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El fusil en tiempos de Napoleón
Autor: Fernando Quesada Sanz
Mucho ruido y pocas nueces: en combate, sólo cinco de
cada mil disparos daban en el blanco. Matar a un enemigo "costaba su peso
en plomo".
La instrucción militar en orden cerrado[1]
está hoy en día obsoleta desde el punto de vista táctico[2],
aunque conserva su utilidad en la instrucción básica. Sin embargo, las
formaciones tácticas cerradas, la cadencia acompasada de la marcha y los
movimientos simultáneos en la carga y disparo fueron indispensables con la
generalización de las armas portátiles de fuego desde el siglo XVI hasta
mediados del XIX. El manejo del fusil en época Napoleónica -entre 1789 y 1815-
explica bien las razones.
Desde principios del siglo XVIII habían cambiado bien
poco los instrumentos básicos de la guerra: hombres y bestias desplazándose a
pie por caminos embarrados o polvorientos, y armados con fusiles y cañones de
avancarga[3].
En particular, los fusiles con que se armaron los ejércitos napoleónicos, con
llave de chispa o sílex, eran muy similares a los de todo el siglo anterior, y
muy parecidos en todos los países europeos, aunque su calidad de fabricación
variaba: los fusiles rusos tenían fama de estar mal fabricados, y los españoles
eran particularmente robustos. Por otro lado, Inglaterra cedió o vendió
centenares de miles de fusiles (el tipo llamado Brown Bess) y otros pertrechos militares a países como España,
Portugal o Prusia, cuyos ejércitos a menudo combatieron vestidos y armados por
fabricantes británicos.[4]
Manipulación Compleja
El fusil de infantería medía unos 150 cm. sin bayoneta[5],
y pesaba unos 4,5 kilos. La secuencia de carga y disparo era compleja, y
requería durante la instrucción de los reclutas la repetición de una serie de
movimientos hasta que pudieran ser realizados instintivamente en medio de la
tensión y confusión del combate; he aquí, pues, la primera necesidad del orden
cerrado. El soldado montaba el arma, descubriendo la cazoleta de la llave de
chispa; luego extraía de una cartuchera colgada en bandolera un cartucho
(llevaba unos sesenta); éste se componía de una bolsita cilíndrica de papel que
contenía una carga medida de pólvora negra[6]
y una bala esférica de plomo de unos 30 gramos de peso y unos 17,5 mm. de calibre
(diámetro). A continuación, mordía el papel, ponía horizontal el fusil y
depositaba una pequeña cantidad de la pólvora del propio cartucho en la
cazoleta, que se cubría con la cobija para evitar que se derramara.
Luego apoyaba el arma vertical en el suelo e
introducía por la boca del cañón el resto del cartucho. En casos de emergencia,
podía verterse a ojo pólvora suelta y cargar con los más extraños proyectiles.
Para poder empujarlo hasta el fondo del cañón, extraía la baqueta, bastón
metálico que iba sujeto al fusil en el baquetero o tubo bajo el cañón, y
atacaba -esto es, empujaba- el cartucho; retiraba luego la baqueta y la volvía
a guardar. Luego empuñaba el arma, armaba el pie de gato, pieza que sostenía un
fragmento de pedernal, encaraba (normalmente no se apuntaba con precisión) y
apretaba el disparador. En ese momento, un resorte impulsaba el pie de gato con
el pedernal contra otra pieza metálica, el rastrillo. El impacto de sílex
contra metal hacía saltar chispas que inflamaban la pólvora depositada en la
cazoleta. Esta ignición se trasmitía hasta el fondo del cañón a través de un
pequeño conducto u oído; la pólvora del cartucho allí depositada se inflamaba y
los gases en expansión impulsaban la bala y calcinaban el papel. Luego, la
secuencia comenzaba de nuevo.
Muchas cosas podían ir mal en este proceso, sobre todo
si el soldado no estaba bien entrenado. Podía, por ejemplo, derramar la pólvora
de la cazoleta, con lo que las chispas del pedernal no tendrían donde prender;
podía, en la confusión del combate, meter dos o más cartuchos, y reventar el
cañón; podía -y esto era frecuente- olvidarse de sacar la baqueta, y dispararla
junto con la bala, con lo que el fusil quedaba inutilizado. Por eso se exigía
siempre reintroducir la baqueta en el baquetero a cada disparo, pues si se
clavaba en el suelo un súbito movimiento de la unidad podía hacer que se
olvidara. Además de los errores, los fallos mecánicos eran frecuentes: si el
tiempo era lluvioso, el pedernal podía no inflamar la pólvora húmeda; si el
sílex no estaba adecuadamente tallado o colocado no saltarían chispas (la
robusta llave de miquelete española permitía que funcionara casi cualquier
trozo de sílex); el oído, muy estrecho, podía obstruirse...
Además, la pólvora negra quemaba mal y, con los restos
de la combustión y del papel de los cartuchos, el cañón acababa por obstruirse.
En sus memorias, Jean-Roch Coignet (1776-1865), soldado de
Napoleón, ofrece una solución de campo para este último problema: orinar en el
interior del cañón, verter pólvora suelta y quemarla.
En estas condiciones, el disparo fallaba una de cada
seis veces en condiciones ideales, y una de cada cuatro o peor en tiempo húmedo
o en combates prolongados. En teoría, un soldado bien entrenado podía disparar
cinco veces por minuto; pero en combate lo normal era un ritmo de dos o tres
disparos por minuto, o menos, si el fuego se prolongaba. Además, el retroceso
era brutal y podía dislocar el hombro: algunos soldados derramaban algo de la
pólvora del cartucho, lo que disminuía el retroceso, pero acortaba
drásticamente el alcance. Por todo ello era tan importante la primera descarga,
cuando los fusiles estaban limpios, bien cargados, y no había humo que limitara
o impidiera la visibilidad.
