https://www.lavanguardia.com/internacional/20120807/54334772947/hallazgo-wittstock.html
Un día de marzo de 2007 la pala de la
excavadora de una cantera de grava junto a la localidad de Wittstock, en
Alemania del Este, se topó con restos humanos. Edgar Laurinat, el propietario,
informó inmediatamente al ayuntamiento. Se comprobó que había una fosa común
con muchos esqueletos y se temió que se tratara de un nuevo rastro de aquellas
“marchas de la muerte” con las que los nazis vaciaron los campos de
concentración al fin de la guerra, matando por el camino a los más débiles. Una
de ellas había pasado por Wittstock en 1945.
Pero todos los esqueletos eran masculinos
y los forenses adelantaron en un examen preliminar que los restos, muy
deteriorados por el efecto de los pesticidas agrícolas, eran más antiguos.
Eran víctimas de la guerra, sí, pero de
una guerra muy anterior: la guerra de los Treinta Años de la primera mitad del
siglo XVII, que asoló el continente europeo, y especialmente Alemania, desde el
Báltico hasta Italia y Catalunya.
En Wittstock, el 4 de octubre de 1636,
hubo una importante batalla de aquella larga guerra, que en Brandeburgo se
instaló durante quince años sucesivos, diezmando a la población y asolando sus
campos y villas. Enseguida se acotó en el lugar una fosa de tres metros y medio
de ancho por seis de largo en la que aparecieron 125 esqueletos, 88 de ellos
íntegros.
“Fue un hallazgo muy importante porque en
Europa nunca se había encontrado un enterramiento militar tan grande de aquella
época, lo que excitó enseguida a la comunidad arqueológica”, explica
Anne-Kathrin Müller, del departamento de patrimonio de la región de Brandemburgo.
El gobierno regional tuvo el buen sentido
de promover un esfuerzo interdisciplinario alrededor de aquel enterramiento,
poniendo en común a arqueólogos, forenses, genetistas, antropólogos, armeros e
historiadores.
Cinco años después el resultado es una
apasionante instantánea sobre los desastres de la guerra en el siglo XVII, que
se exhibe en esta ciudad de 70.000 habitantes al oeste de Berlín y que en los
próximos meses será expuesta en Múnich y Dresde.
Campesinos pobres, aventureros, forzados y
criminales perdonados a cambio del servicio nutrían los ejércitos de
mercenarios de la época. Era un conjunto internacional que mezclaba a gentes de
toda Europa alrededor de las perspectivas de botín más que de las irregulares
pagas, siempre inciertas.
No había uniformes - los soldados se
ponían lazos en el brazo para distinguirse del adversario en el combate-, cada
cual se organizaba su impedimenta y las armas se compraban a los oficiales. El
resultado era un conjunto miserable que vivía de la población. No es extraño
que por allí por donde pasaban los ejércitos sembraran calamidad: pillaje,
violencia y enfermedades para la población local. Su presencia, idas y venidas,
desordenaba el ciclo agrícola y sembraba el hambre.
Brandemburgo, la región que rodea Berlín,
sufrió esos años peste bubónica, tifus y disentería. Su población se redujo en
un 80% en las ciudades y entre el 40% y el 90% en las zonas rurales, un colapso
demográfico del que el principado no se recuperó hasta el siglo XVIII tras
incentivar la colonización de los hugonotes perseguidos en Francia.
Todavía hoy en obras de alcantarillado, tendidos
de cables, o remodelación de edificios, aparecen tesoros particulares,
enterrados en la región en aquella época ante la amenaza de la soldadesca.
Tampoco el destino del soldado era
envidiable. El soldado sueco sobrevivía por término medio tres años y cuatro
meses de servicio, ocho años los oficiales. No se moría en batalla sino sobre todo
de penurias y enfermedades.
En toda la guerra de los Treinta Años se
estima que murieron 1’7 millones de soldados, pero sólo uno de cada siete en
batalla.
La vida del campamento era ruda, llena de
carencias, frío y parásitos de todo tipo. La alimentación, complicada y
variable: un día de hartazgo y aguardiente era seguido de largas y penosas
carencias.
En caso de herida las posibilidades de
sobrevivir disminuían cuanto más pobre era el herido. Los barberos cirujanos,
que se pagaban ellos mismos el equipo, cobraban sus servicios. Las heridas
graves no se trataban.
La batalla de Wittstock fue una de las más
sangrientas de aquella gran guerra continental. Enfrentó al ejército imperial
alemán de Melchor von Hatzfeld y del príncipe elector de Sajonia Johann Georg I
con las tropas del mariscal sueco Johan Banér.
