Mi acompañante los miró despectivamente y dijo que la juventud de ahora no sabe comportarse. Le recordé que en su juventud él se comportaba exactamente igual. Dijo que "bueno, puede que alguna vez". Le dije que sí, que puede que alguna vez por semana al menos, que tengo memoria. Siguió con su cantinela: "Mira qué pintas llevan". Le dije que aún debo tener por ahí alguna foto de grupo de cuando él quería ser un bajista famoso y se pintaba el pelo de amarillo, se ponía una cruz en la oreja y vestía como un componente de Golpes Bajos. "Al menos respetábamos a los mayores", dijo. No, no es cierto. No respetábamos a nadie, ni a los mayores, empezando por nuestros abuelos. Le recordé que una vez se metió en una iglesia y empezó a salpicar con agua bendita a los feligreses mientras chillaba negando la existencia de Dios hasta que lo echaron a empujones y que durante años, hasta que nos hicimos mayores, todos contábamos aquello como una gran epopeya. Zanjó la discusión: "Bah, da igual. Los jóvenes de ahora son una panda de idiotas".
Es curioso cómo vamos quemando etapas, deshaciéndonos de nosotros mismos. El adolescente reniega del niño que fue y el joven del adolescente. A los 16 años uno piensa que es mayor. A los 18 cree que el de 16 es un niño. A partir de los 40 nos comportamos como si hubiéramos nacido siendo adultos. Así es generación tras generación. Se pueden encontrar montañas de libros escritos a lo largo de los últimos 2.000 años en los que gente mayor habla de la inconsciencia de la juventud, de su indisciplina, de su inclinación a la violencia y de su irresponsabilidad. Curiosamente, entre todas esas montañas de textos, casi ningún autor reconoce que fue joven y se comportó como tal.
Como mucho, podemos reprochar a los jóvenes de hoy lo mismo que podríamos reprochar a los jóvenes que fuimos nosotros: que toda esa fogosidad no se haya dirigido al lugar adecuado o se haya utilizado para algo útil. Desde el 15M de 2011, un breve paréntesis en el que los jóvenes se movilizaron para exigir mejoras democráticas, no se ha vuelto a saber nada de ellos, salvo que van haciéndose mayores y dejando sitio a otros que prefieren matar el tiempo haciendo lo que tiene que hacer alguien a su edad: fumar para sentirse mayores, como yo, beber, drogarse e ir a festivales. Tiene su explicación. Después de todo, los jóvenes siempre son más listos de lo que pensamos y cuando leen en qué quedaron el mayo del 68 o el 15M tienen sobrados motivos para no luchar para nada más que formarse, sacar una carrera si acaso y convertirse en parados cualificados y carne de emigración.
Lo único que queda claro es que al joven o al adolescente siempre se le dice lo mismo: "Cuando seas mayor lo entenderás". Una gran mentira, como la de los Reyes Magos o el ratoncito Pérez. De todas las cosas que yo no entendía a los 16 años sigo sin comprender ninguna. Solamente he comprendido que las generaciones que nos precedían luchaban para dejarnos un mundo mejor y fracasaron estrepitosamente. También veo cómo ahora, que somos nosotros los que tenemos que dejar a nuestros hijos un mundo al menos apañado, sólo podemos ofrecerles borrascas, incendios, sequía, himnos, escudos y banderas.
Así que, desde mi experiencia, lo único que puedo recomendarle a un joven es que disfrute de la vida, que alargue su juventud todo lo que pueda y que vaya de festival en festival, que trasnoche, que deje transcurrir la vida y que espere a que las cosas sucedan y se arreglen o no se arreglen mientras procura intervenir lo menos posible. Más o menos, en pocas palabras, que viva como Rajoy. Es la única posibilidad de que las cosas le vayan bien.
