Turismofobia: el mal
de la globalización
José
Antequera, 20 de octubre de 2024, diario16plus.com
En Barcelona, en Valencia, en Mallorca, en
Málaga y Sevilla, en todo el país, barrios y pueblos enteros se encuentran en
pie de guerra contra el molesto y odiado turista, convertido en el nuevo
enemigo público número 1. El verano fue prolífico en protestas y
manifestaciones ciudadanas. Los vecinos han dicho basta ya a un fenómeno, el de
la masificación turística, que va camino de convertirse en un grave problema de
convivencia social. La globalización de un planeta transformado en casi una
aldea ha traído como consecuencia el flujo constante de millones de personas,
gente en permanente viaje y movimiento en busca del destino soñado. Nunca antes
había habido tanto turismo como ahora, sobre todo en España, potencia mundial
del sector que en los primeros seis meses de este año ha recibido la friolera
de 53 millones de visitantes (con un gasto de 71.000 millones de euros),
superando ampliamente la población del país. Los empresarios e inversores se
frotan las manos, pero también cunde la preocupación ante la posibilidad de que
lleguemos a un punto de no retorno, de sobreexplotación, y terminemos por matar
la gallina de los huevos de oro. ¿Turismo de calidad y regulado o turismo a
mansalva y sin control con los consiguientes efectos perniciosos para las zonas
saturadas? El debate está servido.
Vivimos en la era de la información y del
turismo y cualquier persona puede plantarse en el otro extremo del mundo en
apenas unas horas para cambiar el tedio de la oficina y la rutina de su vida
por un chapuzón idílico con mojito en una playa paradisíaca del Caribe,
Tailandia o la Polinesia. El turismo es cultura, conocimiento, ocio, industria
floreciente, negocio y hermanamiento de gentes y sociedades, entre otras cosas
positivas. Pero el turismo también tiene sus aspectos negativos: ruido en
bares, chiringuitos y viviendas de alquiler; calles abarrotadas y bulliciosas
por las que apenas se puede transitar; basuras, suciedad y falta de civismo;
contaminación (degradación de costas y áreas rurales y explotación de recursos
naturales); especulación urbanística; peleas, borracheras y problemas de
seguridad ciudadana; fraude en los alquileres e hipotecas; abusos en la
hostelería (el clásico sablazo de la paella a pie de playa a precio
astronómico, deporte nacional hispano de toda la vida); fondos buitre, subidas
de impuestos y gentrificación (un fenómeno emergente por el cual las clases
pobres son desplazadas de sus hogares por las nuevas clases ricas o por los
propios turistas).
Todo ello ha dado paso a un sentimiento de
recelo (cuando no de rechazo, incluso de hostilidad u odio), de muchos vecinos
que ven cómo sus tranquilos y pacíficos barrios y pueblos de toda la vida se
convierten en caóticos parques temáticos con las consiguientes riadas humanas.
Donde antes se podía degustar una caña o una tapa en un bar típico con encanto,
ahora es imposible porque todos los locales están abarrotados de extranjeros;
donde antes se podía tomar el sol en una cala tranquila, ahora ya no por la invasión
del turista accidental; donde antes se podía vivir el lujo de la plácida y sana
vida mediterránea ya solo queda el vago recuerdo de un tiempo pasado borrado
por una horda de gente frenética y obsesionada por el selfi. De esta manera,
las plazas y avenidas pierden su propia identidad. Las calles típicas de antaño
se convierten en centros comerciales abiertos las veinticuatro horas del día y
repletos de bazares y tiendas de souvenirs. Toda esta especie de gran
emigración veraniega genera conflictos vecinales y problemas de convivencia,
además del alza de los precios de las viviendas, el colapso de los servicios
públicos como la Sanidad, un daño directo al medio ambiente, la anulación de la
identidad cultural de un área o región (uniformización de las sociedades) y en
ocasiones la destrucción de la economía local.
El turismo es tan antiguo como el ser humano.
Ya en la antigua Grecia se producían grandes movimientos de gentes para asistir
a los Juegos Olímpicos, donde se mezclaba religión y deporte. En época romana,
los ciudadanos del Imperio visitaban oráculos, termas, balnearios, lagunas y
zonas costeras, donde los patricios y clases acomodadas tenían sus residencias
de verano (gran antecedente del chalé en primera línea de playa de hoy en día).
¿Y qué era, sino un incipiente turismo en época medieval, aquel primer
peregrinaje de cristianos por el Camino de Santiago?
El turisteo moderno nace en el siglo XIX con
el Grand Tour, la costumbre de las familias nobles de enviar a sus jóvenes
hijos aristócratas de ruta por Europa (París, Roma, Atenas) para completar sus
estudios. En 1841, Thomas Cook organizó el primer viaje planificado de la
historia. Aunque fue un fracaso económico, muchos se dieron cuenta de las
enormes posibilidades que podría llegar a tener el turismo. Fue así como, en
1851, se fundó la primera agencia de viajes del mundo, Thomas Cook and Son.
