwell, es
estremecedor y alcanza límites gore pocas veces vistos en la
narrativa histórica. A un soldado se lo sentencia a muerte y sus
camaradas lo ejecutan a palos; le rompen todas las extremidades y el
cráneo: "Había huesos y sesos desparramados por la arena en un revoltijo
de color granate grisáceo". Cato (y el lector) traga bilis ante el
espectáculo, pero luego elimina a un enemigo clavándole la espada con
gran profesionalidad: "La hoja atravesó diagonalmente el cuello del
oficial, le rompió la clavícula y se detuvo al alcanzar su espina
dorsal". Es un golpe clásico, pero duele. Las flechas repiquetean con
realismo en los escudos o atraviesan la carne con un ruido "sordo y
húmedo". La ventaja de meterse con Scarrow en las filas de los
legionarios es que se ven cosas que no aparecen en Tácito o Amiano
Marcelino: varios romanos caen por fuego amigo, a otros,
malheridos, los despacha piadosamente el cirujano de la cohorte
abriéndoles una vena -eutanasia sobre el terreno: puro Salvar al soldado Publio-
y una chica patricia confiesa que sufría malos tratos de su marido,
apellidado justamente Porcino. Técnicamente, Scarrow, un hombre que sin
duda ha oído marchar a las legiones, "el crujido sordo de miles de botas
claveteadas cruzando el desierto", es intachable. Véase si no cómo
describe el funcionamiento del onagro, la carga de los catafractos o la
ejecución del "tiro parto", que tanto hace sufrir a las legiones. La
acción, además, la borda.
Rosemary Sutcliff (1920-1992) era hija de un oficial naval británico y
ganó un enorme prestigio con sus novelas históricas especialmente las
ambientadas en la Britania romana y de la edad oscura (artúrica). El águila de la Novena Legión parte del enigma histórico de la desaparición sin dejar ni rastro de la IX Legión Hispana
-perdida, según algunas fuentes, en las nieblas escocesas- para
construir con verdaderas gracia y sensibilidad una emocionante,
conmovedora y muy romántica ficción (que, curiosamente, ¡está entre las
novelas favoritas de Scarrow!). El hallazgo real de una pequeña águila
de bronce en Silchester como la que coronaba los estandartes romanos le
sirvió a Sutcliff de inspiración para imaginar la aventura de Marco
Flavio Aquila (sic), un joven ex centurión de la época de
Adriano, inválido por heridas de guerra (la propia escritora padecía una
enfermedad crónica que la postró en silla de ruedas), en pos de la
preciada insignia de la legión de su padre. Marco sufre la doble
humillación de su baja forzosa de las legiones y la deshonra de la
unidad de su progenitor, maldecida por Buodica y cuya sagrada águila ha
caído 12 años antes en manos de los bárbaros en la frontera más
septentrional del imperio. Acompañado por un guerrero brigante ex
gladiador con el que ha trabado amistad, el romano (enamorado de una
sabidilla muchacha icenia) se interna en el territorio más allá del muro
y realiza su peligrosa pesquisa entre las tribus indómitas camuflado de
curandero.
El somero argumento -añádase que el romano ha criado un lobo:
Sutcliff tenía dos chihuahuas- no hace justicia a esta hermosa novela en
la que Sutcliff puede detener la mirada sobre un nido de vencejo en el
alero de un fuerte romano o sobre los serbales en flor que llenan el
aire de aroma a miel. Hay acción, por supuesto, incluso un ataque de
carros britanos y una vertiginosa persecución; también se forma la testudo
-aunque aquí la novela está presidida por la nostalgia de la fragancia
de las rosas y no por el hedor de los cuerpos en el matadero del
combate-. Pero domina un tono pausado, una melancolía que se pega al
relato como el musgo a las viejas piedras de Eburacum, donde penan los
fantasmas de la legión perdida. En Sutcliff no hay como en Scarrow
sangre a espuertas ni heridas atroces; la guerra, el combate, quedan
como asuntos evanescentes, espectrales, subordinados a las reglas
canónicas del género de aventuras: la búsqueda, el viaje, los peligros,
la transformación del protagonista (que, cosa notable, no mata a nadie).
En lugar de la moderna imagen brutal de la antigüedad -la de Scarrow,
Cornwell, Gladiator o la serie Roma- El águila de la Novena Legión
plasma un mundo lleno de sutileza y humanidad en el que las diferencias
entre los pueblos no son mayores que, como argumenta un personaje, las
que hay, de diseño, entre la funda de una daga romana y el umbo de un
escudo britano.
Si el mundo antiguo de Sutcliff es esencialmente limpio, elemental e
inocente, el de Haefs está envuelto en la intriga, el cuchicheo, la
violencia, la ambición y la corrupción espesadas por la política. Su César
nos presenta una república romana agónica en la que los grandes
personajes de la historia medran como peligrosos trileros de lujo. No
obstante, el protagonista es un hombre honesto, Quinto Aurelio, un
veterano centurión retirado -por lesión como Aquila: un galo le cortó el
tendón de Aquiles- que se ha convertido en cocinero (todo un Ferran
Adrià con toga que hace maravillas con los lirones) y regenta un
restaurante, el Contubernium, en la carretera a Tusculum. A
nuestro hombre le meten a la fuerza en una conspiración y le envían a
espiar a su antiguo patrono, César, a la Galia. Llega en plena revuelta
de Vercingétorix y Julio, que conoce a las personas y necesita
profesionales sólidos, pronto cambia sus servicios gastronómicos
devolviéndolo a su condición de soldado (evocatus) en calidad
de prefecto. Haefs nos hace vivir así, desde la perspectiva del curioso
personaje, que lo teme y admira, las vicisitudes de César, y nos cuela
en los consejos de guerra o en el baño de Cleopatra, flexible señora de
todas las serpientes. La descripción que hace del dictador es fenomenal:
vital, inteligente, resolutivo, valiente, con mirada de gavilán; el
lector se le rinde no menos que Alesia.
Una de las gracias de la historia es que el novelista emplea como
personaje al poeta Catulo, que va de pinche de Aurelio. Como es
habitual, Haefs adoba su relato con detalles económicos, sociales o
sexuales. A Mamurra, oficial de César, lo llaman en la novela, por su
promiscuidad, El Rabo: es cierto, Catulo lo denominaba directamente mentula,
"polla"; Marco Antonio huele a vino; un aliado galo muestra cómo se
limpiaba uno el trasero en los retretes de las legiones con hojas que se
disponían al efecto en cestas de mimbre... Pura antigüedad vivida. -
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