En septiembre pasé por delante del bar en el que mi pandilla solía reunirse por las tardes, al salir del instituto. Hacía tres o cuatro años que no me acercaba por allí y, por lo que pude comprobar, debía de llevar otros tantos cerrado. Ese había sido mi primer bar. En sus mesas aprendí a jugar a las cartas y en sus mesas olvidé cómo se jugaba. Allí me bebí mi primer Larios con Coca-Cola y, probablemente, también el último. Fue en los sofás del fondo donde me di el lote por primera vez con una chica, que en el acto pasó a ser el amor de mi vida durante por lo menos una semana. Mientras echaba un vistazo a través del cristal, no pude evitar pensar en que todos aquellos recuerdos, de alguna forma, todavía seguían allí dentro, adheridos a la barra y a las sillas y al fondo de algunos vasos.
No es la primera vez que me ocurre. Suelo pensar que los recuerdos, en realidad, no nos pertenecen. No existen en nuestra memoria. Se quedan atrapados para siempre en las cosas que nos vinculan a ellos. Cuando paseo cerca de algún piso en el que viví, por ejemplo, tengo la sensación de que todavía forman parte de él las cenas con los amigos, las tardes en el balcón, aquella novela estupenda que comencé a leer en el sofá una mañana de sábado y no pude soltar hasta el domingo por la noche. Todo eso sigue allí. Porque los recuerdos permanecen almacenados en las cosas. Esa es la razón por la que nos cuesta tanto desprendernos de ellas. Por eso hay objetos que nos resistimos a tirar. Por todo lo que se iría con ellos.
Anteayer quise pasar otra vez por delante de aquel bar de mi adolescencia, pero cuando doblé la esquina ya no estaba. En su lugar, había una heladería. Ni rastro de las mesas donde aprendí a jugar a las cartas. Ni rastro de su barra, que ahora es un mostrador con una vitrina expositora. Sin embargo, dirigí la vista hacia el hueco que solían ocupar los sofás del fondo y seguían intactos. Con el mismo tapizado que tenían cuando yo era un chaval.
Me di cuenta entonces de que seguramente no volveré a entrar en ese local. No mientras sigan allí esos sofás. Me temo que todavía me traen demasiados buenos recuerdos.
Desde hace unos meses, los vacíos de mi edificio se llenan con las disputas a voces de la familia del tercero, especialmente los rellanos y las escaleras. En La vida instrucciones de uso ya advierte George Perec de que son estos espacios "el lugar neutro de todos y de nadie, donde se cruza la gente casi sin verse, donde resuena lejana y regular la vida de cada casa". En el caso de mis vecinos, el sonido que nos regalan a los demás es una infinidad de acaloradas discusiones entre una madre divorciada y su hijo adolescente, un idiota que se cree un hombre porque sus amigos le llaman Killer y una rubita con las tetas desarrolladas lo acompaña hasta al portal al salir de pasantía. "¡Ya no soy un niño, joder!", alega el muy imbécil cada vez que su madre le afea la conducta e impone su autoridad, un pataleo tan infernal que en unos años echará la vista atrás y se le caerá la cara de vergüenza por protagonizar semejantes teatrillos. Alguna vez he pensado en atacarlo de frente y explicarle que haría bien en cerrar la bocaza, aprovechar los años salvajes que todavía le quedan por delante y dejar a su madre comportarse como lo que es: una adulta responsable. Pero entonces recuerdo los sanquintines que organizaba yo a su edad y me entran ganas de abrazarlo, a ver si se me pega algo de su insultante insensatez.
