viernes, 2 de febrero de 2018

El líder y su pueblo

http://www.lavanguardia.com/opinion/articulos/20110430/54147015246/el-lider-y-su-pueblo.html

Hoy, 30 de abril, se cumplen sesenta y seis años del suicidio de Adolfo Hitler en la cancillería del Reich. Aquel día, Hitler almorzó con sus colaboradores inmediatos, se despidió de los habitantes del búnker y, a eso de las tres y media, se retiró con su mujer –Eva Braun– a sus aposentos, donde –ante un retrato de su madre y otro de Federico II– tomó, con Eva, sendas ampollas de cianuro y él, además, se descerrajó un tiro en la sien. Poco después, sus cuerpos fueron incinerados. Al evocar este suceso, que cierra el episodio más tremendo de la historia alemana, me pregunto como otras veces si fue Hitler quien sedujo, hipnotizó y llevó por mal camino a la nación alemana, o fue esta la que, en crisis profunda, encontró en Hitler el líder capaz de encarnar en aquel momento las ideas y aspiraciones de buen número de alemanes. Es la misma pregunta que se hace Marlis Steinert, biógrafo de Hitler, cuando dice que el sentimiento más extendido entre los alemanes después de la debacle fue que se les había mentido, que los habían engañado; pero ¿quién había mentido a quién, y quién había engañado o se había engañado? Lo cierto es que Hitler “se alimentó de las fantasías de austriacos y de alemanes hasta la identificación completa y se apropió de sus sueños, prometió concretarlos y restituir a Alemania una grandeza y una prosperidad que harían desaparecer sus frustraciones”, y, a tal fin, “nación, raza, pueblo, Estado, se confundían para él en un mismo concepto”.

Hay que precisar, no obstante, que este concepto no era inclusivo sino excluyente. Hitler sólo contaba con los que llamaba “buenos alemanes”, entre los que no estaban quienes no eran de “buena sangre” aria –judíos, eslavos y gitanos–, ni tampoco los afectados por incapacidades y enfermedades hereditarias, los asociales, los cristianos activos –protestantes y católicos– y los marxistas empecinados –en especial los intelectuales–. Con la aristocracia y la alta burguesía –“las doscientas familias”– la relación de Hitler era compleja: estas le despreciaban pero lo utilizaron. Definidos así los campos, se percibe con claridad que Hitler no fue un superhombre en negativo, capaz por sí solo de arrastrar a un pueblo de tan alto nivel cultural, riqueza consolidada e influencia notoria como era –y es– el alemán. Hitler recogió las sueños, frustraciones y deseos de revancha de muchos “buenos alemanes” con tal éxito inicial que, cuando sobrepasó el límite tolerable, fue imposible pararlo: ya había destruido el Estado como sistema jurídico. ¿Cómo sucedió esta tragedia?

Sebastian Haffner es duro con su pueblo. Cuestiona que tenga el valor cívico –el arrojo– necesario para tomar decisiones autónomas y actuar según la propia responsabilidad, por ser esta una rara virtud en Alemania, tal y como sentenciara Bismarck en su día. Esta característica hizo posible que germinase en el nazismo aquella determinación grupal ciega e imparable de querer lograr lo que se quiere, fundada en la idea de que sólo “es justo lo que nos conviene”, por lo que resulta lícito hacer tabla rasa de todo lo demás. Sin embargo, aún tuvo que ocurrir algo más para que el triunfo de los nazis se consumase: la traición cobarde de los dirigentes de todos los partidos y organizaciones en quienes confió el 56% de los alemanes, que votó en contra de los nazis el 5 de marzo de 1933. “La conciencia histórica mundial –escribe Haffner– no ha tenido muy presente este hecho terrible y decisivo: los nazis no tuvieron especial interés en destacarlo, ya que esto les habría obligado a rebajar considerablemente el valor de su victoria, y en cuanto a los propios traidores… bueno, estos sí que no tenían el más mínimo interés en sacar a relucir este asunto. No obstante, sólo esta traición puede explicar de una vez por todas el hecho, a primera vista inexplicable, de que una gran nación, que al fin y al cabo no sólo está compuesta de cobardes, cayese en semejante vergüenza sin oponer ninguna resistencia”.

Decía Francisco de Quevedo que sólo existe un método infalible para que las mujeres sigan a un hombre por la calle: que este se ponga a andar delante de ellas. Así suele suceder con los líderes, que no son genios forjadores de historia y moldeadores de pueblos, sino gentes del común que intuyen determinada deriva social y se ponen al frente de ella halagando al pueblo y capitalizando su empuje. De lo que resulta que el líder sólo aparece cuando la situación está madura para ello, por haberse consolidado una determinada exigencia social que exige pasar a la acción. Se percibe que ha llegado este momento cuando los miembros de la élite influyente de un país, que nunca han creído en nadie ni en nada salvo en sí mismos y en lo suyo, comienzan a asumir como propio un ideal que recoge un difuso sentir colectivo. Es en este instante cuando suena la hora del líder, quien asumirá un protagonismo histórico destacado, por mediocres que sean sus cualidades y opaco que sea su talante. Para bien o para mal, pero esta es otra cuestión.

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