dATOS PARA EL TEXTO SACADOS DE MANUALES HISTORIA MODERNA Y CONTEMPORANEA EXCEPTO DATOS CHINA E INDIA SACADOS DE POPULSTAT.INFO
La demografía en la Edad Moderna
La demografía en la Edad Moderna
La demografía es el
estudio de la población, su cantidad y características. Durante la
Edad Moderna (del siglo XVI al siglo XVIII) la cantidad de habitantes
de un país estaba en relación directa con su riqueza y poder, pues
en una sociedad anterior a la mecanización mucha población era
mucha mano de obra disponible y mucha riqueza.
Antes del siglo XVIII toda
la Humanidad se ajustaba al régimen demográfico antiguo
caracterizado por una natalidad y una mortalidad elevadas.
Aunque la nobleza y la
realeza solían realizar matrimonios tempranos, la mayoría de la
población se casaba a los 25 o 30 años. Esto se debía a la
existencia de la familia extensa. El trabajo (agrícola y artesanal)
era tarea de la comunidad familiar formada por decenas de personas
que incluía padres, hijos, abuelos, tíos, primos, yernos, nueras.
Así que la edad en que alguien se independizaba de su familia para
crear una propia solía ser elevada.
Aunque el matrimonio era
tardío la experiencia solía repetirse pues eran comunes las viudas
y, sobre todo, los viudos.
La fecundidad femenina se
extendía desde los 25 hasta los 45 años aunque una mujer no podía
dar a luz más de siete u ocho veces, a causa de la prolongación de
la lactancia. Por ello la media de hijos nacidos por familia era de
cuatro o cinco, aunque solo dos o tres alcanzaban la edad del
matrimonio. De todos modos, a causa de la elevada natalidad, la mitad
de la población eran menores de 18 años.
De cada cien niños
nacidos el mismo año, 25 no cumplían un año, otros 25 morían
antes de los 20 y sólo la mitad superaban esa edad. A causa de lo
anterior la esperanza de vida al nacer era de 20 o 25 años. Un
hombre o una mujer a los 45 o 50 años eran viejos.
Las causas de una
mortalidad tan elevada eran una alimentación insuficiente, una
higiene escasa y la presencia de todo tipo de enfermedades.
La población solía
crecer con rapidez año a año hasta que se producía una crisis de
subsistencia o estallaba una epidemia y aquella se hundía
bruscamente.
En el siglo XVIII en
Inglaterra y alguna otra región se produce la llamada transición
demográfica, es decir el paso del régimen demográfico antiguo al
régimen demogáfico moderno.
La esperanza de vida al
nacer alcanza los 30 años, 40 para los burgueses, y aún más para
las minorías dirigentes.
En el siglo XVIII en
Europa la natalidad continuó siendo muy elevada pero empezó a
descender la mortalidad. Esto último se debió a una mejora en la
alimentación, lo que redujo las crisis de subsistencia ylas
epidemias. La dieta de los europeos mejoró gracias a la introducción
de las plantas americanas: la patata en Inglaterra, los estados
alemanesi
y Francia, y el maíz en España y los estados italianos.
La población creció en
el siglo XVIII en Europa de 120 a 187 millones de habitantes, siendo
los europeos un tercio de los habitantes del planeta. Aunque la mitad
de la Humanidad vivía en China (295 millones de habitantes en 1800)
e India (255 millones).
El crecimiento demográfico
en el siglo XVIII aumentó la población europea e hizo necesario
buscar soluciones para alimentar y ocupar a esas personas: se
pusieron en cultivo nuevas tierras, se intensificó la emigración
hacia América, se produjo éxodo rural, una parte de la mano de obra
excedente se integró en el domestic system (en Bohemia
-actual República Checa- 200.000 personas hilaban lino en sus
casas).
Algunos ejemplos del
crecimiento demográfico en el siglo XVIII (1701-1800) son
Inglaterra, que pasó de 5'5 a 9 millones de habitantes, los estados
italianos, que pasaron de 11'5 a 18, o Francia que pasó de 19 a 26.
iHablamos
de estados alemanes y de estados italianos para el siglo XVIII
porque, aunque existían los idiomas y culturas alemanes e
italianos, no existían ambos países ya que su territorio estaba
repartido entre decenas de estados.
población actual europa y países, ver densidad población desiertos-bandoleros
Estadísticas enlaces
http://pitt.libguides.com/c.php?g=12439&p=66002
http://pitt.libguides.com/c.php?g=12439&p=66002
http://www.populstat.info/
http://ocw.unican.es/ciencias-sociales-y-juridicas/historia-social/practicas-1/p1/evolucion-de-la-poblacion-en-europa
http://www.clionomia.com/recursos-de-aprendizaje/demograf%C3%ADa/poblaci%C3%B3n-europea-de-1000-a-2000/
http://cfacal.webs.uvigo.es/04cuadros.htm
http://historiadelmediterraneosincomplejos.blogspot.com.es/2013/04/el-norte-de-africa-durante-el-siglo.html
Santo temor al déficit
Llegan las elecciones y los partidos muestran un gran pavor ante la deuda pública
“Para el creyente, la salvación está en el santo temor de Dios; para todo ministro de Hacienda, la salvación está en el santo temor al déficit”.