No hay nada de malo en vivir como un verdadero estúpido cuando uno tiene la edad apropiada para hacerlo. A los trece años, o a los dieciséis, uno debe dar rienda suelta a su propia estupidez y consentir la de los demás, cuidarla como un bien perecedero que pronto se convertirá en un auténtico problema, pues la edad adulta ya no es compatible con la necedad. La diferencia entre la buena y mala estupidez no es más que una cuestión de años, un salto cualitativo entre el joven imbécil incapaz de calcular las consecuencias de sus actos y la pose perfectamente articulada de una persona madura y atroz, ese escudo con el que nos armamos para darnos cierta importancia y camuflar una realidad que no es la que habíamos imaginado cuando cubríamos carpetas con las fotos de nuestros ídolos y jugábamos a ser mayores. Negarme a acudir a mis citas con el pasado responde precisamente a esto, a la incapacidad para afrontar una pregunta para la que conozco la respuesta aunque, por orgullo, me niegue a admitirla: ¿Son ellos los que se han convertido en unos perfectos imbéciles o soy yo? Eres tú, Rafael; siempre fuiste tú, solo que antes molabas.
Lo intento y no recuerdo una sola conversación sobre violencia machista con aforo cojonero en la que no acabemos compadeciéndonos por algún conocido que maltrata "por amor", enfrentando los números de muertas con el de denuncias falsas o concluyendo que el divorcio está pensado para que la mujer pueda asfixiar al hombre hasta hacerle perder los estribos. Cuesta mucho creer que podamos ser valientes en las reacciones cuando somos tan cobardes en el análisis, quizás ahí resida una buena parte del drama.
Desde pequeño he crecido en un ambiente que justifica casi cualquier tipo violencia hacia las mujeres, desde la pequeña bronca hasta el insulto más grave, pasando por las diferentes intensidades de un buen bofetón. Mil veces he escuchado la molesta cantinela acerca del papel de la mujer en la familia, el cuento de la sufrida esposa y la buena madre, los reproches hacia cualquier hembre que no acepte la normal y agradecida sumisión al macho.
Hace unos meses asistimos al relato inclinado sobre Sergio Morate, el asesino de Marina Okarynska y Laura del Hoyo. Cuesta entender con qué intención se aportó como información relevante la insistencia de este en recomponer la relación con su exnovia, los centenares de llamadas y mensajes de texto, su viaje a Ucrania, sus constantes visitas al puesto de trabajo de ella. Había algo en todo aquello que supuraba cierta comprensión o al menos una cierta lógica en la posterior reacción del asesino, una actitud informativa que se ha repetido esta misma semana a raíz del juicio a la ya tristemente famosa Manada.
De repente nos hemos topado con una víctima fiscalizada, una pobre chica a la que cinco animales pisotearon en lo más hondo de su alma y a la que una parte de la opinión pública comenzó a mirar con cierta desconfianza, otra muestra más de que la mujer maltratada sigue despertando recelo en una buena parte de la sociedad que prefiere ahondar en su sufrimiento antes que reconocerse parte del problema.
Uno trata de ser optimista y repetirse que España se adapta rápido a los cambios, como se ha comprobado con la ley de matrimonio entre personas del mismo sexo: un avance que comenzó con manifestaciones multitudinarias en las calles y que hoy apenas cuestionan unos cuantos inadaptados. El problema principal a la hora de afrontar la violencia machista quizás resida en la negativa de una buena parte de la clase política a plantar batalla sin ningún tipo de concesiones. Se podría debatir sobre si la actual legislación resulta o no suficiente para abordar semejante problemática pero parece evidente que no se están aportando ni los medios ni el mínimo esfuerzo colectivo para poner fin a la desigualdad y al maltrato. Todavía son demasiado los responsables públicos que prefieren centrar su atención en desacreditar los diferentes movimientos feministas, en enfangar el debate con supuestas cifras de denuncias falsas, en tolerar, por acción u omisión, conductas que se podrían erradicar a poco se demostrara un verdadero interés por castrarlas definitivamente. Vale la pena situar el machismo y la desigualdad entre las principales preocupaciones del país porque estoy seguro de que no tardaríamos demasiado años en disfrutar los réditos.
