viernes, 2 de febrero de 2018

Cien años después

http://www.lavanguardia.com/opinion/20171230/433947422910/cien-anos-despues.html

El conde Harry Kessler escribe en la entrada de su diario correspondiente al 31 de diciembre de 1917 que cenó solo en el Kaiserhof de Berlín. “Había menú de Nochevieja –escribe– por veinticinco marcos: pasta de hígado de ganso, sopa de tortuga, carpa cocida, pava joven asada con ensalada, copa de helado. La comida era buena y abundante, si bien veinticinco marcos doblan con creces el precio de ese menú en época de paz”. Y añade: “Así termina este año, que ha visto el más profundo cambio repentino en la situación del mundo, y que, por la revolución rusa, la paz con los rusos y la intervención de América en Europa, es uno de los más memorables de la historia universal”.


Se cumplen, por tanto, cien años de la revolución rusa. ¿Cuál fue su causa? Según Marx, el socialismo se implantaría por una revolución del proletariado oprimido, que se alzaría contra un núcleo de capitalistas monopolistas; ahora bien, esta concentración de capital sólo podía darse en economías avanzadas, y Rusia no lo era. Tampoco tuvo su origen en la revolución de 1905, ni en la tradición milenarista rusa de violencia. La revolución rusa fue consecuencia de la Primera Guerra Mundial. Tan es así, que Lenin predijo, poco tiempo antes de la caída de zar, que no esperaba ver el triunfo de la revolución en su vida. Y es lógico que pensase así. La mayoría de la población rusa (un 85%) era campesina y analfabeta, por lo que no estaba madura para una revolución proletaria, aunque había núcleos industriales en Moscú, San Petersburgo y Bakú. Pero, después de tres años de una guerra muy dura y, tras huelgas en Moscú y Petrogrado, motines y deserciones en el ejército, el zar abdicó –en marzo–, sucediéndole un régimen de corte liberal y democrático en el propósito pero débil en la realidad de los hechos. Kerensky lo presidía cuando, en medio de un caos creciente, los bolcheviques –liderados por Lenin y Trotski– se hicieron con el poder mediante un golpe de Estado a comienzos de noviembre (octubre para los rusos).
Una vez en el poder, los bolcheviques, a falta de obreros suficientes, se apoyaron en los campesinos y los soldados. A los primeros les ofrecieron tierras, a los segundos paz. De ahí la proclamada y sacrosanta “unidad de obreros (pocos) y campesinos (muchos)”. Y, por lo que hace a la paz –una rendición maquillada–, se firmó en el tratado de Brest-Litovsk –la primavera de 1918– a cambio de la cesión de la costa báltica a los alemanes. Gabriel Tortella lo resume así: “La revolución rusa fue una revolución campesina y fue esta la clase en que se apoyó el Partido Comunista para consolidarse en el poder. Una vez allí, bien asegurado, el Partido Comunista, convertido en una burocracia poderosísima, se volvió contra sus antiguos aliados, los campesinos, y los aniquiló con la colectivización y los planes quinquenales. Por consiguiente, el poder nunca estuvo, en Rusia, en manos del proletariado. Lo tomó primero un grupo de revolucionarios y lo detentó luego una casta burocrática”. Milovan Djilas ha destacado que con la revolución bolchevique nació una nueva clase dominante, la burocracia comunista, que se perpetuaba en el poder por cooptación y se mantenía en él mediante un Estado policía, esgrimiendo la retórica de la “dictadura del proletariado”, que era en realidad la “dictadura de la burocracia”, la dictadura del partido.
Han pasado cien años desde aquellos “diez días que conmovieron al mundo” según John Reed, y, de lo que queda de la revolución rusa interesa destacar un doble legado. Primero, la técnica del golpe de Estado, según la cual un pequeño grupo de revolucionarios puede hacerse con el gobierno de un país aprovechando una situación propicia, y mantenerse en él por métodos expeditivos en los que se aúnan la fuerza –sea esta de la naturaleza que sea–, la mentira, la perversión del lenguaje y la manipulación mediante la propaganda. Y en segundo lugar, el “totalitarismo”, es decir, el encuadramiento de una parte significativa de la población en un partido o en organizaciones sociales paralelas, dotadas de una ideología concretada en unos principios básicos a los que se atribuye el carácter de dogma, unos símbolos que aglutinan a los fieles y excluyen al resto de los ciudadanos, y unas consignas elevadas a la categoría de verdades irrefutables. La desintegración de la Unión Soviética no ha supuesto la desaparición simultánea de este doble legado, que subsiste adaptado a las nuevas circunstancias de un mundo globalizado e hipercomunicado a través de la red. Es más, el golpe de Estado ha perfeccionado hoy su técnica hasta ensayarse por métodos que no entrañan la fuerza física, sino tan sólo la subversión total del ordenamiento vigente mediante una instrumentalización espuria de las instituciones y una interpretación torticera del ordenamiento jurídico. Y el “totalitarismo” constituye también hoy una tentación a la que no todas las organizaciones originariamente democráticas se resisten, en atención a objetivos que se subliman y en función de lide­razgos pretendidamente carismá­ticos.

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