Corría una tarde de 1905 cuando el ministro de Hacienda y premio Nobel
José Echegaray pronunció en el Parlamento esta frase, hoy más viva que
cualquiera de sus dramas. Echegaray sintetizó en pocas palabras un corpus
arraigado de doctrina económica: los Gobiernos de cualquier rincón del
mundo consideraban entonces que el Estado debía ser pequeño, apenas
intervenir en la sociedad y nunca gastar más de lo que recaudara.
Una gran depresión y dos guerras mundiales arrinconaron este paradigma, pues Europa occidental comprendió tras ellas que solo reduciendo la desigualdad social cabía reconstruir el continente y deslegitimar las ideologías revolucionarias —o contrarrevolucionarias— que habían llevado a la debacle. Así, la convicción de que el Estado podía mejorar la vida de los ciudadanos se hizo hegemónica en las décadas centrales del XX. Los Gobiernos perdieron aquel temor religioso al déficit e impulsaron un aumento del gasto en educación, sanidad e infraestructuras, destinado a redistribuir las rentas, financiado con crédito e impuestos. Así ocurrió en toda Europa occidental salvo en las dictaduras del sur. Aislada bajo el franquismo, España siguió presa de la fe en el equilibrio presupuestario: el Estado del bienestar no llegó hasta bien avanzada la democracia.
Toda una hazaña pues a esas alturas la revolución conservadora de los ochenta instauraba un nuevo paradigma global, un liberalismo radical, remozado, presto a desmantelar la expansión estatal aún a costa del bienestar ciudadano y ahíto de temor al sacrosanto déficit. Temor que impregna desde final del pasado siglo a las instituciones europeas, resueltas a aplicar a martillazos la ortodoxia presupuestaria.
Y en estas seguimos hoy. Llegan las elecciones y los partidos de la derecha conservadora, el centro liberal y la vieja socialdemocracia, como sus afines en Europa, muestran en sus programas el mismo pavor al déficit que describía Echegaray, mientras la nueva izquierda hace aspavientos de protesta frente al mandato europeo, carentes de credibilidad vista la experiencia de Grecia. Pero quién sabe: si hubo una época —no tan lejana— en que el fervor místico por el equilibrio presupuestario parecía una antigualla, quizás llegue algún día otra racha del mismo signo. Un tiempo secularizado en el que l
Se celebró como el gran triunfo de la democracia: de los 36 Estados democráticos contabilizados en 1974 se había pasado, 20 años después, a 117. Y aún seguía la cuenta cuando alguien advirtió que a medida que aumentaba el número de democracias, crecía también el de Gobiernos elegidos que infringían la Constitución, violaban los derechos de los individuos y las minorías e invadían las funciones del legislativo y del judicial. Autocracias electivas se llamó el nuevo invento; en ellas, tras las grandes expectativas, la corrupción comenzó a campar por sus respetos, con Putin y Chávez en la avanzadilla de estos autócratas elegidos.
En España, la democracia consolidada es cosa reciente. Pero el orden político del que procede, pongamos desde los años cuarenta del siglo XIX, siempre estuvo asentado en redes familiares y clientelares que un profeta, Joaquín Costa, definió como oligarquía y caciquismo. Con eso, la Administración independiente, el imperio de la ley y la rendición de cuentas que caracterizan el buen Gobierno democrático nunca acabaron de instalarse en la médula de nuestro sistema político. Todo lo contrario: desde los años ochenta del siglo pasado, la descentralización del poder, con autonomía de los poderes regionales en todos los espacios en que el dinero se roza con la política, ha acabado por identificar democracia con corrupción del sistema político. De Cataluña a Andalucía, pasando por Madrid o Valencia, no hay poder territorial que se haya librado de las redes de familiares, amigos y clientes.