Mientras tanto, habrá que seguir conviviendo con la vergüenza colectiva que produce un país sin horizonte, un país en el que la mayoría de los hombres afrontamos con cobardía hasta el más íntimo debate, incapaces de madurar al ritmo que requiere la urgencia. La violencia machista no es un problema que se vaya a solucionar desde el pataleo propio de los niños y en gran parte depende de nosotros poner freno a esta barbarie: va siendo hora de que empecemos a comportarnos como auténticos hombres, al menos en el sentido estrictamente feminista de la expresión.
Las penas siempre se cumplen íntegramente
Cada vez que se produce un crimen execrable comienza el debate, tanto sobre la duración de las penas como sobre el cumplimiento de las condenas impuestas a quienes, finalmente, son declarados culpables. El argumento, en el fondo, es siempre el mismo: hay que buscar la fórmula para que las penas se cumplan íntegramente, como si hasta ahora no fuese así. Lo que subyace en estos planteamientos no es otra cosa que una visión inconstitucional de las penas privativas de libertad y el deseo, de no pocos, de adentrarnos en un sistema penal basado exclusivamente en el castigo.
Este proceso de "des-constitucionalización" de las penas, o de arrastrarlas fuera del mismo marco constitucional que tanto se dice respetar, comenzó con la Ley Orgánica 7/2003 que estableció, entre otras cosas, el denominado "periodo de seguridad" según el cual, en función de unos determinados delitos, los penados no podían acceder al tercer grado penitenciario sin antes haber extinguido ese "periodo de seguridad". Posteriormente han venido otras reformas hasta llegar a la prisión permanente revisable, un eufemismo para referirse a la cadena perpetua, que es una pena contraria a nuestro ordenamiento, tal y como ha establecido, en diversas resoluciones, el Tribunal Europeo de Derechos Humanos.
Ahora, y a raíz del tremendo caso de Diana Quer, se está aprovechando, una vez más, un hecho lamentable pero muy concreto para intentar buscar el mismo objetivo: que las penas sólo sean retributivas. En esta ocasión, lo intentarán a través de una reforma de la Ley General Penitenciaria estableciendo límites a los denominados "beneficios penitenciarios" que serían los permisos de salida y la clasificación en tercer grado de tratamiento (régimen abierto). El argumento es el de siempre y que tan fácilmente cala en una sociedad que parece asumir, de buen grado, que las penas solo han de cumplir con la función de castigar al culpable: hay que hacer que las penas se cumplan íntegramente.
Seguramente, si tuviésemos las ideas más claras, nos sería más sencillo no caer en las trampas de quienes pretenden, a golpe de telediario, no solo endurecer unos de los códigos penales más duros de Europa sino, al mismo tiempo, vaciar de contenido al artículo 25 de la Constitución y desmontar un sistema penitenciario que, con sus aciertos y errores, es uno de los más avanzados de Europa. La realidad dista mucho de ser como nos la presentan.
¿Cómo se cumplen las penas en España?
Básicamente, sobre la base de un sistema progresivo de cumplimiento que implica que, en función de la evolución del penado respecto a su tratamiento, puede ir progresando en su situación penitenciaria, también retrocediendo. Es decir, se estableció un sistema que muchos denominamos de 4 grados: primer grado (aislamiento), segundo grado (régimen normal), tercer grado (régimen abierto) y cuarto grado (libertad condicional); cada uno de esos grados tiene unos requisitos, unas necesidades y unas obligaciones para el penado y no son más que formas de cumplimiento de las penas. Afirmar lo contrario es faltar a la verdad.
¿Cuándo pueden los penados acceder a "beneficios penitenciarios"?
Simplificando mucho las cosas, podemos decir que a partir de tener la cuarta parte de la pena cumplida, estar clasificado en segundo grado de tratamiento y observar buena conducta. Obviamente, al tratarse de "beneficios penitenciarios", y no de derechos, su concesión dependerá de muchos otros factores, entre los cuales se analizan, también, el tipo delictivo por el que ha sido condenado, su trayectoria penal y penitenciaria, su perfil psicológico, su adaptación al tratamiento que se le haya impuesto, su asunción del o de los delitos cometidos, etc... por lo que no se conceden de forma automática sino después del estudio individualizado de cada solicitante.