Una escopeta de feria
¿Qué eficacia real tenía este arma? Relativa. Carente
de rayado en el ánima[7],
la trayectoria de la bala era imprecisa y en condiciones de combate era
imposible apuntar bien. Aunque el alcance teórico efectivo era de unos 200
metros, a más de 75 el tiro individual suponía desperdiciar munición. A más de
200 metros, el fuego de fusilería normal era ineficaz incluso en descargas
masivas. La única forma de asegurar una cierta eficacia era agrupando una gran
densidad de fusiles en un frente reducido, disparar en descargas lo más
cerradas posible y a la menor distancia que permitieran los nervios de los
soldados: “cuando se vea el blanco de sus ojos”. Esta es la otra razón para las
cerradas formaciones del siglo XVIII y principios del XIX: asegurar una cierta
eficacia en el tiro de un arma inherentemente imprecisa.
En experimentos realiza dos en condiciones ideales
sobre grandes blancos de tela, una unidad descansada y entrenada podía obtener
un 50% de impactos a cien metros, y un 30%, a doscientos metros. Pero la
realidad del campo de batalla era bien distinta: salvo en casos muy especiales
y recordados -como una primera salva a sólo 20 metros que consiguió un 30% de
blancos-, lo normal era que a unos 200 metros sólo de un 3 aun 4% de los
disparos realizados alcanzara a un enemigo, ascendiendo quizá al 5% a 100
metros.
Tomado en conjunto, distintos autores de la época
calculaban que sólo de un 0,2% al 0,5% del total de balas disparadas en una
batalla daba en algún blanco, y que para matar un hombre era necesario
'dispararle siete veces su peso en plomo'. Sólo por esa ineficacia podían tener
ciertas garantías de avanzar y sobrevivir las compactas formaciones tácticas
del período. No es de extrañar en estas condiciones que incluso en 1792 el
teniente coronel inglés Lee, del 44 Regimiento, propusiera seriamente la
reintroducción del arco largo con argumentos sensatos: era más barato que el
fusil, no más impreciso, tenía un alcance eficaz similar, no producía humo,
causaba graves heridas en enemigos sin armadura y su cadencia de tiro era de
cuatro a seis veces más rápida.
Sin embargo, el arquero necesitaba más espacio que el
fusilero, un viento fuerte inutilizaba las flechas, y sobre todo costaba años
entrenar a un arquero eficiente, mientras que los movimientos para el manejo
del fusil podían enseñarse, mal que bien, en horas o días.
El gran calibre (unas seis veces mayor que el
moderno), peso y maleabilidad de las balas de plomo, unidos a la baja velocidad
del proyectil (unos 320 m/s.), hacían que este fusil tuviera un gran poder de
detención y que causara heridas terribles. Además, los bajos niveles
higiénicos, la práctica inexistencia de servicios médicos competentes -barón
Larrey[8]
aparte- la inexistencia de antibióticos hacían que cualquier herida resultara
peligrosa, por leve que fuera, y que la amputación de miembros sobre la marcha
fuera el tratamiento de urgencia usual.
[1] La instrucción
militar en orden cerrado consiste en el entrenamiento que reciben los soldados
para actuar todos juntos de manera automática. Es la que se da para realizar
los desfiles.
[2] La táctica
es el conjunto de actuaciones que se realizan para ganar un combate sobre el
terreno, la estrategia consiste en las actuaciones que se realizan para
ganar una guerra. Ser un buen táctico, ganar batallas, no es lo mismo que ser
un buen estratega, ganar guerras. Una guerra se puede ganar por vencer en una
batalla decisiva (victoria militar), por arruinar al estado enemigo (victoria
económica) o por matar a tantos enemigos que ya no quiera continuar luchando (victoria
demográfica).
[3] Las armas de fuego de avancarga se cargaban por la boca del cañón. No fue hasta 1850, aproximadamente, durante la Revolución Industrial cuando se inventan y generalizan los cañones, primero, y los fusiles, más tarde, de retrocarga.
[4] Eso se explica
porque a principios del siglo XIX Gran Bretaña estaba viviendo la Primera
Revolución Industrial y era la principal productora de ropa en Europa.
[5] La bayoneta es una
cuchilla metálica que se sujeta en la boca del fusil y sirve para usarlo como
arma cuerpo a cuerpo cuando se terminan las balas.
[6] A mediados del siglo XIX, con la Revolución Industrial, se inventó la pólvora sin humo, pero, hasta entonces, los soldados usaban cartuchos con pólvora negra que producía grandes cantidades de humo. En las batallas donde se producían cientos de miles de disparos se producía una niebla espesa a causa del humo de la pólvora que solía limitar la visión a unos pocos metros.
[7] El rayado del
ánima es la acanaladura que existe en el interior del tubo del cañón y que
permite a la bala salir en línea recta girando sobre sí misma, lo que hace que
tenga sentido apuntar un arma. En las armas de fuego sin rayar los proyectiles
pueden salir en cualquier dirección. Aunque se inventó antes el rayado del
ánima no se hizo común hasta mediados del siglo XIX, cuando las técnicas de la
Revolución Industrial lo convirtieron en un proceso industrial común y barato.
[8] Dominique-Jean Larrey, Barón
Larrey (1766 – 1842) fue un cirujano que, en las guerras napoleónicas, creó el transporte por ambulancia e introdujo los principios de la sanidad
militar moderna, realizando los primeros triajes en los campos de batalla. El triaje
es la selección por parte de los médicos del orden de atención de los pacientes
basados en principios científicos.
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