¿Tiene remedio? Todo, menos la muerte, tiene remedio en la vida. La cuestión es poner manos a la obra. Y entonces la tentación es grande de pensar que lo único que hace falta es una buena escoba que barra a los corruptos, un cirujano de hierro, un poder Ejecutivo fuerte y sin trabas. No bastan las lecciones del pasado: las nuevas generaciones tendrán que aprender también en propia carne que todos los salvapatrias, más aún si son elegidos, acaban por convertirse en los peores focos de corrupción. Control y equilibrio de poderes, Administración autónoma, imperio de la ley, rendición de cuentas: eso es todo; pero qué trabajito y cuánto tiempo nos cuesta entenderlo.
Santos JUliá
Una gran depresión y dos guerras mundiales arrinconaron este paradigma, pues Europa occidental comprendió tras ellas que solo reduciendo la desigualdad social cabía reconstruir el continente y deslegitimar las ideologías revolucionarias —o contrarrevolucionarias— que habían llevado a la debacle. Así, la convicción de que el Estado podía mejorar la vida de los ciudadanos se hizo hegemónica en las décadas centrales del XX. Los Gobiernos perdieron aquel temor religioso al déficit e impulsaron un aumento del gasto en educación, sanidad e infraestructuras, destinado a redistribuir las rentas, financiado con crédito e impuestos. Así ocurrió en toda Europa occidental salvo en las dictaduras del sur. Aislada bajo el franquismo, España siguió presa de la fe en el equilibrio presupuestario: el Estado del bienestar no llegó hasta bien avanzada la democracia.
Toda una hazaña pues a esas alturas la revolución conservadora de los ochenta instauraba un nuevo paradigma global, un liberalismo radical, remozado, presto a desmantelar la expansión estatal aún a costa del bienestar ciudadano y ahíto de temor al sacrosanto déficit. Temor que impregna desde final del pasado siglo a las instituciones europeas, resueltas a aplicar a martillazos la ortodoxia presupuestaria.
Y en estas seguimos hoy. Llegan las elecciones y los partidos de la derecha conservadora, el centro liberal y la vieja socialdemocracia, como sus afines en Europa, muestran en sus programas el mismo pavor al déficit que describía Echegaray, mientras la nueva izquierda hace aspavientos de protesta frente al mandato europeo, carentes de credibilidad vista la experiencia de Grecia. Pero quién sabe: si hubo una época —no tan lejana— en que el fervor místico por el equilibrio presupuestario parecía una antigualla, quizás llegue algún día otra racha del mismo signo. Un tiempo secularizado en el que l
Democracia y autocracia
En España, la democracia consolidada es cosa reciente. Pero el orden político, no
Se celebró como el gran triunfo de la democracia: de los 36 Estados democráticos contabilizados en 1974 se había pasado, 20 años después, a 117. Y aún seguía la cuenta cuando alguien advirtió que a medida que aumentaba el número de democracias, crecía también el de Gobiernos elegidos que infringían la Constitución, violaban los derechos de los individuos y las minorías e invadían las funciones del legislativo y del judicial. Autocracias electivas se llamó el nuevo invento; en ellas, tras las grandes expectativas, la corrupción comenzó a campar por sus respetos, con Putin y Chávez en la avanzadilla de estos autócratas elegidos.
En España, la democracia consolidada es cosa reciente. Pero el orden político del que procede, pongamos desde los años cuarenta del siglo XIX, siempre estuvo asentado en redes familiares y clientelares que un profeta, Joaquín Costa, definió como oligarquía y caciquismo. Con eso, la Administración independiente, el imperio de la ley y la rendición de cuentas que caracterizan el buen Gobierno democrático nunca acabaron de instalarse en la médula de nuestro sistema político. Todo lo contrario: desde los años ochenta del siglo pasado, la descentralización del poder, con autonomía de los poderes regionales en todos los espacios en que el dinero se roza con la política, ha acabado por identificar democracia con corrupción del sistema político. De Cataluña a Andalucía, pasando por Madrid o Valencia, no hay poder territorial que se haya librado de las redes de familiares, amigos y clientes.
¿Tiene remedio? Todo, menos la muerte, tiene remedio en la vida. La cuestión es poner manos a la obra. Y entonces la tentación es grande de pensar que lo único que hace falta es una buena escoba que barra a los corruptos, un cirujano de hierro, un poder Ejecutivo fuerte y sin trabas. No bastan las lecciones del pasado: las nuevas generaciones tendrán que aprender también en propia carne que todos los salvapatrias, más aún si son elegidos, acaban por convertirse en los peores focos de corrupción. Control y equilibrio de poderes, Administración autónoma, imperio de la ley, rendición de cuentas: eso es todo; pero qué trabajito y cuánto tiempo nos cuesta entenderlo.
Santos JUliá
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