Mientras tanto, César Ritz, considerado padre de la hostelería, creó el hotel
moderno. Con la expansión del capitalismo, el colonialismo y la Revolución
Industrial, científica y de las comunicaciones y transportes (en los albores
del siglo XX), el turismo conoció un despegue importante. Las nuevas clases
burguesas ocupaban los resortes de la política y la economía, reclamando su
derecho al poder, al placer y a su síndrome de Stendhal en lugares lejanos y
exóticos. Grandes barcos como el tristemente célebre Titanic, máquinas de vapor
y rudimentarios aeroplanos y vehículos terrestres (junto a la invención del
telégrafo y el teléfono) inauguraron una nueva época, la de la globalización,
que ya no tendría vuelta atrás. Tras la Primera Guerra Mundial y la fabricación
masiva de automóviles y autocares, la actividad turística conoció otro período
dorado, paralizado durante la segunda contienda bélica (1939-1945). Y a partir
de ahí, el boom.
Entre 1950 y 1973 el turismo internacional
crece a un ritmo superior, exponencial al que lo había hecho a lo largo de la
historia. La estabilidad del nuevo orden mundial (Guerra Fría), el desarrollo
del Estado de bienestar en Occidente –con la consiguiente mejoría del nivel
adquisitivo de las clases medias y trabajadoras–, y la democratización de la
cultura generan una auténtica fiebre por ir a otros lugares. El ciudadano tiene
más dinero para gastar (el viaje ya no solo está al alcance de los
privilegiados), dispone de vacaciones pagadas, siente el deseo de conocer otros
países (consecuencia de la educación que ha recibido) y juega al sueño de
evadirse de la rutina y la angustia vital que le impone la gran maquinaria
laboral del capitalismo.
En el turismo siempre hay algo de intento de
escapismo de una realidad asfixiante, neurotizada, infeliz. El turismo no es
más que el bálsamo que ofrece el sistema, como alivio efímero, a las dolencias
del alienado humano posmoderno engullido por la sociedad de consumo. Hoy la
actividad turística se ha desarrollado tanto que proporciona una buena parte de
la riqueza. En España, por ejemplo, supone un 11,6 por ciento del PIB, con una
facturación de más de 155.000 millones de euros. Basta esta cifra astronómica
para entender que nos encontramos ante la primera industria nacional, la que
sitúa a nuestro país entre los más visitados del mundo junto a Estados Unidos,
Italia y Francia. Desde los años sesenta, en pleno desarrollismo franquista (fue
el ministro Manuel Fraga quien sentó las bases del turismo de sol y playa
masivo, voraz y sin control que llenó nuestras costas de apartamentos baratos,
de baja calidad), el sector no ha hecho más que crecer y crecer. Hemos creado
un gigante, quizá con pies de barro. Sin embargo, pese a las voces de los
agoreros que advierten de que el modelo terminará colapsando algún día, nada
parece poder con el atractivo magnético que España ofrece al extranjero, y cada
año se supera el récord anterior. Con todo, los años locos del turismo, del
turismo del todo vale o turismo de borrachera, parecen tener los días contados.
Algo empieza a moverse en la sociedad española, cada vez más concienciada con
la idea de una economía sostenible inevitablemente asociada a los efectos del
cambio climático.
Del
síndrome de Venecia a la rebelión de Mallorca
En 2013, el documental Das Venedig Prinzip (El síndrome de Venecia) alertó ante los
problemas de la “turistificación” (una palabra que más pronto que tarde
terminará recogiendo el diccionario de la RAE). La tesis del documental
sorprendió al mundo entero: en la bella ciudad de los canales cada vez quedaban
menos venecianos. La mayoría se estaban marchando a toda prisa, huyendo, hartos
de un turista deshumanizado y codicioso que no respetaba nada, ni el milenario
modo de vida veneciano, ni su rico patrimonio histórico, ni siquiera el más
elemental descanso de quienes allí viven. Según los datos oficiales, en Venecia
solo quedan 58.000 habitantes y se calcula que para 2030 no vivirá nadie en el
centro urbano, ya totalmente invadido por millones de forasteros cada año. La
imagen de una plaza de San Marcos inundada de gente por la que apenas se puede
caminar, y de los gigantescos cruceros atracando en el puerto veneciano –tras
dejar un rastro de contaminación atmosférica, marina y acústica antes de
descargar a miles de visitantes–, supuso un antes y un después, un aldabonazo
en la conciencia occidental. Venecia, la bella y apacible Venecia, había dejado
de ser un hermoso museo al aire libre para convertirse en un parque temático
lleno de bullicio, ruido, basuras y olor a fritanga. “Es una presión que no
podemos soportar”, aseguró Marco Gasparinetti, representante de 25 Aprile, una
asociación vecinal contra el turismo masificado. “Nosotros somos la única
civilización que todavía vive en el agua: quien quiere verse con su madre, va
en barco; cuando estamos enfermos, necesitamos un barco que nos lleve al
hospital; la basura se recoge con los barcos, los muertos también... Esto es
Venecia”, alegó con amargura frente a la masificación. ¿Qué estaba denunciando
este hombre? Ni más ni menos que la decadencia de una ciudad milenaria, joya y
emblema de Occidente, saqueada y vendida al mejor postor.
