domingo, 3 de diciembre de 2017

Anatomía de un deshaucio

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Anatomía de un desahucio: cuando la fortuna es estar acompañado

Guillermo Martínez, 23 octubre 2024, lamarea.com

 

Aurora tiene 79 años. Desde los cuatro ha vivido en Getafe, y hace apenas un mes la echaron de su casa, en el paseo Pablo Iglesias, sin poder ni siquiera coger su bolso. El pasado 16 de septiembre, un despliegue policial le dio los «buenos días». Ese fue el punto de inflexión en un proceso que todavía sigue vivo. Por el momento, tanto ella como los dos hijos con los que convivía intentan rehacer su vida en un piso que han alquilado a un primo.

Semanas después del desahucio, con la tenue tranquilidad que da el haber superado el tormento, son todavía más conscientes de que han tenido suerte, que había alternativa habitacional. Saben, también, que no siempre sucede eso, que muchas personas mayores que están solas no reciben el apoyo que la familia de Aurora ha tenido desde el principio.

“Mi madre siempre ha vivido en esa misma calle de Getafe, aunque en diferentes viviendas. En 2015 entramos a un piso grande, con cuatro dormitorios y pagábamos 450 euros de alquiler”, cuenta su hija Lola, periodista de 50 años. Parecía que las cosas marchaban, a pesar de que el casero estaba dejando que los pisos se vinieran abajo poco a poco.

“El nuestro casi era el que en mejores condiciones estaba. Por ejemplo, al del primero se le llenaba el baño de agua cada vez que se duchaba el del segundo”, ilustra Lola. De repente, el propietario del edificio comunicó a los inquilinos que les subiría el alquiler. “Poco después nos envió un burofax advirtiendo de que nos teníamos que ir y, a finales de septiembre de 2022, nos demandó a todos los inquilinos por finalización de contrato”, añade.

Poco a poco fueron saliendo los juicios. Entre tanto, una empresa de desocupación se paseó por la finca. “Entraban con su llave en el portal y llamaban al timbre de las casas y nos decían que el piso era suyo y que teníamos que salir”, rememora la periodista. En abril de 2023 llegó el momento de dirimir lo sucedido ante la Justicia. “Justo ese mes, una nueva empresa compró la finca, así que trasladaron el juicio a octubre”, apunta la hija de Aurora. En esos momentos, en el edificio tan solo resistían su familia y otra en el primer piso.

En enero de 2024 salió la sentencia. De nuevo, un duro varapalo se cernió sobre ellos. Aun así, resistieron en su casa. “Aunque llegamos a negociar que nos vendieran el inmueble, lo que nos pedían era algo imposible para nosotros. Querían que en la misma semana firmáramos las arras por 20.000 euros”, critica Lola. A todo esto, el abogado no les había avisado de que el alzamiento se produciría el 11 de septiembre, como sí hizo el propietario a través de un mensaje de WhatsApp. “Pensábamos que sí nos darían un aplazamiento, pero no lo hicieron. Un día antes del alzamiento, recibimos un auto judicial que nos lo denegaba”, concretiza Lola.

 

Una vida entera tras una puerta cerrada

Finalmente, consiguieron una pequeña prórroga. Por eso, el 16 de septiembre apareció la zona acordonada por la Policía Nacional, lo que impidió que en torno a unas 30 personas y activistas del movimiento por la vivienda pudieran acompañar a la familia. “Fue un despliegue brutal. Trajeron hasta cuatro furgones de antidisturbios. Ni siquiera dejaron pasar a la abogada de vivienda del Ayuntamiento”, rememora la comunicadora.

Todo pasó muy rápido. Demasiado rápido para que cualquier persona pudiera digerir lo que estaba ocurriendo. “Yo no pude ni coger el bolso. Llamaron a casa, abrí, y me dijeron que me tenía que marchar. Se quedaron muchas cosas dentro”, relata Aurora, la madre. Lola pudo acercarse al día siguiente a recoger otros tantos enseres que se habían quedado en la vivienda. Repitió la operación unas semanas después, cuando un vecino la avisó de que un camión se estaba llevando lo que quedaba de su casa.

