http://eulaliamarina.blogspot.com.es/2011/04/princesas.html
Como
historiadora del arte, de vez en cuando el Museo del Prado me llama
para que imparta un curso o dé alguna charla. Estas últimas semanas,
hablo allí de la representación del poder femenino en los retratos de
reinas e infantas de la monarquía española. Un poder transferido por
los hombres: ninguna de esas mujeres hubiera significado nada de no
haber sido hijas de rey y esposas de rey. Tan sólo tres de ellas
gobernaron por sí mismas, y en los tres casos por falta de herederos
varones y en medio de tremendas convulsiones: Isabel I, que alcanzó el
trono tras una guerra civil. Su hija Juana I, que fue inhabilitada por
estar supuestamente loca. E Isabel II, que tuvo que enfrentarse a las
tropas de su tío, el infante Carlos María Isidro, que se negaba a
permitir que una mujer pudiera dirigir España.
Durante
muchos días, me sumerjo en las imágenes y las vidas de todas esas
mujeres cuyo papel fundamental en la vida fue el de dar herederos a la
dinastía, además de servir de floreros y ejemplos de piadoso
comportamiento. Veo cómo una y otra vez eran utilizadas como piezas del
ajedrez diplomático sin ningún respeto hacia sus sentimientos: Isabel
de Valois había estado prometida con el infante don Carlos; pero al
quedarse viudo el padre, Felipe II, la casaron con éste; ella tenía
trece años; él , treinta y dos. Isabel de Borbón era una niña de doce
años cuando contrajo matrimonio con el irremediablemente infiel Felipe
IV. Y su sucesora en el lecho de este rey, Mariana de Austria, tenía
trece, mientras que él había cumplido ya los cuarenta y dos. Una de las
hijas de Felipe V, María Ana Victoria, fue enviada a los tres años a
París para casarse con Luis XV, rechazada luego y casada finalmente a
los diez con el heredero de Portugal.
Durante
sus años de vida -a menudo breves a causa de las complicaciones de
embarazos y partos- , trajeron hijos al mundo sin cesar: María Luisa de
Parma, la esposa de Carlos IV, estuvo embarazada veinticuatro veces y
sufrió diez abortos. María de Austria, hija de Carlos V, parió quince
hijos en veinticuatro años de matrimonio. Margarita de Austria, esposa
de Felipe III, tuvo tiempo de tener ocho criaturas antes de morir de
parto a los veintiséis años. Partos que, por cierto, tenían lugar en
público, en presencia de todos los grandes de la corte y los
embajadores. Como el resto de la vida de aquellas mujeres, que
transcurría siempre ante los ojos de centenares de personas. (Se me
dirá que también les ocurría lo mismo a los reyes, pero ellos podían
escaparse de palacio cuando querían, como bien demuestran los numerosos
amoríos y noches de juerga de muchos de ellos).
Entretanto,
se vieron obligadas a alejarse para siempre de sus padres y hermanos,
rezaron o fingieron hacerlo sin parar, ocultaron sus tristezas y sus
enamoramientos y se pasearon por los palacios cubiertas de telas
preciosas y de joyas magníficas, dando testimonio de la riqueza de sus
maridos o padres, pero con los cuerpos encerrados bajo corsés de
madera- al menos, en la época de los Austria- y complicados artefactos
que ocultaban del todo sus formas femeninas.
A
las niñas nos han hecho siempre desear ser princesas. Pero las
princesas, en su mayor parte, no fueron nada más que mujeres
esclavizadas. Un triste ejemplo para el género femenino.
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