Antes de la batalla, la guerra estaba
perdida para los suecos, pero Wittstock supuso un vuelco: se hicieron con toda la
artillería, la intendencia, centenares de carros, incluido el de la plata y el
de la correspondencia del elector sajón, y la mitad de los estandartes del
adversario.
Fue un encontronazo entre dos grandes
ejércitos de 23.000 y 19.000 hombres, respectivamente, del que los suecos, pese
a su inferioridad numérica, salieron victoriosos por su superior táctica.
Murieron más de 8.000 soldados,
especialmente cuando, tras una larga jornada de combate que comenzó a las dos
de la tarde y se extendió hasta la puesta del sol, se produjo la desordenada
desbandada de las tropas imperiales alemanas y los suecos emprendieron una
persecución concluida en carnicería al día siguiente.
Testigo en el campo de batalla, Hans Jakob
Christoffel von Grimmelshausen, relató el panorama de aquel día en su obra Simplicissimus
Teutsch, un best seller alemán
del XVII:
“No se veía nada entre el espeso humo y
polvo levantado, como si el destino deseara cubrir la visión de tantos muertos
y heridos, sin embargo, se escuchaba el triste quejido de los moribundos”.
En el campo de batalla no se encuentran
objetos. Concluido el combate todo se peinaba para incrementar el ajuar del
soldado. Los cuerpos de la fosa fueron enterrados desnudos, mezclados los dos
bandos contendientes. La ropa, armas, utensilios e impedimenta desaparecieron.
En el XVII se aprovechaba todo.
Biografía
del individuo 71. Un joven escocés al servicio de Suecia
El rallado esmalte de su dentadura revela
serios problemas de nutrición en la infancia o haber padecido una grave
enfermedad a los cinco años de edad. La porosidad de su bóveda palatina sugiere
que padeció infecciones bucales. La carencia de vitamina D, tuvo por
consecuencia una osteomalacia que ablandó sus huesos y explicaría la curvatura
de sus tibias.
Unido a una inflamación de membranas y
fibras óseas y, seguramente, al mal calzado, el joven sufrió problemas crónicos
de cadera probablemente agravados por la sobrecarga física, bien durante el
servicio, bien antes.
En cualquier caso, el individuo 71, uno de
los 125 soldados de la fosa de Wittstock, debía sufrir en las marchas. El 4 de
octubre de 1636 dejó de sufrir: recibió cuatro heridas graves, tres de ellas
mortales.
Hilja Hoevenberg del Instituto forense de Brandemburgo,
ha realizado una reconstrucción del aspecto físico de este personaje, un hombre
de entre 21 y 24 años de edad, de 1’80 de estatura -el más alto de la fosa-
cuyo color de pelo y ojos se ha establecido arbitrariamente por carecer sus
huesos del necesario ADN.
Con un poco de documentación sobre
indumentaria se llega al retrato de un chico pelirrojo y huesudo cuya cabeza es
adornada por un sombrero con plumero. Otros miembros del equipo han realizado
una completa aproximación al estado de salud del joven y han establecido con
gran detalle las circunstancias de su muerte.
Lo primero fue el disparo de pistola, por
la derecha, de un soldado de caballería. La bala de plomo se le incrustó en el
hombro y se lo astilló. Tocado, pero no desahuciado, a continuación, recibió un
fuerte golpe de alabarda en combate cuerpo a cuerpo que le fracturó el cráneo.
La herida era mortal y el joven perdió el conocimiento.
Tendido en el suelo, alguien le remató con
una cuchillada en la garganta por delante, tan fuerte que le alcanzó la segunda
vértebra cervical tras atravesarle la tráquea y el tubo digestivo. Un cuarto
golpe o fuerte pisotón le fracturó en tres partes la mandíbula inferior. Pero
para entonces nuestro joven pelirrojo ya era un cadáver.
Los estudios han permitido establecer, o
sospechar con gran posibilidad de acierto, el origen de 116 de los 125 soldados
encontrados en el enterramiento de Wittstock: 27 alemanes, 27 italianos, 3
suecos, 6 letones, 4 finlandeses, 5 españoles y 42 escoceses, lo que da una
idea del carácter heterogéneo e internacional de los mercenarios reclutados en
ambos ejércitos.
La presencia mayoritaria escocesa en la
fosa confirma la importancia que los mercenarios escoceses tuvieron, particularmente
en el ejército sueco, en la guerra de los Treinta Años. Se estima que 50.000
escoceses, es decir una quinta parte de la población masculina útil de Escocia
de la época, participó en la guerra. En el ejército sueco había trece
regimientos escoceses. Uno de sus integrantes era el “Individuo 71” de piernas
curvadas.
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