“Nunca me había sentido tan desprotegida como ciudadana. Nadie que no haya pasado por algo así podría llegar a entenderlo, porque el nivel de violencia por parte del sistema ha sido muy alto”, señala Lola. De hecho, afirma que esta situación que se ha alargado dos años ha llegado a sacar una parte de ella que desconocía tener, “una parte de cierta violencia como autodefensa”, en sus propias palabras. Por otro lado, también remarca que el “cariño brutal de la gente” la ha sostenido a ella y su madre durante todo este tiempo.

 

Ni lógico ni humano

Aurora habla con una voz fina, tersada por los 79 años de experiencia que corren por sus manos. “Yo nací en Illescas, en Toledo, y llegué a Getafe con cuatro años. Aquí me casé y tuve a mis hijos”, comienza su relato. “Desde que me dijeron que tenía que dejar mi casa vivo como en una nube. Todo ha pasado tan deprisa que ahora tengo que adaptarme a una vida casi nueva”, cuenta.

La situación ha hecho que Aurora viva en un nerviosismo y una incertidumbre constante que solo ahora, cuando se puede relajar y el peor trago del proceso ya ha pasado, puede comenzar a aliviar. “Estaba mi hijo durmiendo, y de repente dieron unos golpes en la puerta que no eran los normales. Abrí y vi tal despliegue policial que me asusté”, cuenta sobre los inicios de aquel 16 de septiembre que siempre quedará en su memoria.

“Enseguida entraron dos funcionarios. Me metían mucha prisa y yo no sabía ni qué tenía que coger, así que salí hasta sin el bolso, ni documentación ni nada. Me terminaron sacando de mi casa dos policías que me agarraban del brazo”, continúa. Aurora se emociona al recordar aquellos intensos momentos. “Es que esto no lo veo lógico, ni humano. Es algo por lo que no tendría que pasar nadie, y menos gente con menos suerte que nosotros que no tiene a dónde ir”, dice con lágrimas en los ojos.

Esta mujer que cumplirá 80 años el próximo enero siempre se ha dedicado a limpiar casas, antes y después de separarse de su marido. La parroquia de San Eugenio, en la plaza General Palacios de Getafe, es una pequeña escapatoria que encuentra a diario desde hace unas dos décadas. No le gusta estar sentada viendo la televisión, repite una y otra vez. “Soy la sacristana y, bueno, allí mando un poco”, explica con cierto gracejo. “Estar por ahí y quedarme a cargo de cerrar la iglesia y ese tipo de cosas me ha levantado la moral. Ahí tengo a mis amigas y la gente me cuida. Solo falté estos días del desahucio, que no estaba yo para moverme demasiado. Yo no dije nada a nadie, eh. Solo lo sabían los curas”, prosigue.

 

Un futuro por construir, juntos

Por el momento, Lola se centra en relajarse y poder vehicular toda la tensión que ha padecido en estos dos últimos meses. “Todavía lloro, y lloro mucho, porque me acuerdo de las cosas que no he podido recuperar y que yo misma he visto cómo tiraban”, dice. “Es una especie de violación en la que juegan con tu intimidad de una manera impresionante”, añade.

En estos momentos, la madre y los dos hermanos que convivían en el Paseo de Pablo Iglesias continúan juntos en una casa que les alquila un primo. “Yo ahora duermo con mi madre porque no he podido ni montar mi habitación. Para empezar, hay que comprar un colchón y un somier, y eso ya es un dinero”, agrega Lola.

Aurora, por su parte, también se está haciendo a su nueva vivienda. “Jamás pensé que me vería en una situación así, ni que existía el tipo de gente que a mí me echó de mi casa. Quizá sea una ignorante, pero nunca llegué a imaginarme que hubiera personas que pudieran actuar de esa forma”, afirma. A pesar del trance, tanto madre como hija coinciden en que la situación sí estuvo rodeada por un halo de esperanza: el que insuflaban todas las personas que las acompañaron, desde aquellas que mostraron su apoyo el primer día hasta las últimas que pusieron sus cuerpos al día que la Policía Nacional llamó a su puerta.


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