San Benito estableció la Regla Benedictina,
que reflejaba los dos principios fundamentales de la vida monástica: Ora et
labora (oración y trabajo). Los monjes vivían según un estricto horario de
oración, trabajo y estudio. Gran parte de su jornada la dedicaban a transcribir
la Biblia y los textos antiguos del Imperio Romano, preservando estas fuentes
de conocimiento para las generaciones futuras.
El papa Gregorio I (conocido como "el
Grande") fue cabeza de la Iglesia entre 590 y 602. Antes de su ascenso a
este cargo, fue abad de San Andrés, un monasterio a las afueras de Roma.
Escribió sobre su experiencia y nos ofrece una perspectiva de la vida cotidiana
en un monasterio y de la estructura moral que regía la vida monástica.
Una de las reglas establecidas por San Benito
especificaba que el monasterio debía ser una comunidad donde todas las
posesiones eran comunes y se prohibían los bienes personales. Gregorio recuerda
un incidente en el que a un monje se le encontraron tres monedas de oro y
describe las consecuencias de esta transgresión:
Había en mi monasterio un cierto monje, de
nombre Justo, experto en medicina... Cuando supo que su fin se acercaba, le
comunicó a Copioso, su hermano carnal, que tenía escondidas tres monedas de
oro. Copioso, por supuesto, no pudo ocultar esto a los hermanos. Buscó con
cuidado y examinó todas las medicinas de su hermano, hasta que encontró las
tres monedas de oro escondidas entre las medicinas. Cuando me contó esta gran
calamidad, que afectaba a un hermano que había vivido en común con nosotros,
apenas pude oírlo con tranquilidad. Pues la regla de nuestro monasterio siempre
había sido que los hermanos debían vivir en común y no poseer nada
individualmente.
Entonces, afligido por un profundo dolor,
comencé a pensar qué podía hacer para purificar al moribundo, y cómo debería convertir
sus pecados en una advertencia para los hermanos vivos. En consecuencia, tras
llamar a Precioso, el superintendente del monasterio, le ordené que se
asegurara de que ninguno de los hermanos visitara al moribundo, quien no debía
escuchar ninguna palabra de consuelo. Si en la hora de la muerte preguntaba por
los hermanos, entonces su propio hermano en la carne debía contarle cómo lo
odiaban los hermanos por haber ocultado dinero; para que al morir el
remordimiento por su culpa pudiese traspasarle el corazón y lo purificara del
pecado que había cometido.
Cuando murió, su cuerpo no fue colocado con
los cuerpos de los hermanos, sino que se cavó una tumba en el pozo de
estiércol, y su cuerpo fue arrojado allí, y las tres piezas de oro que había
dejado fueron arrojadas sobre él, mientras todos juntos gritaban: "¡Tu
dinero perezca contigo!".
Cuando habían pasado treinta días desde su
muerte, mi corazón comenzó a compadecerse de mi hermano difunto, a meditar en
oraciones con profundo dolor, y a buscar que remedio podría hacerse por él. Entonces
llamé ante mí a Precioso, superintendente del monasterio, y le dije con
tristeza: «Hace mucho tiempo que nuestro hermano fallecido ha sido atormentado
por el fuego, y debemos ser caritativos con él, y ayudarlo en todo lo posible
para que pueda ser liberado. Ve, pues, y durante treinta días consecutivos a
partir de hoy ofrece sacrificios por él. Asegúrate de que no pase ningún día
sin que se ofrezca la misa de salvación para su absolución». Partió de
inmediato y obedeció mis palabras.
Nosotros, sin embargo, estábamos ocupados con
otras cosas y no contábamos los días conforme transcurrían. Pero Ío, el hermano
fallecido, se apareció de noche a cierto hermano, Copioso, su hermano carnal.
Al verlo, Copioso le preguntó: «¿Qué ocurre, hermano? ¿Cómo estás?». A lo que
él respondió: «Hasta ahora he estado en tormento; pero ahora estoy bien, porque
hoy he recibido la comunión». Esto Copioso lo contó inmediatamente a los
hermanos del monasterio.
Entonces los hermanos contaron cuidadosamente
los días, y era el mismo día en que se hizo la trigésima oblación por él.
Copioso no sabía lo que estaban haciendo los hermanos por su hermano fallecido,
y los hermanos no sabían que Copioso lo había visto; sin embargo, al mismo
tiempo, él supo lo que habían hecho y ellos supieron lo que él había visto, y
la visión y el sacrificio se unieron. Así quedó claramente demostrado el hecho
de que el hermano que había muerto había escapado al castigo gracias a la misa de
salvación.
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