Cuatro años después, el síndrome de Venecia
llegaba a España. Era solo cuestión de tiempo que la reacción popular ante la
tragedia veneciana explotara también en nuestro país. El 22 de julio de 2017,
activistas del grupo minoritario Arran, provistos con pancartas y bengalas,
asaltaron un restaurante y varios barcos atracados en el muelle Moll Vell de
Palma en señal de protesta contra “el turismo masivo que destruye Mallorca y
condena a la clase trabajadora a la miseria”. Bajo el lema tourist terrorist, la “turismofobia” empezó a propagarse como un
reguero de pólvora por toda la geografía nacional. Cuatro días después, otro
grupo de encapuchados cortaba el paso a un autobús que transportaba a decenas
de turistas. Los activistas pincharon una rueda y dejaron pintadas en los
cristales del vehículo como “el turismo mata los barrios”.
Desde entonces, las rebeliones vecinales han
ido brotando por doquier. El pasado 6 de julio, casi tres mil personas, según
la Guardia Urbana, se manifestaban en Barcelona para exigir que las autoridades
pongan freno y límite al turismo. Los participantes denunciaron que la
masificación supone un impacto negativo en la vida diaria de los barceloneses,
ya que dispara el precio de la vivienda y alimenta la gentrificación. Bajo el
lema Prou! Posem límits al turismo (¡Basta!
Pongamos límites al turismo), más de un centenar de asociaciones tomaron parte
en la convocatoria, en la que no faltaron pancartas contra la ampliación del
aeropuerto del Prat y eslóganes como Tourist
go home (turistas fuera), Vecinos en peligro de extinción o Collboni [en referencia al alcalde de
Barcelona], que et voti Louis Vuitton
(Collboni, que te vote Louis Vuitton). La tensión se palpó en el ambiente
durante todo el itinerario hacia la Barceloneta, e incluso algunos
manifestantes llegaron a increpar a los turistas que estaban sentados en las
terrazas de la zona y que no entendían por qué aquella gente los miraba con
hostilidad. La cosa no está para broma y en este tipo de concentraciones ya es
habitual que los comercios cierren sus puertas o bajen la persiana para evitar
cualquier problema, como ser hostigados o apedreados en sus escaparates. Hasta
ese punto ha llegado la turismofobia.
En el manifiesto leído al término del acto,
se aseguró que el modelo económico basado en un turismo masivo “genera
dependencia económica de una industria altamente volátil” y “fuerza a la
Administración a tomar decisiones centradas en el beneficio de la industria
turística y en el gremio de la restauración” en lugar de enfocarse “en la
emergencia habitacional”, es decir, en lugar de resolver el acuciante problema
de la vivienda que sufren los ciudadanos de Barcelona y los de todo el país.
Unos días más tarde, en Palma de Mallorca,
volvía a repetirse la escena. En este caso la movilización fue aún más
multitudinaria, ya que participaron unas 12.000 personas hartas del turismo
masificado y sin control. De nuevo apareció el malestar social en todas sus
formas, ya que a las habituales reivindicaciones contra los extranjeros que
visitan nuestras ciudades se unieron la protesta contra la caída de los
salarios, la pérdida de calidad de vida, los atascos en carreteras y playas, el
ruido, la ruina del territorio y el elevado precio de la vivienda y el
alquiler. A la organización convocante, la denominada plataforma Menos Turismo,
Más Vida, se sumaron otras 110 entidades, colectivos y movimientos sociales de
la localidad balear.