A partir de la concesión de permisos de salida, el penado comienza a salir de la cárcel por periodos no superiores a 6 días, como forma de ir preparándolo para la vida en semi-libertad así como para paliar la "prisionización" o consecuencias negativas de las largas estancias en prisión, que las hay y muchas.
¿Cuándo pueden los penados acceder al tercer grado o régimen de semi-libertad?
Excepcionalmente, podrían hacerlo desde su primera clasificación, pero la realidad es que no nos encontraremos con internos en régimen abierto que no hayan, como mínimo, disfrutado de una serie de permisos y hayan, a través de los mismos y de sus años de cumplimiento, demostrado que están preparados para hacer una vida en semi-libertad. El tercer grado penitenciario conlleva, entre otras cosas, que los internos acudan a dormir a un Centro de Inserción Social (CIS), al menos, de lunes a viernes; tengan un trabajo remunerado que será supervisado por Instituciones Penitenciarias y cumplan con las normas establecidas en cada CIS. Además, desde la Ley Orgánica 7/2003, para muchos de ellos, se agrega otro requisito: haber cumplido el periodo de seguridad que se establece en la mitad de la pena y haber satisfecho o estar satisfaciendo la responsabilidad civil a la que también hayan sido condenados.
¿Cuándo puede un penado acceder a la libertad condicional?
Básicamente, podrán acceder a dicho régimen de cumplimiento quienes estén clasificados en tercer grado, tengan cumplida las dos terceras o tres cuartas partes de la pena y cuenten con un pronóstico favorable de reinserción emitido por los Equipos Técnicos de Instituciones Penitenciarias. También podrán hacerlo los enfermos incurables y los septuagenarios sin cumplir con los anteriores requisitos.
La libertad condicional no es una libertad plena sino sometida a condición, es revocable y conlleva una serie de limitaciones, razón por la cual muchos consideramos que es un cuarto grado de cumplimiento y ello, sin perjuicio de las últimas reformas legales sufridas que la dejan en una suerte de periodo de suspensión de la pena.
¿Hasta cuándo cumplirá la pena un condenado?
Aquí está la clave: hasta el último día de aquellos a los que haya sido condenado por sentencia firme. Sí, todo penado es licenciado del cumplimiento, mediante resolución judicial, solo el día en que termina de cumplir íntegramente la o las penas impuestas y siempre ha sido así a pesar de lo que digan algunos políticos que, o no saben nada o, tal vez, saben demasiado.
Teniendo presente lo anterior, deberíamos asumir como una falacia la necesidad de modificar la legislación para que las penas se cumplan íntegramente porque siempre se han cumplido así. Cosa muy distinta es si queremos cambiar nuestro sistema penitenciario o dotar a las penas de un sentido distinto al establecido en el artículo 25 de la Constitución: "Las penas privativas de libertad y las medidas de seguridad estarán orientadas hacia la reeducación y reinserción social del penado".
Los mismos que se arropan con la Constitución como una suerte de texto sagrado, revelado e incuestionable, son los que desde hace años están vaciando de contenido tanto el artículo 25 de la CE como otros muchos de igual texto. Lo que tenemos que resolver es qué sistema penal y penitenciario queremos y, sobre esa base, adoptar un criterio legislativo claro, duradero y que resista el escrutinio de los altos tribunales internacionales. Obviamente, un debate así no se puede producir a golpe de telediario ni sobre la base de engaños, eufemismos y negación de la realidad porque en España las penas siempre se han cumplido íntegramente, solo que dentro de un sistema individualizado y progresivo. Sostener lo contrario solo se justifica desde la ignorancia y/o la maledicencia.
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