Una guerra de pobres reclutados a la fuerza
Peio H. Riaño, 8 de julio de 2013
La ideología fue pólvora mojada en
el conflicto en el que millones de españoles que nunca habían sido voluntarios
y no querían verse implicados en la lucha pelearon entre sí durante
tres largos y violentos años. La tercera España fue reclutada a la
fuerza, retenida durante toda la guerra, se inventó expedientes imaginativos
para eludir el servicio, otros sirvieron a regañadientes y trataron de no
hacerse notar durante las hostilidades, y muchos cambiaron de bando fácilmente
cuando les convino o cuando les fue posible.
El
reclutamiento pasó por los mismos problemas en un ejército y en el otro para conseguir convencer y retener a la
población. Dependió más de la geografía que de la ideología. “El
conflicto español subraya la dificultad de conseguir una movilización sostenida
en una guerra civil”, asegura el doctor en Historia de España por la
Universidad de Oxford James
Matthews, en el ensayo Soldados
a la fuerza. Reclutamiento obligatorio durante la Guerra Civil 1936-1939 (Alianza).
La República
movilizó más reemplazos que los nacionales y envió al frente a hombres física o
psicológicamente inaptos para el servicio militar. Sin embargo, el ejército rebelde, que movilizó a
menos reemplazos, mantuvo mejor la
moral en la retaguardia. Los reclutas republicanos de más edad al final
de la guerra tenían 45 años; los del ejército rebelde, 33. “Motivar a estos
nuevos combatientes fue una tarea enormemente difícil. Ambos bandos gastaron
una gran cantidad de energía y recursos en construir y reconstruir relatos para
embellecer sus respectivas causas”.
Un nuevo modelo
de soldado
En ese sentido,
la República se vio forzada a formular una nueva definición de lo que
significaba ser soldado. Debían crear un nuevo modelo de ejército para
diferenciarse del enemigo y sus ideas, sobre todo, los militantes de partidos y
sindicatos que se unieron voluntariamente. Querían un nuevo ejército: “Y eso se
ve en el saludo del puño o el sistema del comisariado político”, explica el
historiador. Los soldados de la
República asociaban al ejército como el enemigo, necesitaban romper con
esa imagen y surgieron los problemas de organización y de disciplina.
“Laxa e ineficaz”, define Matthews la
disciplina del Ejército Popular, “pese al constante recurso a métodos de
castigo tradicionales, como el trabajo forzoso, e incluso a las ejecuciones
sumarias por infracciones graves”. Así fue cómo este ejército, en su necesidad
de distinguirse del enemigo al extremo, se puso obstáculos potenciales a su
capacidad de combate. Buscó en sus soldados rasos una obediencia inclusiva y
voluntaria, más que irreflexiva y automática.
“Ambos bandos
utilizaron sus campañas de educación para reforzar los relatos edulcorados que
había detrás de sus campañas de movilización e involucrar a sus soldados en la
construcción del Estado”, con el objetivo de crear nuevos hombres sin compromiso, pero con ideologías.
La falta de
alimentos
El libro
enfatiza el papel de los participantes en lugar de las teorías sobre tácticas
bélicas, sobre grandes nombres y grandes acontecimientos. El investigador baja
a la trinchera, al lado del recluta, husmea en sus cartas, recorre la
cotidianidad en sus memorias. Es la
primera historia que trata del reclutamiento obligatorio en la
Guerra Civil.
Y una de las pocas
que se fijan en la importancia del pan. Cuenta Matthews que un soldado
asturiano que luchaba con los nacionales en Teruel describió la llegada
de pan y café como una
oportunidad para darse un “gran banquete” después de días y días sin comer y en
los cuales apenas “conservaba memoria” de la comida anterior.
Al parecer, el
alto mando nacional también permitió a algunos soldados marroquíes trabajar
como vendedores ambulantes en primera línea y suministrar a los soldados
“botellas de coñac, leche condensada, tabaco,
hojas de afeitar, jabón, sobres y plumas”. El coñac era un licor lo
bastante fuerte para usarse como combustible de lámpara. Como licor no era tan
bueno, conocido como “matarratas”.
El tabaco era
tan importante como el pan. Era un consuelo psicológico porque reducía el
apetito y aliviaba el estrés. Distribuirlo a diario suponía mantener a las
tropas muy contentas. Una carta de un soldado a otro proporciona una prueba más
de la importancia del suministro regular de tabaco. El remitente, explica
Matthews, incluyó tres cigarrillos
en el sobre, confiando en que los censores militares permitiesen su
envío. Incluye entre la documentación otro soldado que directamente en su carta
se dirige al censor: “Oye censor, no quites más pitillos de las cartas, porque
no los llevas a los hospitales de sangre, como dices, y te los fumas tú, que yo
me creo tienes poca vergüenza”. Tabaco de mala calidad.
El humor fue el mejor analgésico en
las trincheras. Ante situaciones mortales, el mejor modo de enfrentarse a la
muerte era con un chiste. En una tira cómica republicana, un soldado le dice a
otro que tiene malas noticias y que el amigo que se había ido a casa de permiso
ha muerto. “Imposible”, responde el otro, “si fuera verdad, habría
escrito”.
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