“Esto ha de ser un punto de inflexión, un
golpe sobre la mesa, y el inicio de acciones y movilizaciones en las cuatro
islas, no solo en Mallorca, que se extenderán más allá del verano”, aseguró el
portavoz, Pere Joan Femenia. “El objetivo de esta protesta es cambiar el rumbo,
la gente está harta de un modelo económico que no tiene en cuenta los problemas
que el turismo causa a los residentes”, añadió. Las paradisíacas Islas Baleares,
destino habitual de las élites de todo el mundo, se encuentran en un momento
crítico, como demuestra un dato demoledor: solo en un fin de semana, los tres
aeropuertos de Baleares reciben más de cuatro mil vuelos comerciales llenos de
gente procedente de todo el planeta, a los que se añaden la avalancha de
cruceros y el masivo alquiler de coches. Obviamente, meter a millones de
viajeros en islas que no dejan de ser de pequeño tamaño supone programar una
auténtica bomba demográfica de cara al futuro. Por no hablar de los precios de
las viviendas de alquiler y en propiedad, que siguen por las nubes y fuera del
alcance del común de los mortales. Y es que uno de los efectos de la
turistificación de todo es que beneficia a las clases sociales más altas sobre
las más bajas, instaurando un desequilibrado modelo económico. “La gente quiere
un punto y final porque alcanzar este año la visita de veinte millones de
turistas es insostenible”, denunció el portavoz, que lamentó que “desde hace
muchos años” la riqueza generada por el sector no revierta en la población.
Sería imposible recoger todas las quejas y
denuncias de los afectados. Uno de los manifestantes aseguró a la Agencia Efe:
“Estamos aquí hartos del turismo; es una cuestión de sentido común: hay demasiada
gente y la gallina de los huevos de oro hay que conservarla limitando la
llegada de visitantes”. Albert, un joven profesor, aseguró que “Palma se ha
vuelto totalmente inhabitable” y se mostró “muy preocupado”, ya que está
convencido de que jamás podrá comprarse un piso. “De alguna manera, los
mallorquines nos hemos convertido en ciudadanos de segunda”, espetó. La amarga
sensación de que todo en la ciudad está ya enfocado al turista, dando la
espalda al ciudadano, flotaba en una atmósfera enrarecida. Aina, residente en
Palma, alegaba que “esto es una masificación como la de Venecia. Entre coches
de alquiler, el alquiler turístico, Airbnb y chorradas de estas es que no
podemos salir ni a la calle...”. Quiso dejar claro, no obstante, que su
malestar no es contra el turismo ni contra los visitantes nacionales o
extranjeros, sino contra el “exceso” de turismo y sus abusos.
La turismofobia genera sentimientos
encontrados en quien la padece. Por una parte, se siente una cierta nostalgia
de aquellos viejos tiempos tranquilos y pacíficos en los que la globalización
aún no se percibía en toda su dimensión y crudeza. Aquel barrio de siempre
donde todos los vecinos se conocían, aquella cala desierta en la que poder
darse un baño, la sana gastronomía local en la que se comían y bebían los
buenos productos de la tierra, no la bazofia que venden algunas grandes
superficies. La buena vida, en fin, sin aglomeraciones humanas, sin estrés, sin
contaminación. Es lo que opina un residente de Palma, Toni, de 61 años, que
relata: “Mallorca era un paraíso y esto ya no es turismo, es una invasión. Nos
sentimos acorralados, ya no podemos ir a las playas de toda la vida”. Sin
embargo, por otro lado, quienes despotrican de la situación saben que, en
realidad, pueden estar tirando piedras sobre su propio tejado, ya que, si el
turismo desapareciese algún día, si los visitantes dejasen de llegar, volvería,
inevitablemente, el fantasma del desempleo y el paro, la crisis económica, la
miseria y la ruina. De ahí la enorme dificultad que entraña este problema, que
exige de un complejo encaje de bolillos para abordarlo con éxito.
Todos los partidos de Baleares coinciden en
la sensación social de saturación y en la necesidad de avanzar hacia un modelo
turístico sostenible que respete el medioambiente y la convivencia pacífica con
los residentes. Pero pocos políticos se atreven a tomar unas medidas que, sin
duda, serán tan drásticas como impopulares y que soliviantarán a quienes, hoy
por hoy, viven del turismo (sobre todo a los hosteleros, ese gremio o lobby de
presión siempre dispuesto a ponerse en pie de guerra contra el gobernante que
reduzca su cuenta de beneficios, tal como pudo constatarse durante el
confinamiento por la pandemia). El gobernante de hoy suele moverse por su
propio interés, el de mantenerse en el poder, y afrontar un reto mayúsculo como
el de la turistificación puede reportarle escasas ganancias y sí una sonora
derrota electoral. Solo la extrema derecha, atenta a canalizar el descontento
popular, parece dispuesta a pescar en ese río revuelto. Tras la manifestación,
el diputado de Vox por Mallorca, Jorge Campos, lanzó un mensaje en la red
social X, donde calificó a los manifestantes de “gentuza” que amedrenta a los
turistas y que está en contra del trabajo y el sustento de “la mayoría de los
mallorquines”. La defensa de las esencias patrias (en este caso del voraz
modelo de desarrollismo franquista heredado de los años sesenta) tiene en el
turismo, al igual que en la crisis del campo y en la España vaciada, un primer
frente de batalla de la guerra cultural contra la izquierda.
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